Tiempo de lectura: 11 min.

David García Hernán. Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y presidente de la Asociación Española de Historia Militar, es autor del libro La guerra y la paz, una historia cultural, publicado por Cátedra.


Avance

¿Cómo se han solucionado los conflictos a lo largo de la historia? En el principio era la guerra y la «gloria del héroe guerrero, que debía tener sus recompensas en el orden político, social, o económico», en palabras del profesor García Hernán. Esta exaltación hizo surgir una especie de cultura y devoción de lo bélico que postulaba no solo que «la forma de solucionar un gran problema es a través de una matanza, sino que es la mejor forma, la más admirable y digna de estimación».

Frente a esta cultura bélica, en la civilización occidental, el mito de la paz también ha existido casi desde siempre, así como la senda larga y densa para que dejara de ser un mito y se sustanciara. Esa ruta tiene paradas en la pax romana, que comenzaba con la pax augusta, y cuya idea tendrá su continuación a lo largo de la civilización occidental con la pax hispánica y la pax britannica. «Paces impuestas que, según el politólogo alemán Hertfried Münkler, traían largos periodos de beneficios. Pero, claro ‒añade el autor‒ sobre la base de esa recurrente dinámica del dominador y el dominado».

Pensadores como san Agustín, Marsilio de Padua, Erasmo de Rotterdam hicieron sus aportaciones en el camino hacia la paz. Decisivos fueron los de la Escuela de Salamanca: Vitoria, Suárez, Domingo de Soto se preocuparon por las relaciones pacíficas entre los pueblos y comenzaron a trabajar el paso de la paz impuesta a la paz por el derecho; una paz normativa, reglamentada, con un intento de que fuera aceptada y consensuada por las naciones.

De la titubeante paz por derecho, en el siglo XX, la Gran Guerra y sus diez millones de muertos, esgrimen otra razón poderosa para la paz: el miedo. «En Versalles, se tuvo la oportunidad […] de aunar miedo y derecho para crear, por fin una organización internacional, la Sociedad de Naciones, que acometiera, por fin, la que se presumía recta final hacia la paz perpetua: no podía pasar lo mismo. Pero pasó». Tras la Segunda Guerra Mundial el miedo cobró mucha fuerza como factor decisivo a la búsqueda de la paz y su influencia persiste incluso en los conflictos actuales como la guerra de Ucrania: «Es lo que está frenando la utilización en este conflicto, de momento, de armas nucleares», comenta García Hernán.

Ante tanto fracaso, el autor abre una puerta a la esperanza: la paz por la cultura. Convencido de que «la guerra ya no es la mejor forma de resolver los conflictos; ni siquiera es la peor forma. Sencillamente, no es forma, de ninguna manera, de resolver las confrontaciones humanas», concluye: «En nuestras manos está que, abundando en esta superior cultura de la paz, estos planteamientos culturales se impongan sobre esa cruel dinámica de siglos».


Artículo

El mundo se ha vuelto loco; o, al menos, lo parece. Otra vez en guerra y es posible que a las puertas de un conflicto generalizado. La gran lucha de la Historia de la Humanidad, que, por muy importantes que sean otras (como la búsqueda de la igualdad, el sufragio universal, el bienestar social o, incluso, la libertad…) no alcanzan esa dignidad, ha sido, es, y, más que probablemente, será, la relativa a la eliminación de la recurrente amenaza a la misma existencia humana: la guerra. Pero ahí estamos otra vez, con la amenaza de la Guerra de Ucrania y sus posibles proyecciones sobre nuestras cabezas.

La cultura de la guerra

Prácticamente todas las culturas y civilizaciones del planeta, si bien han usado y abusado de la violencia y de la guerra con cruel sucesión a lo largo de los siglos (los hombres aprendieron antes a organizarse para pelear que a leer y escribir) han buscado, muy contradictoriamente —y quizás sea esa la gran paradoja humana— los espacios para la paz. Y, en algunos momentos se han conseguido, ciertamente.  Pero hablando con perspectiva, tanto cronológica como espacial, de una forma muy decepcionantemente precaria y/o efímera.

