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Desde hace más de treinta años se vienen publicando en España obras de José Martí, con el desconcierto, hasta hace muy poco, de los editores y estudiosos martianos, que veían el éxito de estas ediciones en muchos y diversos países extranjeros, de casi toda Europa y América (incluido Estados Unidos), mientras en España corrían un destino limbal de ignorante silencio. Sin embargo, tal desconocimiento, que ha durado casi un siglo, tiene unas razones que lo explican suficientemente, aunque no hablen muy bien de nosotros y ya, por fortuna, hayan dejado de actuar en buena medida.

Martí, el líder espiritual y político de la guerra de independencia cubana, que vivió en España algunos de sus años juveniles, fue considerado en nuestro suelo como el autor del proceso ideológico y político que nos hizo perder la más preciada colonia y la gloria nostálgica de cualquier ensueño imperial. A ese distanciamiento con respecto al héroe cubano se sumaba la percepción que durante tantos años, desde 1898 hasta hoy mismo, hemos tenido los españoles sobre Cuba: una isla de incalculable riqueza económica y humana, pero políticamente irredenta por la insistencia de un destino trágico, del que Martí parecía ser culpable.

Otras razones literarias, no menos decisivas, contribuyeron a esta peyorativa o nula estimación: Rubén Darío, con la publicación de su volumen lírico Azul, en 1888, llegó a eclipsar al maestro cubano como fundador del decisivo movimiento modernista en la literatura hispánica; el genio de Rubén no sólo se apropiaba de una patente indispensable, sino que dejaba en el olvido las voces de otros autores afines en su empeño y no menos significativos. Téngase en cuenta, además, que el modernismo literario, al menos en suelo español, conocerá un largo período de menosprecio o, por decirlo más justamente, de terca incomprensión; concretamente desde los años veinte hasta bien iniciados los cincuenta del siglo recién concluido. En tales años, junto al moderado furor vanguardista, se quiso ver en la llamada generación del 98 la vertiente literaria saludable y «profunda» del fin del siglo XIX, la portadora del humanismo que la modernidad demandaba en nuestra patria. Los modernistas, con Rubén y todos los demás, incluso los menos conocidos, se vieron indiscriminadamente tachados de afrancesados y abanderados de un culto vano a la belleza externa. La historia es bien conocida y en España hubo importantes excepciones en la crítica y en la recepción del movimiento, pero ésta fue la actitud generalizada y escolarmente transmitida, que no favoreció nada al maestro cubano.

Pasan los años cincuenta y, hacia finales de esta década, se inicia un proceso general de revisión del modernismo con estudiosos muy notables en todo el mundo occidental. Se reconoce el dramatismo íntimo y universal de sus poetas y, lo que es más importante, la no menos recia condición artística de la prosa de aquellos dubitativos autores del fin de siglo, ansiosos de un Absoluto que la modernidad científica y socioeconómica ponía entre paréntesis o al margen de su despliegue. En América surgen martianos tan decisivos como Juan Marinello, Manuel Pedro González, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Ivan Schulman y, ya en los setenta, José Olivio Jiménez, entre otros muchos que sería imposible enumerar.

En España, en cambio, junto al viejo prejuicio del antipatriota Martí, se suma la apropiación adulterada que sobre su pensamiento realiza la Cuba revolucionaria. Por el fervor que la revolución suscitó en sus inicios, debemos reconocer que durante los sesenta pudimos contar con una serie de escritores españoles que miraron hacia su obra, bien que escasa de ediciones asequibles en nuestro país, donde la censura tampoco propiciaba un encuentro efectivo con su escritura. A finales de los setenta, la promisoria revolución cubana, convertida ya en dictadura caudillista pertrechada por la Unión Soviética, siguió instrumentalizando arteramente la imagen total de Martí, desfigurándola y haciéndola casi aborrecible para los que nunca se habían acercado a sus verdaderas palabras.

Casi como réplica, desde el exilio norteamericano más atrincherado en el capitalismo se empezó a dibujar a un Martí liberal en lo económico, que podía servir muy bien para su causa. En medio del desconocimiento general que continuó reinando en España hacia el autor, unido a la considerable dificultad editorial para acceder a su obra, la figura martiana quedó rodeada de una aureola tan mítica como contradictoria, en la que su irreductible grandeza literaria no contaba para casi nada. Sólo algunos españoles con sólido criterio intelectual y poético se atrevieron a bucear entre sus páginas, como en su época lo hicieran figuras tan notables como Miguel de Unamuno y Juan Ramón Jiménez.

