Avance
¿Cuál es el poder de la legalidad en una guerra sobre el terreno? ¿Pueden las normas regular los combates? El artículo Could America Fight its enemies without breaking the law? de The Economist analiza estas cuestiones y prevé un panorama sombrío para la forma en que se desarrollarán las guerras en el futuro: el público será propenso a aceptar, y justificar, niveles altos de violencia. Este pronóstico se deduce a partir de una creciente tendencia a la pérdida de respeto por las leyes que regulan a las guerras. ¿Cuáles son estas leyes? Aquellas que se plantearon en las Convenciones de Ginebra —y este año celebran su 75º aniversario—, las cuales, a pesar de admitir la inevitabilidad del conflicto bélico y aceptar que cada país utilice los medios necesarios para vencer a su adversario, afirman que la guerra jamás debe generar sufrimiento innecesario. Su foco está puesto en los civiles, que no participan en el conflicto bélico, pero también en los combatientes capturados, heridos o rendidos. Es decir, todo aquel que no tiene cómo defenderse.
Existen tres desafíos que dificultarán el cumplimiento de las leyes de guerra. En primer lugar, los planificadores anticipan una aceleración en el ritmo de los conflictos bélicos, lo que dificultará que los comandantes tengan el tiempo necesario para analizar cada decisión y prever sus consecuencias. En segundo lugar, el enorme impacto de cualquier conflicto bélico, donde la supervivencia nacional o el control de territorios están en juego, podría llevar a los líderes militares a tolerar altos niveles de daños civiles. Finalmente, la aplicación de las leyes de guerra en áreas emergentes, como la tecnología electromagnética, presenta nuevos retos y áreas grises para la ley.
Aunque el futuro presenta desafíos, el artículo destaca que en las últimas décadas se han dado pasos importantes para lograr que los conflictos bélicos asuman una responsabilidad humanitaria. Janina Dill, de la Universidad de Oxford, sostiene que las leyes de guerra están hoy más institucionalizadas y sometidas a un mayor escrutinio público que nunca antes en la historia. El reto ahora consiste en que no se produzca un retroceso en ello.
Artículo
El artículo Could America fight its enemies without breaking the law? de The Economist plantea una cuestión crucial a la luz de los conflictos armados actuales: ¿pueden las leyes realmente regular la guerra?
Las Convenciones de Ginebra, que este año celebran su 75º aniversario, se establecieron con ese propósito: crear tratados internacionales para limitar la barbarie inherente a la guerra. Las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, desde el Holocausto hasta el uso de bombas atómicas, subrayaron la urgencia de establecer normas internacionales para regular el comportamiento durante los conflictos armados. Estas convenciones parten de la premisa de que los conflictos militares son, en ocasiones, inevitables y, por ello, no prohíben la guerra, sino que permiten a los países emplear los medios necesarios para derrotar al enemigo, otorgando cierta libertad a las fuerzas militares. Sin embargo, prohíben que se infrinjan sufrimientos innecesarios. Por ello, protegen a los combatientes capturados, heridos o rendidos, y, sobre todo, a los civiles que no participan en los combates, ante ataques deliberados o accidentales, hambrunas o secuestros. Además, prohíben el genocidio y la tortura.
La guerra, la inevitable guerra, tiene un pasado de prestigio y un presente que da miedo. Como recuerda el catedrático David García Hernán: «La cultura de la guerra ha impregnado los comportamientos de las sociedades, tanto en sus aspectos internos (rebeliones, golpes de estado, acerbas luchas por el poder…) como en —lo que hoy llamaríamos— las relaciones internacionales: guerras dinásticas, guerras de religión, guerras por el control económico, guerras de reputación… La gloria del héroe guerrero, que debía tener sus recompensas en el orden político, social, o económico, ha sido una especie de devoción constante a lo largo de los siglos, formando su propia cultura, la de lo bélico, la de no solo creer que la forma de solucionar un gran problema es a través de una matanza, sino incluso pensar que es la mejor forma, la más admirable y digna de estimación».
