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Ver productosEn su último ensayo, el filósofo esloveno deconstruye la creencia, niega la trascendencia y sostiene que la auténtica religión es la lucha política

9 de diciembre de 2025 - 9min.
Slavoj Žižek (Liubliana, Eslovenia, 1949). Doctor en Filosofía, psicoanalista y ensayista. Director internacional del Instituto Birkbeck de Humanidades (Universidad de Londres). Ha sido profesor visitante en diversas universidades de Europa y América. Ha escrito más de medio centenar de libros, entre los que destacan El sublime objeto de la ideología, Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock y Bienvenidos al desierto de lo real.
Avance
No es difícil adivinar el menú ante cada nuevo libro de Slavoj Žižek: inteligencia, ironía, profundo conocimiento del marxismo y del psicoanálisis, deconstrucción posmoderna y no pocas provocaciones destinadas a épater le bourgeois, indica Josémaría Carabante. En su último ensayo, el filósofo esloveno viene a decir que el cristianismo «liquida todo atisbo de trascendencia»; que no existe otra brújula existencial que el ateísmo materialista y que «la única iglesia viable es la comunista». Así que «para convertirse en un verdadero materialista dialéctico, uno debe pasar por la experiencia cristiana». Se inspira para ese tránsito en tres «dioses de su panteón —Hegel, Marx y Lacan—». Del primero, desarrolla la idea de que la buena nueva del Evangelio atestigua la muerte de Dios; de Marx, arranca la teología política, proyecto del que Žižek se considera heredero; y de Lacan, el gusto por la deconstrucción y las paradojas. Ejemplo de todo lo anterior es su interpretación del drama del Calvario, en el que —afirma— murieron el Hijo y el Padre y solo queda el Espíritu Santo, que vendría a ser la comunidad humana. «El Espíritu Santo —llega a decir— es una categoría atea, la noción de una comunidad emancipatoria privada del sostén del gran Otro». En realidad, la idea no es nueva, pues aparece en otros escritos del esloveno, y recuerda a las boutades de Lacan, del estilo de «Dios posee todas las perfecciones menos una: no existe».
Para Žižek no hay separación entre religión y política porque «la auténtica religión es la lucha política, una confrontación schmittiana, entre el bien y el mal», subraya el autor de la reseña. En este sentido, Ateísmo cristiano sintetiza algunos de los postulados más característicos del pensamiento de Žižek y puede constituir una introducción para quien desee conocerlo, sabiendo que sus tesis merecen numerosos reparos filosóficos y religiosos. Respecto al estilo, aunque brillante y provocador, «en ocasiones indigesta», advierte Carabante.
Slavoj Žižek lleva años siendo, como Nietzsche, poderosa dinamita y demoliendo, a la manera de un eficaz y osado explosivo, nuestras certidumbres. Se puede estar de acuerdo o disentir de él, pero sería idiota negar su capacidad para generar polémica y azotar conciencias, sea cual sea la parte del espectro político que uno ocupe.
Tampoco se puede dudar de su inteligencia, de su ironía. Ni siquiera de su enciclopédica sabiduría cinematográfica o de su obscenidad; de ambas hace gala también en este Ateísmo cristiano, en el que comparecen las bromas y chistes de alto voltaje sexual, con una fina sensibilidad ética ante el sufrimiento ajeno.

Pero ¿a qué responde el interés de este esloveno leninista, defensor de la revolución, por la religión y, en concreto, por el cristianismo? Siendo fiel a sus orígenes intelectuales, a los dioses de su panteón —Hegel, Marx y Lacan, entre otros—, Žižek reivindica esa vieja idea de que solo una crítica radical —y desde dentro— puede disolver la inquietante y represora sombra de ese Otro, con mayúscula, que es Dios.
Si hemos de ser precisos, a lo que viene es a consumar el ateísmo, aunque para ello tenga que denunciar como superficiales, paradójicos y estériles los intentos frustrados de los ateos que le han precedido. Y es que del mismo modo que el creyente no echa mano de las pruebas de la existencia de Dios para acrisolar su piedad, quien desee combatir su ascendencia sobre las pobres criaturas no debería empeñarse en demostrar que no existe.
El camino para desembarazarnos de Dios no es el tomado por Kant o Habermas. Lo que deja la crítica de la religión cuando es liviana es un secularismo, pero de mimbres teístas. Ocurre lo que denunció el poeta latino: Dios, como la naturaleza, entra por cualquier recoveco o grieta, si condenas la puerta por la que acostumbraba a aparecer. En este sentido, la Ilustración pecó de pacata, dotando a los principios morales o políticos, incluso al ser humano, de esa aura inmarcesible que tradicionalmente portaba el ser supremo.
El ateo miope —o débil— contra el que arremete Žižek no tiene más remedio que seguir aceptando lo divino, como una fuerza trascendente que insufla de sentido nuestra contingencia. Habermas, por ejemplo, vuelve la mirada a las tradiciones religiosas a fin de revitalizar nuestros magros valores morales. Esto es erróneo, sostiene el filósofo esloveno, por dos motivos: primero, porque deja intacta la estructura alienante de la religión y, dos, porque ignora la esencial del mensaje cristiano.
Ya lo dijo Hegel: la buena nueva de los Evangelios no es que muestren a alguien que se sacrifica por el género humano. Es mucho más radical: atestiguan la propia muerte de Dios. En términos del esloveno, eso quiere decir que el cristianismo liquida todo atisbo de trascendencia. Nos alecciona de algo desconsolador, pero que uno se puede esforzar por atajar: la materia y lo informe.
