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Creo que fue Woody Allen quien escribió, en ese libro provocador y fascinante que es Cómo acabar con la cultura de una vez por todas, algo así como:

 

De todos los hombres célebres que han existido, sin duda me hubiera gustado ser Sócrates. No solo porque fue un gran pensador, pues también a mí se me reconocen algunas intuiciones razonablemente profundas, si bien las mías indefectiblemente giran alrededor de cierta azafata de las líneas aéreas suecas.

Bien, mis intuiciones razonablemente profundas (en el caso de que existan) y las de muchos, muchos arquitectos españoles, giran invariablemente alrededor de la arquitectura gracias, fundamentalmente a Javier Carvajal, que es, por encima, o además, de uno de los mejores arquitectos españoles, un auténtico maestro.

Hacer la laudatio de Javier Carvajal exige, inexorablemente, referirse a esa doble faceta, a ese magnífico saber conjugar la docencia y el ejercicio profesional, la reflexión sobre la arquitectura y su enseñanza con el fatigoso, arduo y enriquecedor intento de hacerla realidad.

Pero esto exigiría demasiado tiempo por mi parte y demasiada paciencia por la vuestra. De modo que, esta noche, quisiera centrarme solo en su faceta de profesor.

Sus obras materiales ahí están:

Ahí está ese Panteón de los Españoles en Roma, que,con la iglesia de Vitoria, es obra definitiva en el cambio de sensibilidad del arte sacro.

O los edificios de viviendas colectivas de Cristo Rey, de Montesquinza, de Caracas, de León, ejemplos de construccióndelicada, sensible, del tejido urbano.

O esas viviendas unifamiliares de referencia obligada:las casas Hartman, Sobrino, Biddle Duke, Baselga, Lladó,Cardenal, Rodríguez-Villa y, sobre todo, ese potente, expresionista,exquisito conjunto realizado para los García Valdecasas y para él mismo en Somosaguas.

O los edificios docentes, como la Escuela de Estudios Mercantiles de Barcelona, la Biblioteca de Derecho de Madrid, la sede de la Universidad de Comillas, la Escuela de Telecomunicaciones de la Politécnica o la Biblioteca de Navarra,que (lamentablemente para mí) hace la competenciaa mi Facultad de enfrente.

O los de oficinas, como el Banco Industrial de León, la Adriática, la Moraleja…

O los edificios en altura, desde la Torre de Valencia al espléndido proyecto para Telefónica…

O los edificios singulares, como aquel inolvidable Pabellón de España en la Feria Mundial de Nueva York, felizmente en vías de recuperación para Madrid, o el Zoo de la Casa de Campo…

Hoteles, mezquitas, estadios, embajadas… Todas esas obras, cuya sola enumeración marea, ahí están. Son demostración de un trabajo obsesivo, una indesmayable dedicación, un buen hacer ejemplar.

Pero la rica y fértil vida de Javier Carvajal tiene otra dimensión inmaterial, y por ello difícilmente cuantificable, aunque extraordinariamente eficaz. Y a esa otra dimensión quisiera referirme esta noche.

Javier es, estaréis de acuerdo, un maestro.

Y un maestro que predica con el ejemplo.

Un maestro que sabe que ese fructífero entrelazarse de enseñanza y ejercicio profesional es condición imprescindible para quien intente ayudar a otros a recorrer caminos ya personalmente descubiertos, transitados y sufridos.

Hablo ahora como universitario, como alguien que aprendió de Javier a amar una institución que sigue siendo, a pesar de su pregonada obsolescencia, el lugar privilegiado para la creación del pensamiento, el debate intelectual y su transmisión.

Pues bien. Si la arquitectura española debe mucho al Carvajal arquitecto, la Universidad debe más al Carvajal profesor.

Este premio reconoce ambas deudas.

La Universidad reconoce en Javier una entrega generosa, una dedicación casi heroica, demasiadas veces retribuida no con laureles sino con despego.

Pero, ¡qué le vamos a hacer! Este viejo, admirable, maravilloso e ingrato país nuestro suele pagar, muchas veces, así a sus mejores hombres.

Como muchos de vosotros, me siento afortunado heredero de una etapa especialmente singular y brillante de la Escuela de Madrid.

He tenido maestros. He admirado en ellos, ante todo, su capacidad de generar entusiasmo.

De nuestros dos grandes profesores de proyectos, Oiza y Carvajal, jamás olvidaremos su talante apasionado, su entrega sin horarios, su convertir todo en crítica reflexión arquitectónica. Al cabo de nueve meses de clases, una sola cosa teníamos clara: que ya nunca podríamos abandonar la arquitectura.

