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Ver productosLa polarización en Estados Unidos entre republicanos y demócratas es fruto de la falta de valores democráticos comunes
24 de julio de 2024 - 12min.
Michael J. Sandel. Nacido en Minneapolis, en 1953, es uno de los filósofos políticos más famosos de la actualidad. Profesor en Harvard y conferenciante de gran éxito, fue Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2018.
La entrada a la arena electoral de Donald Trump cambió muchas cosas en la política estadounidense. Tantas que Michael Sandel, observador privilegiado de la realidad política estadounidense, quiso reflejarlas de alguna manera en su libro El descontento democrático: en busca de una filosofía pública, que había sido publicado en España por Debate, en 1996. La obra se reeditó el año pasado con un nuevo prefacio donde Sandel explica que la actual polarización política estadounidense, no se dio con la llegada al poder del magnate republicano, sino con su salida: no sería la causa sino la consecuencia. La problemática que supone es lo que evidencia: la falta de una columna vertebral de valores cívicos comunes en la sociedad estadounidense.
La obra está vertebrada sobre dos patas. La primera es una crítica a la filosofía liberal imperante y el papel que esta ha jugado en lo social, en lo político, en lo cultural, lo económico… La otra es la defensa del estatismo, esto es, el derecho —y deber— de la expansión del poder y el control del Estado en todos los ámbitos de la existencia del ciudadano, a fin de proveerle de una vida mejor.
En su exposición laten dos pulsiones: democracia liberal vs democracia republicana. La teoría liberal propone la exaltación y defensa de los derechos individuales frente a los derechos colectivos, bajo la premisa (descubierta por los empiristas escoceses del siglo XVIII) de que la búsqueda del bienestar individual conlleva, de hecho, el bienestar colectivo. Sandel no comparte esta visión, pues sostiene que «el triunfo de la concepción voluntarista de la libertad ha coincidido en el tiempo con el aumento de la sensación de desempoderamiento», realizando por ello un análisis de la democracia liberal y las desagradables consecuencias a las que nos ha llevado. La mayor parte de estas críticas las enfoca en el modelo económico, puesto que el indudable enriquecimiento material que el mundo ha evidenciado desde la puesta en práctica del liberalismo económico, el capitalismo, esconde una realidad oscura: la pérdida de los valores cívicos frente a la abundancia material. El Estado, para Sandel, tiene una función mayor que promover el crecimiento económico, puesto que también debería estar entre sus competencias el deber de maximizar el bienestar general.
A la desigualdad económica hay que sumarle varios efectos colaterales, como son la radicalización de los excluidos por el sistema, la pérdida de confianza en los valores democráticos —de ahí el título del libro, pues Sandel sostiene que el común de los ciudadanos no cree poseer un poder real sobre las cuestiones que les afectan bajo el sistema de la democracia liberal—, la desvirtuación de los valores comunitarios que, en su opinión, han de vertebrar las sociedades, y la excesiva libertad de que disponen empresas y multimillonarios para determinar nuestra calidad de vida sin poderes efectivos que frenen sus prácticas. Básicamente, lo que Sandel trata de explicarnos es que lo que denominamos libertad, hoy, no lo es, y ha de ser sustituida.
A esta imperfecta democracia liberal, Sandel contrapone su «democracia republicana o cívica», que se basa en la premisa de que, para que exista verdadera libertad, ha de existir un ente capaz de articular y controlar las ansias individuales. Esa función ha de desempeñarla el Estado, a través del aumento de sus competencias: el control de la economía y de las relaciones comerciales; y muy especialmente, la educación de la ciudadanía. Un «padre social» que inculque en la ciudadanía las ideas correctas para vivir de manera plena, evitando desmanes personales.
La idea de Sandel no es nueva, pues nace del ideal marxista de la supeditación del individuo al colectivo, representado, teóricamente, por el Estado. De hecho, ese es el fondo de otra de las ideas rectoras del libro, la del autogobierno, pieza clave de la democracia republicana: el Estado no es un conjunto abstracto de individualidades personales, sino que es la encarnación de una colectividad que vela por la participación y el desarrollo de la conciencia crítica de la ciudadanía. No se trata de una oligarquía política que domina la vida de los contribuyentes —como sostienen los liberales—, sino el representante de una «conciencia de destino compartido». De este modo, sostiene el filósofo estadounidense, un mayor poder para el Estado se traduce en un mayor poder para el ciudadano: el ansiado autogobierno.
La propuesta de Sandel conlleva importantes riesgos, y él es consciente de ello. Así, afirma: «La política republicana es arriesgada porque es una política sin garantías individuales», lo que significa la creación de un Estado totalitario. La intrusión del Estado en todas las funciones de la estructura social y la privacidad individual, para defender la libertad ciudadana, puede llevar a la desaparición de la libertad misma. Pero es un riesgo que está dispuesto a correr en aras de lograr «una sociedad justa, que no es sino aquella que proporciona un marco de derechos dentro del que los individuos son libres de elegir y hacer efectivas sus propias concepciones de la vida buena».
