Uno, que recibe decenas de tarjetas y catálogos de exposiciones al día, y que tiene la costumbre, buena o mala, de conservar la mayoría de esos papeles, observa cómo siguen siendo legión entre los artistas jóvenes quienes han decidido que ya no tiene sentido seguir pintando.
En las Facultades de Bellas Artes y en las revistas, dos instancias determinantes para la evolución del gusto, goza de gran predicamento lo que hoy conocemos como la cultura de lo politically correct. También se advierten sus progresos en las Exposiciones colectivas «de tesis» y en los envíos jóvenes a certámenes o convocatorias de becas. Igual que les sucedía a los más politizados de los conceptuales del tardofranquismo, ciertos artistas de los noventa —para los cuales Joseph Beuys, Bruce Nauman, Hans Haacke, Antonio Muntadas o Francesc Torres son los ejemplos que deben ser seguidos- se sienten justificados y en posesión de la verdad porque su arte, al hablar del SIDA, el racismo, el feminismo, el psicoanálisis, el mestizaje o la violencia, camina con la historia. Ay, por lo demás, del que pretenda distinguir entre causa y obra; del que recuerde que nada tienen que ver el arte y las buenas intenciones; del que tenga poca afición al contenidismo; del que considere que el santoral Malevich/Beuys es un poco limitado, que también existen Klee o Morandi o Rothko, y que siempre será mejor la búsqueda individual, la curiosidad, el abrir ventanas, que la consigna, la moda, la norma.
Pintores al margen de lo «politically correct»
Fuera de ese tipo de esquemas, sin embargo, sigue habiendo entre nosotros, por suerte, pintores, gente que no se preocupa de otra cosa que de decir el mundo con un medio tan «antiguo» como es la pintura. De ellos quisiera hablar en esta ocasión, más que de los artistas politically correct a los que acabo de hacer referencia, tan solo por recordar en qué tedioso contexto nos movemos.
Persiste entre buena parte de los más interesantes pintores españoles de las últimas generaciones la voluntad lírica. Se trata de una línea que se inicia en los años veinte, dentro de una atmósfera muy bien evocada por la muestra de Eugenio Carmona sobre la Pintura-fruta post-boresiana que pudo verse hace poco en la Sala de Exposiciones de la Comunidad de Madrid. Prosigue con nuestra generación del cincuenta, donde son líricos (cada cual con su acento propio) Fernando Zóbel o Lucio Muñoz con sus visiones del paisaje castellano, Albert Rafols Casamada con su en el fondo post-noucentista Cadaqués azul, Mompó con sus grafías aéreas emparentadas con las de Klee y, naturalmente, José Guerrero con la reconstrucción, a través del idioma neoyorquino, de su memoria de niño granadino. Sin embargo, el momento en que esa actitud contó con más y mejores cultivadores fueron los años ochenta, cuando realizaron sus primeras obras maduras pintores como Broto, Xavier Grau, Campano, Alfonso Albacete, Juan Uslé o el Sicilia capaz de conciliar ese bagaje, que es también de algún modo el de la abstracción norteamericana de lo sublime, con el de Malevich o Strzeminski. Por esa senda siguen avanzando hoy no pocos creadores más jóvenes que quieren decir el mundo en torno, con un idioma abstracto y efusivo: por ejemplo, los que Santos Amestoy congregó en su colectiva Líricos del fin de siglo (Museo Español de Arte Contemporáneo, Madrid, 1995). Gente como Javier Riera, Rafael Satrústegui, José Bellosillo, el muy simbolista Alberto Reguera, Manolo Rey Fueyo o el argentino madrileñizado Alejandro Corujeira.
A propósito del último de los nombrados, hay que indicar que se trata de un pintor algo aparte, que figuró en colectivas de otro signo como La Escuela del Sur (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1992), centrada en la tradición torresgarciesca o Sueños geométricos (Arteleku, San Sebastián; Galería Elba Benítez, Madrid, 1993). La geometría, en efecto, atrae a algunos de quienes siguen queriendo pintar en los noventa, pero no se trata de una geometría sistemática, ni de ciencia o tecnología, ni de minimal puro y duro. En ese contexto de una geometría otra, compatible con la libertad, además de las «anchas latitudes» (Enrique Andrés Ruiz dixit) de Corujeira, se inscriben las pequeñas composiciones en blanco, negro y todo lo más gris, muy Erik Satie, de Ángel Guache, que aunque ha pintado un Homenaje a Luis Fernández, sabe ser también, cuando se tercia, un poeta de humor casi dadá; las tipografías y Jos colores nítidos de José María Báez; los esquemas con mucho de musical y de kleeiano de Juan Cruz Plaza; las visiones insulares y puristas, sutilísimas, de Luis Palmero, un post-minimalista que no rehuye las contaminaciones figurativas, un cultivador del pequeño formato, que se apoya en el alto ejemplo de José Jorge O ramas, el metafísico solar canario de los años treinta; las secuencias de José María Guijarro, que se despliegan sobre la pared; los lienzos despojados de José Ramón Amondaráin o Manu Muniategiandikoetxea, dos de los nombres más interesantes que ha dado la cantera de Arteleku, el centro artístico de la Diputación guipuzcoana.