La cultura de la guerra ha impregnado, como denominador común insoslayable, los comportamientos de las sociedades, tanto en sus aspectos internos (rebeliones, golpes de estado, acerbas luchas por el poder…) como en —lo que hoy llamaríamos— las relaciones internacionales: guerras dinásticas, guerras de religión, guerras por el control económico, guerras de reputación…  La gloria del héroe guerrero, que debía tener sus recompensas en el orden político, social, o económico, ha sido una especie de devoción constante a lo largo de los siglos, formando su propia cultura, la de lo bélico, la de no solo creer que la forma de solucionar un gran problema es a través de una matanza, sino incluso pensar que es la mejor forma, la más admirable y digna de estimación.  Y, como decía Voltaire en su artículo «Guerra» de L’Encyclopédie, además, después de la matanza, se celebra un Te Deum glorificador.

Para la cultura de la guerra, la forma de solucionar un gran problema es a través de una matanza, pensando incluso que esta es admirable y digna de estimación

Sociedades enteras se han organizado alrededor de la guerra, siendo el más prestigioso de la clase guerrera o su descendiente (en la creencia de que con los fluidos corporales —sangre, semen y leche materna— se transmitían también las cualidades personales) el jefe político y social, y con una notable participación de los guerreros en los asuntos públicos. Desde la clas bushi del milenario Japón, y los guerreros jaguar aztecas, los otomih y los cuachicqueh, hasta los generales dictadores y los cabos elevados a emperadores de un Reich al que se prometía mil años de paz, pasando por toda una nobleza o clase privilegiada, en Europa y fuera de ella, que debía dicho privilegio precisamente a su ligazón con esa cultura de la guerra. Una cultura que, a través de un sinfín de representaciones, se alimentaba a sí misma: pinturas, inscripciones, arquitecturas, esculturas (exentas y en relieve), uniformes y moda en general, miniaturas, objetos exóticos, música…. Una cultura que pesaba mucho, y con una inercia que, hasta el momento, se ha mostrado imparable.

La paz impuesta

Pero también ha habido, hay, y esperemos que también habrá, espacios para la paz. Se han erradicado —o al menos reducido a mínimos— grandes lacras de la Humanidad, como el canibalismo o la trata negrera de esclavos. Pero la paz, esa ansiada paz definitiva e irreversible, está todavía por llegar. Pensábamos que estábamos ya bastante cerca, pero los acontecimientos de los últimos decenios, especialmente a partir del 11-S, y las terribles tormentas que hoy se ciernen en el sur del istmo que separa la península europea con la masa continental asiática, no nos hacen ser, precisamente demasiado optimistas. Y lo malo es que esa ambicionada paz, ni está, ni se la espera…

En la llamada civilización occidental, el mito de la paz ha existido casi desde siempre, y el camino para que se convirtiera ese mito en realidad ha sido extraordinariamente largo y denso, mucho más denso de lo que las paradójicas y recurrentes acciones bélicas del Viejo Continente parecen indicar. Desde los griegos, que triunfaron con su modelo occidental de la guerra basado en el entrenamiento y en organizar la batalla de la mejor forma posible para exterminar al enemigo, se ha buscado la paz como un ideal de vida; como se puede desprender de la clásica comedia de Aristófanes llamada precisamente, La paz, en la que al final de la obra exclama el personaje Trigeo que se podrá «abolir para siempre el uso del acero homicida». Roma hace propios estos planteamientos sobre la idea de una paz impuesta, es decir, una vez que se han conseguido los objetivos de una potencia de su calibre, no seguir adelante para beneficiarse globalmente de la estabilidad que proporciona la Paz[1], es la pax romana, que comenzaba con la pax augusta, y cuya idea tendrá su continuación a lo largo de la civilización occidental con la pax hispánica y la pax britannica. Paces impuestas que, según el politólogo alemán Hertfried Münkler, traían largos periodos de beneficios. Pero, claro, añadimos nosotros, sobre la base de esa recurrente dinámica del dominador y el dominado.