La editorial Debate nos trae una nueva edición de El Descontento Democrático, obra de 1996 escrita por el filósofo político Michael J. Sandel. ¿Y por qué reeditar un libro de hace casi 30 años? La razón no es otra que la convulsa situación política que vive Estados Unidos, con una polarización ideológica como pocas veces se ha visto en el país.
Sandel, profesor en Harvard y conferenciante de gran éxito, es conocido como uno de los intelectuales más famosos de la izquierda norteamericana y ofrece en este libro un ataque a toda la estructura sociopolítica del liberalismo político, al tiempo que propone un nuevo sistema basado en la idea de la «libertad republicana».
Para el común de los mortales, el concepto de libertad es el que ha definido en los últimos siglos el liberalismo, llamémoslo así, tradicional. Esto es, el derecho de cada individuo a vivir su vida del modo que mejor le parezca, sin atacar ni imponer sus principios y valores a los demás y bajo el paraguas de un Estado neutral, que sólo interceda en las relaciones personales en caso de agresión violenta, robo, etc. Bajo la libertad liberal, el ciudadano es el último responsable de su vida, sus éxitos y sus fracasos. Sandel considera esta definición como errónea y defiende que el concepto de libertad ha de ser revisado y/o redefinido. La libertad no puede ser entendida como tal si el individuo no juega un papel central y decisivo en el rumbo que tiene su vida. Ha de participar en todas las decisiones que puedan afectar a su desarrollo vital y de ahí el título de este libro: el autor norteamericano considera que la población, no ya en EEUU, sino en todo Occidente, está perdiendo la fe en la democracia, puesto que no cree que, bajo la misma, juegue un verdadero papel rector en el curso que toman sus vidas.
«El triunfo de la concepción voluntarista de la libertad ha coincidido en el tiempo con un aumento de la sensación de desempoderamiento [...]. Al mismo tiempo que pensamos y actuamos como si fuésemos sujetos independientes que eligen libremente, nos enfrentamos a un mundo regido por unas estructuras impersonales de poder que escapan a nuestra comprensión y control».
Ahora bien, ¿cómo es posible ejercer ese papel decisivo? Según el libro, a través de lo que Sandel denomina «autogobierno», cuya base está en la concepción marxista de la democracia. Al igual que muchos de los diferentes regímenes comunistas que han existido, que han usado la vitola «democrática» para referirse a sus países, el filósofo norteamericano nos habla de democracia bajo la premisa de que el Estado, ese ente abstracto que gobierna nuestras vidas, es la suma de voluntades individuales regidas de manera colectiva con un fin universal. Pero para que esto ocurra ha de sustituirse la libertad liberal por una libertad republicana, guiada por nuestros gobernantes. Según el modelo preconizado por Sandel, puesto que la voluntad individual está aglutinada dentro de la visión colectiva que representa el Estado, el ciudadano participa de facto en el gobierno y se alinea con sus disposiciones, dando como resultado el citado autogobierno. Una democracia más pura que la actual, pues en ella el Estado sí es el representante de la voluntad popular.
«No hay verdadero autogobierno si las instituciones políticas no someten al poder económico al control democrático».
Sobre estos mimbres construye el autor una verdadera apología del estatismo, esto es, el aumento del poder y control del gobierno sobre la vida de los ciudadanos. Bajo su modelo, puesto que el Estado es plenamente democrático ya que representa a los diferentes individuos que lo conforman, es legítimo que su poder se expanda a través de toda la estructura social, a fin de defender los intereses de esos mismos ciudadanos.
Uno de los ejemplos expuesto por el autor en estas páginas es el de la educación ciudadana. Si el Estado es el representante legítimo de la voluntad individual a nivel colectivo, es su deber asegurarse que esas personas están capacitadas para participar en la toma de decisiones. Los ciudadanos no pueden desvincularse de la política, porque estarían eludiendo su papel en el autogobierno del país. Es, por tanto, necesario que el Estado se encargue de educar a sus ciudadanos, consiguiendo hacer de ellos individuos dotados de pensamiento crítico, capaces de discernir el bien del mal y participando activamente en la asimilación y difusión de esos principios colectivos democráticos e igualitarios que son la razón de ser de su propia libertad como seres humanos.
«La concepción republicana de la libertad, a diferencia de la liberal, exige una política formativa, es decir, una política que cultive en los ciudadanos aquellas cualidades del carácter personal requeridas por el autogobierno».
Dentro del edificio que representa el liberalismo, dos son los cimientos que, en opinión de Sandel, sostienen el sistema: la propiedad privada y el liberalismo económico, más conocido como capitalismo. Y puesto que el fin que busca Sandel es la demolición de ese edificio, estos dos aspectos son la piedra central del libro, cuyo corolario cita el propio autor: «Imaginar una alternativa al modo liberal y tecnocrático de argumentación económica».
Sandel ofrece en este libro las primeras pinceladas de los temas que le han hecho más famosos en los últimos años, como es su crítica contra la meritocracia, enemiga del fin último que el ideal republicano del autor busca: el igualitarismo material, social y de derecho. La homogeneización total de la sociedad bajo la batuta uniformemente democrática del autogobierno.