En el marco internacional, no faltan ejemplos relevantes de esa manera de abordar la geometría. Estoy pensando en los alemanes Imi Knoebel y Jürgen Partenheimer —más atrás en el tiempo, el malogrado Blinky Palermo, amigo del primero-, en el suizo Helmut Pederle, en los norteamericanos Sean Scully y Peter Halley, dos nombres estos últimos bien distintos entre sí y ya habituales ambos en las carteleras españolas. O en el también alemán Günther Forg, cuyos trabajos en torno a la arquitectura fascista italiana o la soviética son de lo mejor que ha hecho últimamente un pintor con la fotografía.
A propósito de Palmero y su poética de lo mínimo, hay que subrayar el hecho de que la voz baja, el «pequeño mundo», por decirlo con una expresión utilizada por Kandinsky a propósito de su amigo Klee, son valores reivindicados por algunos de los más interesantes pintores españoles de los noventa, en algunos casos de un modo constante y en otros —estoy pensando en Uslé— haciéndolos compatibles con otro registro más «ancho». Me parece especialmente merecedor de atención, siempre dentro de esta digamos «familia», el caso de Santiago Mayo, expositor en Estación Central. También uno de los nombres seleccionados por Miguel Fernández-Cid para su reciente colectiva de Marlborough (Una mirada tensa). Sus pequeñas construcciones son de una delicadeza poco frecuente y conviven con unos lienzos tras los que se adivina una actitud que tiene algo de morandiano. La geometría es compatible, aquí, con una poética de la ciudad, de la playa, de un mar norteño y gris.
Blancos perfectos para la crítica dogmática
Entre los pintores que siguen queriendo pintar en los noventa, los más discutidos por los «modernos» dogmáticos son sin lugar a dudas aquéllos que se plantean las cosas en términos figurativos, aquéllos para los cuales los «faros» se llaman Bonnard, Derain, Morandi, Carra, Filippo de Pisis, Hopper, Deineka, Music, Balthus, Luis Fernández, Arikha, Alex Katz y otros representantes de una moderna tradición figurativa que parte de nuestra opinión publicada querría borrar del mapa (a esta cuestión le he dedicado, en el número de abril-mayo de 1995 de esta misma revista, el artículo La figuración y los comisarios, al que remito al lector interesado). A este úldmo respecto hay que decir que en todas partes cuecen habas: me impresionó —aunque no me sorprendió sobremanera— la intransigencia con que fue recibido el discurso antivanguardista de Jean Clair en la última Bienal de Venecia, un discurso sin duda con aspectos discutibles, pero al que no se le puede negar solidez. Sin embargo, fue sistemáticamente caricaturizado, lo cual contrasta con la condescendencia con que, convocatoria tras convocatoria, son recibidas las Bienales «normales».
Igual les sucede a seniors como Juan José Aquerreta, José María Mezquita, Rafael Cidoncha, Miquel Vila o Sebastiá Ramis. Por el solo hecho de plantearse las cosas en términos de figuración tradicional, una serie de pintores españoles jóvenes parten con un handicap tremendo respecto a aquellos de sus colegas que han elegido caminos más frecuentados. Más de un crítico dogmáticamente vanguardista los considera como «especie a extinguir». En cualquier caso, ahí están, contra viento y marea, voces tan interesantes como Ángel Mateo Charris, Gonzalo Sicre, Marcelo Fuentes —los tres estuvieron presentes en la colectiva Muelle de Levante que organicé junto con Nicolás Sánchez Durá, mientras los dos primeros figuraron también en la última versión del Retorno del hijo pródigo disberlinesco-, Pedro Esteban —espléndidos sus cuadros del arrabal valenciano expuestos por la Galería Postpos en su stand de Arco 97-, Félix de la Concha, Damián Flores, el raro Luis Rodríguez Vigil, Fernando Babío, Miguel Galano —reciente expositor en Utopia Parktvay, pertenece a la estirpe de Giacometti, de Music, de Reverón- o la argentina Alejandra Roux, a la que debemos singulares visiones de Madrid, su actual ciudad de residencia.