Llegamos así a los noventa y nos encontramos con un panorama progresivamente alentador. En esta última década la importancia de la literatura hispanoamericana en su conjunto —no sólo la de unos cuantos poetas (Darío, Vallejo, Neruda) y la de los más afortunados narradores del llamado boom— llega a ser un hecho que torna muy distinto el mundo editorial, el sistema académico y, a fin de cuentas, las preferencias del público lector. La literatura hispanoamericana, que hasta mediados de siglo se consideraba un apéndice casi prescindible de la española, hechas algunas excepciones, se convierte en un caudal lleno de riqueza cultural y expresiva, marcado por el signo del atrevimiento estético, la ruptura y la crítica, que contrastan con la excesiva complacencia española en sus grandes clásicos de siempre. Y si se trata de conocer la naturaleza de esa magna tradición hispanoamericana, Martí se constituye ya en un referente inexcusable, tanto por su conciencia americanista como por su carácter fundacional de la modernidad literaria en aquel continente. N o en vano, en unos apuntes suyos que podrían fecharse en torno a 1882, había escrito: «No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ella. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispanoamérica».

En el mundo académico español, durante esta última década, encontraremos profesores e investigadores que indagan con el mayor rigor posible en los textos martianos y que transmiten su excepcional maestría literaria y su extraña actualidad después de un siglo. Cabe citar, en este apartado, a compañeros tan perseverantes en este empeño como Álvaro Salvador, Ángel Esteban, María Luisa Laviana Cuetos y Mercedes Serna.

Las condiciones ideológicas y literarias han cambiado mucho. La obra de Martí, ya muy accesible en ediciones fidedignas, es leída en España con el entusiasmo de lo inédito y de lo que descubre horizontes intelectuales y morales en un clima de escepticismo o de pensamiento débil. El proceso está apenas empezando, pero Martí ya es un clásico indiscutible en la estimación literaria española, así como el portador de un sólido humanismo, integrador coherente de todos los saberes que la modernidad ha disgregado en cien mil disciplinas científicas prácticamente inconexas. El futuro intelectual deberá estar en la integración de todas ellas; ahí está también el modelo martiano.

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La vigencia de José Martí, como poeta, escritor en distintos géneros y pensador en su más sustancioso sentido, sigue hoy tan viva como nunca, y algo de eso habrá podido vislumbrar, por lo dicho, el lector no familiarizado con su figura y su obra. Martí fue el primer escritor en lengua castellana que advirtió la autonomía —no absoluta independencia— entre la poesía, la literatura toda y la moral; de manera que pudo mantener un riguroso equilibrio entre los dos grandes extremismos de toda la historia literaria: el esteticismo y el moralismo, mucho más agudos y distorsionadores a partir de la modernidad.

Esta lección sigue siendo necesaria, pues aún resulta infrecuente hallar una persona con acendrado criterio literario no confundido con su personal juicio moral; el caso inverso se dio sobre todo entre el último tercio del siglo XIX y el primero del XX, cuando la ética abdica casi plenamente en la estética. Martí fue siempre consciente de que la poesía tiene su propia ley, y de que juzgarla con patrones morales, por muy nobles que sean, puede conllevar —y de hecho conlleva a menudo— una violencia extrema contra la naturaleza del hecho poético.

Por eso fue capaz de reconocer en su coetáneo y compatriota Julián del Casal una excelencia poética todavía rara en la poesía hispanoamericana: El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo como una nota de arpa. N o se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble y graciosa. Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, era el que trabajaba Julián de Casal. Pero esa admiración poética, por lo demás tan justa en lo literario, no le impide señalar su distancia ética con respecto al poeta en cuestión, tan lejano (en su infinito desconsuelo) al optimismo esencial que, en medio de su dramatismo existencial, profesa siempre Martí. De Casal advierte, por tanto, que, pagado del arte, por gustar del de Francia tan cerca, le tomó la poesía nula, y de desgano falso e innecesario, con que los orífices del verso parisiense entretuvieron estos años últimos el vacío ideal de su época transitoria.