Frente a esta cultura bélica, en la civilización occidental, el mito de la paz también ha existido casi desde siempre, así como la senda larga y densa para que dejara de ser un mito y se sustanciara. Esa materialización de la paz no podía venir sino de la mano del derecho. Intentos de regular la guerra se encuentran en textos bíblicos y en las Suras del Corán. Desde España, en el siglo XVI, la muy moderna Escuela de Salamanca con los Vitoria, Suárez o Domingo de Soto le dio un buen empujón. Sus teólogos se preocuparon por la justicia de la guerra y por las relaciones pacíficas entre los pueblos a partir del derecho natural. Constituyeron, de alguna manera, las bases del derecho de gentes, desarrollado más tarde por el holandés Hugo Grocio y que supone el origen del actual derecho internacional.
Armas indiscriminadas
En su significativo libro, Guerras justas. De Cicerón a Iraq, sostiene Alex J. Bellamy, catedrático de Estudios sobre la Paz y los Conflictos en la Universidad de Queensland, que todo se trastocó a partir de la Segunda Guerra Mundial: la tradición de la guerra justa se convirtió en una especie de realismo modificado, o el realismo se impregnó de la doctrina de la guerra justa. Influyeron para ello los traumas del nazismo (que para Hannah Arendt y otros fue una consecuencia lógica del dogma modernista y realista) y la bomba atómica.
Durante las décadas de 1950 y 1960, los ejércitos adoptaron interpretaciones agresivas, e incluso ilegales, de las leyes de guerra y el uso de bombas atómicas es un ejemplo claro de ello: usarlas significa renunciar a la posibilidad de distinguir entre civiles y militares, y arrasar con todo. Hasta la década de 1970 las fuerzas militares no comenzaron a asumir sus responsabilidades humanitarias. Desde entonces, los avances tecnológicos que permiten el uso de armas de alta precisión han reducido las excusas para la muerte de civiles.
No obstante, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) ha señalado una creciente flexibilidad en la aplicación de las normas de guerra por parte de los países involucrados en conflictos. The Economist destaca a Rusia como un ejemplo de ello, con ataques que han tenido como objetivo a civiles. Otro caso es el de Israel, que en su enfrentamiento con Hamas ha causado la muerte de un número siempre creciente de palestinos: 38.000 hasta la fecha. En Sudán, el conflicto entre las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), un grupo paramilitar, ha puesto a más de 750.000 personas en riesgo de hambruna.
Los tribunales internacionales han tomado cartas en el asunto para frenar los abusos en las guerras, por ejemplo, emitiendo órdenes de arresto contra los líderes responsables, como Vladimir Putin, Benjamín Netanyahu y los líderes de Hamas. Sin embargo, The Economist advierte que es probable que el respeto por las leyes de guerra continúe erosionándose a medida que el mundo entra en una nueva fase de rivalidad entre grandes potencias. En este contexto, las fuerzas armadas de Occidente están reevaluando las limitaciones legales y políticas que enfrentan en sus conflictos. Algunos generales abogan por una interpretación más flexible de las leyes de guerra, especialmente en vista de las crecientes tensiones entre Estados Unidos y sus rivales. Se argumenta que esta flexibilidad será necesaria para asegurar la victoria del país. Pero, ¿de qué normas hablamos en concreto?
Las leyes de la guerra
Las limitaciones clásicas, enunciadas por Bellamy en el referido libro son dos: «En mi opinión, la tradición de la guerra justa contiene dos reglas morales absolutas que nunca pueden ignorarse: la obligación de justificar en forma adecuada el uso de la fuerza y el principio de inmunidad de los no combatientes. La primera regla establece que los líderes políticos solo pueden iniciar una guerra si presentan motivos válidos para hacerlo». Respecto a la inmunidad de los no combatientes, Colm McKeogh ofreció siete razones por las que es preciso respetarlo, que Bellamy recuerda en su texto: «Primero, los no combatientes no han perpetrado mal alguno y, por lo tanto, no se debe librar la guerra contra ellos. Segundo, no están participando en la lucha. Tercero, no tienen capacidad de defenderse. Cuarto, matar a no combatientes es innecesario desde un punto de vista militar. Quinto, mantener la inmunidad de los no combatientes reduce el número de bajas producidas por la guerra. Sexto, preservar la vida de mujeres, niños y de quienes llevan a cabo funciones esenciales en tiempos de paz es fundamental para la supervivencia de la especie. Séptimo, matar a no combatientes va en contra del derecho de guerra».