Que también caben actitudes más híbridas es algo que salta a la vista cuando contemplamos el trabajo de otros pintores incluidos en alguna de las referidas colectivas neometafiísicas, pero cuya figuración se abre a otras dimensiones más modernas. Sería éste el caso de Antonio Rojas, de Pelayo Ortega -cantor de una provincia primero negra y luego azul y rosa, y en cuya última exposición madrileña, celebrada en Buades, había una Torre de García en homenaje al autor de Universalismo constructivo-, de Manuel Sáez —adepto de la línea clara, por emplear un término del ámbito del comic felizmente relanzado hoy en poesía desde las páginas de esta misma revista—, de María Gómez, de José Vicente Martín, de Oriol Vilapuig, del muy barojiano y stevensoniano Ramiro Fernández Saus o del propio Dis Berlín, pionero de esta clase de actitudes y cuyas últimas obras, inspiradas en el mobiliario fifties, me parecen especialmente fascinantes.
El cuadro, pretexto pata el relato
He hablado antes, a propósito de la línea Broto-Uslé y similares, de lirismo. La actitud de los hijos pródigos o de los muellistas levantinos tendría más que ver con un cierto estado de ánimo narrativo. Todos hemos atravesado, en algún momento de nuestra carrera, una etapa en la que para descalificar un cuadro lo calificábamos de «literario». Una cierta evolución fue marcada por la expresión, más matizada, «literario en el buen sentido». Hoy, sin embargo, asumimos sin mayor problema que un cuadro, además de ser un buen cuadro, puede ser buena literatura, es decir, un pretexto perfecto para empezar a partir de él un relato. La literatura, por lo demás, una cierta clase de literatura, tiene mucho que enseñarles a los pintores. Estoy pensando en un Patrick Modiano, en un Paul Morand, en un Valery Larbaud, en un Alberto Savinio, en un Mario Praz, autores de cabecera del Dis Berlín de la época azul. Por su parte, Pelayo Ortega se ha fijado sobre todo en una cierta tradición española.
Nuestros figurativos y neometafísicos todavía no han dado el salto a la escena internacional, entre otras cosas porque pocos apoyos tienen entre aquellos de nuestros críticos y comisarios que más acceso han tenido a esos circuitos. Sin embargo, fuera de nuestras fronteras existen, en orden disperso, actitudes que tienen bastante que ver con la que ellos mantienen. Estoy pensando en el italiano Salvo —muy apreciado en la escena valenciana, donde la desaparecida Galería Temple lo expuso y editó-, en el norteamericano Robert Greene, en el francés Jean Baptiste Sécheret, en el trabajo más naturalista del checo-alemán Dokoupil o en el de su amigo el brasileño Roberto Cabot, que tanto ha mirado del lado de Derain.
A propósito de los márgenes de la tradición figurativa, en la escena internacional la última pista que estoy siguiendo es la de un pintor belga del que todavía no he visto obra al natural. Se trata de Luc Tuymans, que trabaja sobre la tradición simbolista de su tierra a la par que asimila aspectos de la abstracción. Un fronterizo que si estuviera más escorado hacia la figuración podría recordar, de alguna manera, al suizo Markus Raetz.
Una visión plural en el IVAM
El IVAM, museo que actualmente dirijo y al que debemos la primera retrospectiva española del último de los mencionados, lo concibo como un lugar donde quepan a la vez Rothko y Morandi, dos pintores, por cierto, que aún no están representados en él; como un museo donde a Luis Fernández, al que he mencionado ya de pasada en dos ocasiones, no se le considere solo como el pintor abstracto y constructivista que fue en torno a 1930, sino también como el autor de algunos de los paisajes más esenciales de este siglo y de escuetos y admirables bodegones, uno de los cuales hemos incorporado recientemente a la colección; como un museo en cuya programación Alex Katz, cuya figuración sintética tanto le gustaba a Carlos Alcolea, coexista con su compatriota Joan Mitchell, referencia básica para algunos de nuestros líricos; como un museo que enseñe el «realismo mágico» europeo de los años veinte y treinta, tal como lo definió Franz Roh en un libro de 1925 que aquí tradujo Fernando Vela para Revista de Occidente dos años más tarde, sin por ello dejar de investigar (como siempre ha venido haciendo) en torno a la abstracción constructiva del mismo periodo.
A propósito de esa visión plural que intento llevar a la práctica a diario: entre los catálogos que he recibido últimamente, ninguno me ha parecido tan estimulante, intelectual y estético como el de la exposición Bonnard/Rothko, Colour and Light que se inauguró hace unas semanas en la Pace Gallery de Nueva York. Se trata de una exposición sin duda más de galería que de museo y muy a la medida, concretamente, de una sala como Pace, que se ocupa del estáte rothkiano y que tiene acceso a obras del francés a través de su asociación con Wildenstein. Si menciono esta muestra es porque creo de lo más pertinente que las cosas, en este fin de siglo, se planteen en esos términos y que frente a las visiones cerrilmente figurativas o cerrilmente abstractas (por no hablar de las cerrilmente conceptuales y politically corrct a las que hice referencia al principio de estas líneas), cunda la idea de que… entre Bonnard y Rothko puede andar el juego.