Martí propondrá la necesidad de consustanciar en la persona del poeta las dimensiones ética y estética inherentes a la naturaleza humana; pero reconociendo su legítima autonomía, es decir, sin instrumentalizar la poesía para fines ajenos a la contemplación artística y, de otro lado, sin deshumanizarla hasta el punto de privarla de su raíz espiritual y de su cordialidad comunicativa, que, por ser humana, ha de revelar la vocación moral de nuestra condición.

Tal lección sigue vigente, por cuanto previene al creador literario, al crítico y al lector de hoy del sectarismo ideológico, por una parte y, por otra, de la asepsia esteticista que, en nombre de la «corrección política», rehúye cualquier solución comprometedora para la conducta humana. Esta dimensión ética de la obra martiana no se reduce a un adoctrinamiento práctico para las situaciones concretas de su vida y de su tiempo, sino que arraiga en su concepción del mundo como armonía esencial entre la Verdad, el Bien y la Belleza, de raíz platónica y cristiana a la vez; armonía que rige tanto la vida cósmica como el concreto actuar individual de cualquier hombre libre: La vida es grave/ porción del Universo, frase unida/ a frase colosal (Poema «Pollice verso»).

Asimismo, la modernidad {y posmodernidad) de su discurso moral queda salvaguardada y muy operativa desde el punto de vista literario, pues Martí no enseña desde la abstracción teórica de las ideas, sino mediante la representación existencial del drama íntimo que acontece en todo poema suyo y en cualquier texto en prosa de cierta extensión.

Consciente, además, de que el drama íntimo nace con frecuencia de la condición social del hombre, Martí transmite en su escritura más íntima y sincera las implicaciones solidarias de su existencia personal. Su defensa de la democracia, ante el peligro de cualquier tiranía ideológica y política, no abdica del compromiso social y de la justicia universal para todos los hombres, así como tampoco del deber de buscar la verdad y trabajar desde ella por el bien común, sin soslayar la legítima libertad del individuo. Un ensayo suyo de 1886, prácticamente desconocido hasta 1980, titulado por José Olivio Jiménez como «El movimiento social y la libertad política» (se puede leer en su antología de Ensayos y crónicas de José Martí), nos invita a reflexionar con serenidad y madurez de juicio sobre los desgarrones que amenazan al sistema democrático y a la comunidad humana cuando no se vertebran según estas dos coordenadas esenciales: la libertad y la armonía social.

Muchos problemas sociales y morales de nuestro tiempo encuentran una magistral solución en el proyecto humanístico martiano: su americanismo es, por naturaleza, integrador de todas las razas y culturas del Nuevo Mundo, y tal integración se fundamenta en el carácter sagrado que posee toda existencia humana, llamada a convivir según la armonía que nos enseña la suprema lección de la armonía cósmica, fruto de la acción amorosa de Dios.

Todos estos, y otros muchos valores que sería imposible mencionar en la brevedad de estas líneas, aparecen encarnados en una personalísima escritura literaria, abierta a las influencias más variadas y sintetizadas por un talento creador siempre vigilante ante el mimetismo de cualquier modelo. No en vano escribió en 1882, con frase lapidaria, uno de los principios que presidieron toda su poética y su inmensa producción en prosa y en verso: «Conocer diversas literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de algunas de ellas».

Con tales argumentos, tan someramente esbozados, sólo cabe esperar que su actualidad, también en España, siga alcanzando el reconocimiento permanente y universal que es propio de los verdaderos clásicos.

En el año 95 las editoriales españolas hicieron un gran esfuerzo por difundir la obra de José Martt, para unirse a la celebración del centenario de su muerte, que Cuba preparó con tanta dedicación. Alianza Editorial contribuyó de un modo especial publicando en un tomo, por primera vez en España, las poesías completas del mejor escritor cubano de todos los tiempos. La edición, a cargo de Carlos Javier Morales, consta de una introducción que pone al día, Con mucho acierro, los estudios sobre la poética martiana, una cronología de la vida del héroe cubano y una bibliografía esencial. La labor de Carlos Javier Morales ha sido ejemplar no sólo en los criterios seguidos para la introducción, sino también en el aparato crítico, las notas a pie de página que aclaran los aspectos más complicados de los textos martianos. Esta reciente segunda edición (2001) corrobora de un modo patente el interés creciente en nuestro país por la obra del cubano más universal y de uno de los autores más sobresalientes en la lengua de Cervantes.

Poeta y crítico literario