En la civilización occidental, el mito de la paz ha existido casi desde siempre, y el camino para que se convirtiera en realidad ha sido extraordinariamente largo y denso

Y en la tantas veces etiquetada como brutal Edad Media son muchos también los testimonios en las representaciones culturales que abogan por la paz, pese a la extensión generalizada de una cultura de la guerra que prácticamente lo inundaba todo. Desde luego, el cristianismo y su mensaje evangélico, por mucho que fuera tantísimas veces olvidado incluso por aquellos que lo defendían (muy contradictoriamente, incluso con las violencias más descarnadas) abogaban por la paz entre los hombres. Para San Agustín, partiendo de la idea de que Dios es el centro del universo y quien maneja los hilos de la Historia, el Estado es quien debía procurar la paz a sus ciudadanos, pues, según declaraba en su Ciudad de Dios: «Incluso aquellos mismos que buscan la guerra no pretenden otra cosa que vencer. Por tanto, lo que hacían es llegar a una paz cubierta de gloria… Es un hecho: todos desean vivir en paz con los suyos, aunque quieran imponer su voluntad». Es decir, en el fondo y en la práctica, la aceptación cristiana de la idea de la paz impuesta, de la continuación del célebre aserto de Vegecio «igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum».

Y, a lo largo del Medievo, habrá también algunas voces que clamen por la paz de maneras más o menos sistemáticas, como el Maestro Rufino, cuando escribe su De bono pacis, o el mallorquín Raimundo Lulio, quien en su obra Ars Magna consideraba la conversión al cristianismo como la mejor garantía para evitar la violencia y afirmar la paz. El propio Dante afirmaba que no hay felicidad sin una paz generalizada, universal; y, siguiendo con esa idea de una paz impuesta (pero, dando una cierta posibilidad a que fuera consensuad, en su De Monarquía abogaba por la existencia de un poder terrenal que todo el mundo respetara a partir de que fuera único y superior, una especie de imperio indiscutible.  Pero es Marsilio de Padua quien elabora una teoría pacifista más consumada en su El defensor de la paz (1324) con un carácter netamente civil organizado por el emperador (llega a culpar a muchos eclesiásticos de desencadenar constante guerras). La paz debe estar ordenada a un interés práctico que ponga, por encima de todo, el interés del bienestar humano.

En los grandes humanistas del Renacimiento el tema de la paz, como no podía ser menos dentro de un pensamiento crecientemente antropocéntrico, fue muy transitado. «Tan abominable es la guerra que son los peores criminales los que suelen hacerla mejor», decía el gran Erasmo de Rotterdam, en su Elogio de la locura y, entre sus Adagios (esa selección maravillosa de proverbios del mundo antiguo comentados a la luz de su tiempo y de su raciocino) tiene un lugar de privilegio el vergeriano Dulce bellum inexpertis (la guerra solo gusta a quien no la conoce). Y qué hablar del medio valenciano y medio brujense Luis Vives, catedrático en Oxford con una fama internacional de eminentísimo filólogo griego y considerado por muchos, por su interés en la introspección y la psicología individual, el primer pedagogo moderno. Firme partidario de la paz, escribió a los monarcas más poderosos de su tiempo para que acabaran con las locas guerras dinásticas, siendo todos príncipes cristianos, que tenían entre ellos, sobre todo a partir de la batalla de Pavía (1525). Pero no era una paz con una determinación generalista, no una paz como concepto global y abstracto: Era una paz por la que abogaba circunstancial, condicionada sobre su idea de justicia. Para Vives la guerra era un sinsentido y era esencialmente injusta, pero sí se hacía contra los turcos entonces era perfectamente entendible y justificada.