No se trata de un objetivo nuevo, pero Sandel tampoco lo saca de las fuentes habituales. Su análisis no parte de las tesis que Karl Marx plasmó en El Capital, sino de la mismísima Constitución de los Estado Unidos de América. Sandel deconstruye la «verdad», socialmente aceptada, para darle un nuevo rumbo. Rastrea los orígenes y la historia de EE. UU. para demostrar que sus tesis están, en realidad, en sintonía con los principios fundacionales de su país, que se han ido degradando paulatinamente bajo sucesivas capas de ignorancia y demagogia capitalista, especialmente durante los años 80 y 90 de primacía neoconservadora: «Reagan logró reunir en una sola voz dos corrientes enfrentadas de conservadurismo. La ultraliberal laissez faire de Barry Goldwater y Milton Friedman, que defiende que las personas deben ser libres para hacer lo que les plazca siempre y cuando no perjudiquen a otros. Ese conservadurismo que exalta el libre mercado y propugna que el Estado salga de la vida de las personas. Y la [corriente comunitaria] que rechaza que entre los cometidos del gobierno esté formar el carácter de sus ciudadanos. Lejos de proponerse el cultivo de la virtud, este conservadurismo alienta una concepción voluntarista de la libertad. Como Reagan declaró en una ocasión, con su voz más ultraliberal: ‘Nosotros creemos que la libertad debe medirse en función de cuánta sea aquella de que disponen los estadounidenses para tomar sus propias decisiones, e incluso, cometer sus propios errores’».
Sandel se opone a este paradigma de América como la cuna del minarquismo, recordando, entre otros, los gobiernos de Franklin D. Roosevelt y el establecimiento de las nuevas políticas económicas que recogía su New Deal para hacer frente a la Gran Depresión que se desencadenó como consecuencia del crack del 29. Unas políticas intervencionistas en la economía por parte del gobierno que tomaban como modelo las tesis del británico John Maynard Keynes, según las cuales, el Estado debe jugar un papel mayor en la intervención de la economía, estableciendo límites y actuando como motor de la misma a través del gasto público para, después, reducir la deuda creada mediante recaudación de impuestos. No obstante, ni siquiera la experiencia del New Deal es suficiente para Sandel, que considera que Roosevelt fue demasiado cauteloso y tibio a la hora de aplicar dichas medidas.
A estas alturas, más de un lector estará pensando: «Todo esto ya se probó en el pasado…y no trajo nada bueno». Y así fue. La Alemania de Hitler tomó como referencia las tesis de Keynes para acabar con la brutal depresión económica que el país había sufrido durante la República de Weimar. Y la intervención del Estado fue creciendo y anexionado todos y cada uno de los espacios de la vida privada de los ciudadanos, hasta convertir Alemania en la dictadura nazi que espantó al mundo. Algo similar ocurrió bajo el comunismo, hasta el punto de que el propio Keynes se declaró en contra de los ideales marxistas de eliminación de la propiedad privada de los medios de producción («Si la revolución llega al Reino Unido, me encontrará del lado de la burguesía bien educada»), advirtiendo de que el principal riesgo de su modelo económico era que la expansión del poder del Estado podría terminar dando como resultado la creación de regímenes totalitarios. Como Keynes, Sandel plantea sus temores respecto a su propio sistema: «La preocupación liberal encierra, de todos modos, una advertencia que no se puede ignorar: la política republicana es arriesgada porque es una política sin garantías individuales […]. Atribuir a la comunidad política un interés en cómo sea el carácter de sus ciudadanos equivale a admitir la posibilidad de que malas comunidades formen carácteres malos. El poder disperso y la multiplicidad de escenarios de formación cívica pueden prevenir esos peligros, pero no eliminarlos. Esa es la parte de verdad que contiene la queja de los liberales contra el republicanismo político».
No obstante, Sandel apuesta por su modelo, pues ve en nuestra época importantes diferencias respecto a los tiempos pretéritos. El principal, la existencia de un mundo interconectado y globalizado como nunca antes ha ocurrido en la historia. Si, pese a los fracasos totalitarios del siglo pasado, sus tesis demostraron que fortalecer gobiernos podría resucitar economías dañadas y cultivar sentidos propios de identidad nacional comunitarios, tal vez la clave sea ampliar el espectro de aplicación del principio. No mirar a aplicaciones nacionales, sino mundiales. Crear y reforzar un auténtico sistema de gobierno mundial que cultive el correspondiente sentido de una ciudadanía global y cosmopolita. Pero, ¿y si eso desemboca en la dictadura global? Sandel opina que, sencillamente, no podremos saberlo hasta que ocurra.
«No hay garantía alguna de que las rebeliones resultantes sean beneficiosas o saludables. Habrá quienes, hambrientos de relato, se sentirán arrastrados hacia el alimento vacío y vicario, al sensacionalismo de los programas de entrevistas con “grandes” confesiones, o de los escándalos de los famosos, o de los juicios espectáculo. Otros se refugiarán en el fundamentalismo. Pero la esperanza para los tiempos que corren reside más bien en aquellas y aquellos que sean capaces de reunir la convicción y la contención necesarias para interpretar nuestra situación y reparar la vía cívica de la que depende la democracia».
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