En aquellas aulas de la Escuela, Carvajal nos hablaba a los alumnos. A veces alguien, temblando por su temeridad, se arriesgaba a comenzar una imposible discusión con él. Aprendíamos, rápidamente, que el diálogo entre el que sabe y el que no sabe se llama enseñanza.

De Javier Carvajal es imposible olvidar su actitud, aunque no pueda precisar sus palabras. Sé que tras las críticas públicas de los ejercicios presentados, realizadas con su apasionada vehemencia, corríamos al tablero. Nos enseñaba a proyectar. Recuerdo: «Se os ha dicho que proyectéis hacia el sur, que abráis la casa a la luz, a la higiene, al soleamiento… Un día, florece un cerezo al norte. Alguien abre una ventana para contemplarlo. Fin de la tipología. Comienza la proyectación».

En Barcelona y Las Palmas, pero muy especialmente en Madrid y Navarra, Javier ha sabido apelar a la emoción de sus alumnos, enfrentándolos ilusionadamente al drama del papel en blanco.

Muchas generaciones de arquitectos le deben lo que son. Muchos profesionales se han contagiado de su entusiasmo, han aprendido de su lucha ante las dificultades de la profesión, de su inconformismo ante lo fácil, de su búsqueda constante de la belleza y la excelencia.

Muchos le deben mucho.

Yo soy uno de ellos.

Tenéis que disculparme.

Comprendo que las referencias autobiográficas o las alusiones a circunstancias personales son irrelevantes, y que ese de nobis ipsis silemus, «no hablemos de nosotros mismos», que exige Kant en su Crítica de la razón pura es especialmente indicado cuando se habla en público.

Pero ¿qué queréis? No puedo ser objetivo hablando de Javier Carvajal. Pertenezco al grupo de quienes le deben demasiado.

El año siguiente a terminar la carrera, Javier Carvajal me invitó a integrarme en su cátedra como profesor de proyectos. Jamás olvidaré mi primera clase. Podéis imaginar los temblores y balbuceos de aquella pobre criatura, de aquel inexperto PNN, que debía hablar en presencia del catedrático. Su generosa comprensión me ganó para siempre.

Bajo su dirección hice la tesis doctoral (y muchos de vosotros sabéis lo pesado que es dirigir una tesis y la paciencia franciscana que exige). Presionado por su insistente machaconería preparé las oposiciones a profesor titular.

Y cuando, años después, su jubilación dejó vacante su cátedra de Madrid —que siempre será la suya— consideré una obligación personal y un homenaje debido al gran maestro presentarme a la oposición.

Creedme. Enseñar ahora en sus aulas me produce una extraña mezcla de orgullo y vergüenza. Es de los pocos momentos en que me asalta la tentación de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Nos has dejado tan alto el listón…

Bien. Comprendo que hemos entrado en campos minados, donde en cualquier momento puede desintegrarse el discurso lógico ante el estallido sentimental. Pero no importa. Dejemos la objetividad para los objetos.

«Dicho esto», como diría Javier Carvajal, «digamos cuanto antes» que seguiría diciendo cosas de Javier si no supiera que lo que él más desea (y quizá con él más de uno de vosotros) es que me calle de una vez.

Sin embargo, no lo haré sin recordarte, querido Javier, dos últimas cosas.

La primera es que los maestros, como los viejos rockeros, nunca se retiran. Pueden ser jubilados administrativamente, pero jamás dejan de ser una referencia, un modelo y un ejemplo.

Lo sabes, pero quiero repetirlo, por si acaso ahora necesitaras un aliento para seguir implicado en este difícil y fascinante, cruel y maravilloso mundo de la arquitectura, que sigue necesitándote.

La segunda… quisiera decirla en voz baja, pero debo hacerlo bien alto.

Yo Javier, como sabes, te quiero. Lo cual no tiene mérito por mi parte, sino por la tuya. Cuando alguien es querido, y por tanta gente, es porque sin duda ha hecho méritos para ello.

Querido Javier, solo Dios sabe cuánto te debemos tantos. La ventaja es que Él lo sabe bien, incluso mejor que tú, y ciertamente mejor que nosotros.

Has dado tu vida por la arquitectura y por la enseñanza de la arquitectura, y has pagado, por ello, un alto precio.

No importa.

Felizmente, Él que ve en lo oculto, Él que sabe corresponder con el ciento por uno, no se deja ganar en generosidad.

Mientras tanto, sirva este premio, y nuestra gratitud, de sucedáneo.

«Si he llegado a ver más lejos», dijo Newton, «es por haberme encaramado a hombros de gigantes». Querido Javier, gracias por prestarnos tus hombros. Tú eres uno de esos gigantes. _