La paz por el derecho

Un poco más avanzado el siglo XVI, la llamada Escuela de Salamanca, con unos teólogos que hubieran debido pasar a la historia del pensamiento sobre las relaciones internacionales en un lugar mucho más reconocido —y admirado— que el que tuvieron durante mucho tiempo y del que no disponen todavía, se preocuparon por la justicia de la guerra y por las relaciones pacíficas entre los pueblos a partir del derecho natural del hombre. Estos iusnaturalistas españoles, Vitoria, Suárez, Domingo de Soto, con el primero a la cabeza, se preguntaban —y es mucho preguntarse para aquella época, en la que, desde siglos, era justificable desde el punto de vista del derecho que tenían por el sólo hecho de ser hombres, hacerles la guerra a los pueblos paganos—, se preguntaban, decimos, si era justo hacerles la guerra a los indígenas americanos en el contexto de la conquista del Nuevo Mundo por los españoles. Se constituían así las bases del derecho de gentes, desarrollado más tarde por el holandés Hugo Grocio y que supone el origen el actual derecho internacional, y, en referencia a la guerra, establecían normas de derecho en cuanto a reglamentarla, a pesar de que el resultado práctico fue discutible en el caso americano a partir de la interesada fórmula del requerimiento (si no accedían los nativos a que se les explicara el Evangelio, entonces la guerra era justa).

Los teólogos de la Escuela de Salamanca —Vitoria, Suárez, Domingo de Soto— se preocuparon por la justicia de la guerra y por las relaciones pacíficas entre los pueblos

Pero, a pesar de todo, había un salto cualitativo muy importante con respecto a lo anterior en el tortuoso camino hacia la paz. Se comenzaba a pasar de la paz impuesta a la paz por el derecho; una paz normativa, reglamentada, con un intento de que fuera aceptada y consensuada por las naciones.

Pero todavía quedaría mucho por andar. El desgarrador siglo XVII, un siglo de penurias y enfrentamientos entre muchos poderes divididos (por muchas cosas: la religión, los intereses económicos, los planteamientos dinásticos y nacionales…[2]).  Parecía que era un límite que ya no podría ser traspasado.  Aunque, en la centuria siguiente, con un abundamiento generalizado, y renovado, en el pensamiento humanista a partir de los filósofos y las tesis de la ilustración, se volvería a incidir en la senda de a la paz por el derecho. Esta vez sí, con una concepción de la guerra como fenómeno general y abstracto, más allá de aquellas irónicas diatribas de Voltaire contra las absurdas luchas entre los reyes, con la idea de codificar la idea de limitar la destrucción de Emmerich de Vattel en su obra La ley de las Naciones, o la de Jeremy Bentham y su Plan de Paz perpetua y universal. Además, otros autores, como el Abad de Saint Pierre, que abogaba en por la existencia de árbitros internacionales en los conflictos, o el propio Kant, que en su ensayo Sobre la paz perpetua expone lo que deberían ser las mínimas bases jurídicas e institucionales para la consecución de la paz definitiva, sobre la base del derecho y la justicia, avanzaron notablemente en este camino.

La paz por el miedo

El «revolucionario» siglo XIX, con la extensión de planteamientos tan ajenos a este camino, ya marcado de la paz, como el nacionalismo y el nuevo colonialismo (más terrible que el anterior por la ya existencia de esos caminos marcados), parecía que iba a suponer otro freno insuperable para el desarrollo de la paz. Pero, con el tiempo, y la aplicación de los métodos industriales para matar en guerras que desbordaban ya toda previsión humana, se asistiría a una nueva etapa, muy diferente, en el camino hacia la paz.  Todavía seguía vigente el escenario de una paz regulada por el derecho, pero ahora, con una destrucción que afectaba ya, en una u otra medida, prácticamente a toda la población (especialmente en la Gran Guerra, con diez millones de muertos, lo nunca visto), el miedo se postulaba como ingrediente cada vez más importante en la confección de un proyecto de paz generalizada. En Versalles, se tuvo la oportunidad —fallida por la persistencia de aquellos intereses que mencionábamos— de aunar miedo y derecho para crear, por fin una organización internacional, la Sociedad de Naciones, que acometiera, por fin, la que se presumía recta final hacia la paz perpetua: No podía pasar los mismo.