Michael Walzer, autor del libro, Guerra justas e injustas, es otro de los nombres por los que es necesario pasar a la hora de tratar este tema. Hace la distinción entre ius ad bellum e ius in bello, o sea, la guerra declarada y el desarrollo de la misma, para concluir que una guerra puede ser justa, pero desarrollarse injustamente, y viceversa. El dilema básico es que la guerra exige cumplir con el fin de conseguir la victoria, lo que suele implicar el desentendimiento de cualquier límite, pero la convención bélica (en breve, la guerra justa) exige respetar ciertas normas. ¿Cuáles? Frente a las teorías utilitaristas, que subordinan los medios a los fines, Walzer pone por encima de todo los derechos humanos y el derecho a la inmunidad de los no combatientes: «Un legítimo acto de guerra es aquel que no viola los derechos de las personas contra las que actúa». E insiste en el valor absoluto de la vida humana: «La destrucción de inocentes, sean cuales sean sus propósitos, es una especie de blasfemia que transgrede nuestros más profundos compromisos morales».
Malas perspectivas
Frente a estos postulados, el artículo de The Economist identifica tres desafíos principales que dificultarán el cumplimiento de las leyes de guerra.
Primero, los planificadores anticipan una aceleración en el ritmo de los conflictos bélicos, lo que dificultará que los comandantes tengan el tiempo necesario para analizar cada decisión y prever sus consecuencias. En un ambiente tan caótico y cambiante, los ejércitos están debatiendo hasta qué punto delegar las decisiones de ataque en la cadena de mando, lo que podría aumentar el riesgo para los civiles: las decisiones ya no estarán sustentadas por un análisis cuidadoso de abogados, sino por la interpretación de las leyes de cada soldado.
En segundo lugar, el enorme impacto de cualquier conflicto bélico, donde la supervivencia nacional o el control de territorios están en juego, podría llevar a los comandantes a tolerar altos niveles de daños civiles y reconsiderar objetivos inicialmente descartados. Esto es especialmente posible en guerras entre grandes potencias.
Finalmente, la aplicación de las leyes de guerra en áreas emergentes, como la tecnología electromagnética, presenta nuevos retos. Por ejemplo, los adversarios podrían imitar las señales electrónicas de zonas protegidas, como hospitales, para evitar ataques. Sean Watts, del Lieber Institute for Law and Warfare en West Point, predice que, en el futuro, esta tendencia a camuflarse con zonas civiles será cada vez más fuerte.
Estos problemas se intensificarán cuando los conflictos se desarrollen en entornos urbanos, donde la infraestructura puede tener tanto usos civiles como militares, complicando la distinción entre ambos.
El artículo concluye que la muerte y la destrucción podrían volverse más comunes en futuros conflictos, y sugiere que el público occidental, que ha vivido en relativa paz, podría aceptar niveles más altos de violencia en tiempos de guerra. Estudios recientes muestran que el apoyo a la inmunidad civil es frágil y puede verse superado por los imperativos bélicos. Un estudio realizado por Scott Sagan de la Universidad de Stanford y Benjamin Valentino de Dartmouth College reveló que el 67% de los encuestados optaría por el uso de bombas que matarían a 100.000 civiles iraníes, si eso significara salvar la vida de 20.000 soldados estadounidenses.
Aunque los escenarios planteados son sombríos, The Economist finaliza su artículo con una nota de esperanza: Janina Dill, de la Universidad de Oxford, sostiene que las leyes de guerra están hoy más institucionalizadas y sometidas a un mayor escrutinio público que nunca antes en la historia. En las últimas décadas se ha luchado para evitar que las guerras se lleven a cabo en condiciones inhumanas. El objetivo ahora consiste en seguir avanzando en esa lucha, en lugar de retroceder.
Foto de cabecera: CC Wikimedia Commons.