Uno podría preguntarse qué credenciales tienen tanto Hegel como Žižek en algo tan intrincado como es la hermenéutica bíblica, pero el motivo por el que conciben así lo sucedido en el Calvario es más que evidente: adjudican al sacrificio de Cristo un significado singularmente político.
Ateísmo cristiano está compuesto de seis capítulos, a los que se suman una introducción y el correspondiente epígrafe conclusivo. En ellos, Žižek va desgranando sus ideas, repite una y otra vez sus tesis, una afirmación que no constituye por mi parte ningún reparo, créanme, sino más bien un alivio. Y que se agradece, debido a la dificultad de muchas argumentaciones.
Con el telón de fondo de esa crítica al cristianismo encubierto en el ateísmo moderno, se exponen a lo largo de estas páginas el vínculo entre increencia y psicoanálisis o ideas sugerentes sobre el budismo o la física cuántica. Žižek incluso se atreve a tirar del hilo de la IA para, bordeando el sentido espiritual que puede tener el transhumanismo, llegar nuevamente al inicio: un auténtico cristiano no puede creer en Dios.
Se suele atribuir a Marx un pecado: el de reducir todo a la economía. Sin embargo, de lo que se percató el pensador de Tréveris es de que, como sustentará más tarde el psicoanálisis, la distorsión subyugadora proviene de un gran significante espiritual. Podemos deducir de ahí que en Marx arranca la teología política, un proyecto del que Žižek se considera heredero. La destrucción —o deconstrucción, lo mismo da— del ser supremo es lo más nítidamente religioso, ya que nos permite no solo afrontar los síntomas represivos, sino curarlos o, por decirlo de un modo más riguroso, redimirlos.
Volvamos a lo que sucedió en la crucifixión y dejemos que sea nuestro autor quien narre el acontecimiento, a despecho de lo extenso de la cita: «Lo que muere en la cruz no es el representante (o sustitutivo) terrenal de Dios, sino el Dios de lo que está más allá de sí mismo; así que lo que sucede después de la crucifixión no es un retorno del Uno trascendente, sino el surgimiento del Espíritu Santo, que es la comunidad de creyentes sin ningún apoyo en la trascendencia […] (que) puede funcionar como comunidad inmanente». Y, a continuación, añade: «El Espíritu Santo es una categoría atea, la noción de una comunidad emancipatoria privada del sostén del gran Otro».
Esas aseveraciones, sin embargo, tienen una connotación ontológica, como no puede ser de otro modo. El cristianismo no soslaya la imperfección última del mundo, esa brecha o vacío de lo real, ni obvia que, debido a ello, colisionamos una y otra con una nada universal, un absoluto sinsentido. Lo que hace es testimoniar esa nada en Dios mismo y comprometer al ser humano en la empresa —revolucionaria— de cambiar las cosas.
Apuesta nuestro autor por un cristianismo carnal, por una religión materialista. Es obvio, partiendo de ello, por qué para el esloveno el ateísmo no constituye únicamente el punto de llegada de la revelación cristiana, sino también por qué la única iglesia viable es la comunista.
No hay separación alguna entre religión y política porque la auténtica religión es, en realidad, simple y llanamente lucha política, una confrontación, schmittiana, entre el bien y el mal. Aunque no debemos infravalorar el gusto de este pensador por la disputa y su enfermiza tendencia a epatar, los extremos muchas veces son como fogonazos y permiten ver lo que una luz más tenue —o moderada— ofusca. Y así, aunque suene escandaloso reafirmarse, como hace él, en sus convicciones comunistas, a tenor de la situación en que se encuentra la izquierda, no cabe desatender sus advertencias.
Žižek se sitúa en una delicada frontera: metafísicamente, es un posmoderno recalcitrante, pero para él resultan innegociables los logros alcanzados por el proyecto de emancipación moderno. De ahí las invectivas contra el wokismo, es decir, el mejunje culturalista que queda cuando el progresismo se rinde ante el capitalismo. Y no es que, afirma nuestro autor, sean menores las injusticias que se ciernen sobre la raza o el género; lo que sucede es que no se puede desconocer el carácter determinante de los factores materiales.
Al wokismo no le hace tanto daño el populismo de derechas, al estilo del trumpismo, como el de los izquierdistas consumados y acérrimos como Žižek. Tampoco podemos decir que le falte, a la hora de cuestionar la corrección política, sentido común. Occidente tiene muchas debilidades, hay yugos que todavía nos aherrojan, pero estamos ante la única civilización suficientemente reflexiva como para asumir la crítica y transformar las cosas, escribe.
Nótese la originalidad de Žižek: si la revolución comunista quiere tener lugar, es menester que cada vez más ateos se convenzan del mensaje liberador de Cristo, que lo hagan suyo, que se inspiren en él. Por conclusiones como estas, este filósofo no puede dejar indiferente.
Como primera aproximación a su obra, Ateísmo cristiano es una magnífica introducción: es Žižek en estado puro y ofrece la ventaja de presentar los elementos centrales de su pensamiento de un modo sintético, a pinceladas. Hay que saber, sin embargo, que su estilo en ocasiones indigesta. Cabría poner muchos reparos a sus tesis, aunque no queremos dejar de señalar que, para un creyente, esta obra es un importante acicate, obligándole a reflexionar sobre la honda raíz materialista del cristianismo.
Un cierto batiburrillo entre ideas, chistes, referencias a la actualidad y temas es la desventaja. A lo que se añade esa obsesión sexual, fruto indudable de la formación freudiana y lacaniana del esloveno. Pero ¿no toda empresa tiene su cruz?
Imagen de cabecera: Slavoj Žižek en Liverpool, el 17 de marzo de 2008. El archivo de Wikimedia Commons se puede consultar aquí.