Pero pasó. Y con unas dimensiones de muerte y destrucción seis veces mayores que en la Gran Guerra. La Segunda Guerra Mundial había demostrado —otra vez— la incapacidad de los gobiernos para apartarse del fantasma de la guerra. Pero su final volvió a traer una nueva perspectiva que podría facilitar el camino, y parecía que sería definitiva. La perspectiva del derecho seguía vigente (La carta de San Francisco de 1945 y la ONU), pero ahora el miedo, con la amenaza nuclear a partir de la terrible, espantosa, experiencia japonesa como víctima de dos bombas atómicas, comenzaría a cobrar mucha más fuerza. Se generalizaba la idea de que ya no podía haber más conflictos:  Sencillamente, porque, con el poder nuclear destructivo alcanzado, sería lo últimos porque ya no habría si quiera humanidad que pudiera llorar a sus muertos.

Tras los conflictos del siglo XX la perspectiva del derecho seguía vigente, pero el miedo comenzaría a cobrar mucha fuerza como factor decisivo a la búsqueda de la paz

Comenzaba un nuevo periodo de camino hacia la paz por el miedo. Porque por el derecho, con muchas críticas y contradicciones, parecía —parece— que no habría un desarrollo mayor: la incapacidad de la ONU por evitar o frenar la guerra de Ucrania, es un claro ejemplo. Y el miedo, sin embargo, persiste (es lo que está frenando la utilización en este conflicto, de momento, de armas nucleares).

La paz por la cultura

Pero, ante tanto fracaso, hay una vía de esperanza. La de la cultura. Ante la milenaria cultura de la guerra, al menos en Occidente, se ha instalado ya desde hace algo más de un siglo (con el hito singular en este aspecto de la gran guerra) la cultura de la paz, la cultura de que, como decían Erckmann-Chatrian en una de sus novelas, haya más maestros de escuela que soldados. Es la cultura, con infinitas representaciones de nuestro tiempo que influye poderosamente en el imaginario colectivo: generalización de infinitas representaciones culturales que bien conoce el lector en este sentido bajo muy diversas formas: pinturas, cine, canciones, exposiciones, manifestaciones, organizaciones pacifistas, y un largo etcétera. La guerra ya no es la mejor forma de resolver los conflictos; ni siquiera es la peor forma. Sencillamente, no es forma, de ninguna manera, de resolver las confrontaciones humanas. Con un convencimiento de esta idea extraordinariamente generalizado, al menos en la sociedad occidental.

La guerra ya no es la mejor forma de resolver los conflictos; ni siquiera es la peor forma. Sencillamente, no es la forma de resolver los conflictos

En nuestras manos está que, abundando en esta superior cultura de la paz, estos planteamientos culturales se impongan sobre esa cruel dinámica de siglos. Si primero fue, a la paz por la guerra, después a la paz por el derecho, a continuación, a la paz por el miedo, tenemos la oportunidad, incidiendo en el pacifismo como una cuestión vital e insoslayable, que el último estadio, a la paz por la cultura, sea el definitivo.

NOTAS

[1] De hecho, en algunas monedas se podían ver inscripciones como PAX ET LIBERTAS; PAX ORBIS TERRARUM y PAX AETERNA.

[2] De hecho, hay politólogos de nuestro tiempo que piensan que el mundo actual se parece mucho más al siglo XVII que a lo que debería ser el siglo XXI.

Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y presidente de la Asociación Española de Historia Militar, es autor del libro «La guerra y la paz, una historia cultural», publicado por Cátedra.