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En ninguna otra parte como en política se puede ir contra el principio de realidad, literalmente: no se puede, pero este es el caso del clima político español y desde años bien anteriores a la crisis económica. El objetivo de este análisis de situación cuando se pregunta por el Después de 2015 no es la labor de gobierno alguno, sino el rastrear y llamar vuestra atención sobre un estado de cosas, el nuestro, que presenta un nivel de riesgo político elevado. Riesgo, porque no se deben deteriorar aún más los fundamentos de nuestro sistema político; riesgo, porque se puede debilitar el Estado hasta el punto de dejarlo en la práctica inservible.

LA HISTORIA, QUE NO SE REPITE PERO RIMA

Por ello no debemos olvidarnos de la historia, de esa historia irrepetible siempre pero que muchas veces rima, añadía Twain. Porque el riesgo político es el principal factor de peso en el futuro del país. Cada época tiene por fuerza su afán, pero el ahora descalificado como «régimen del 78» guarda más de un estricto paralelo con el diseño canovista, en el sentido preciso de que son periodos abiertos a distintos desarrollos legislativos, a cargo de gobiernos escrupulosamente constitucionales, y que han procurado constatables beneficios a la población.

Luego de pasar lo que le pasó, el liberal Marañón saludaba a «la paz civilizada, laboriosa y creativa» vivida en aquella otra Restauración. No por casualidad, ambas pivotan sobre un marco constitucional que repudia poner en entredicho la continuidad histórica de España y persigue un nuevo comienzo, ese «Borrar, con eterno olvido, pasadas discordias», en la frase de Cicerón.

Hoy como ayer, en el tránsito a esa Constitución está reflejado el espíritu mejor de la nación y, aunque no cabe duda de que el tejido institucional alumbrado por el pacto del 78 se ha deshilachado, y casi perdida la textura en distintas zonas, constituye la trama que hay que volver a hilar para disolver una gradual instalación en el país de una mentalidad destructiva, fruto de la desesperanza y el hartazgo, donde no se miden la consecuencia de los actos ni, aún menos, de las palabras de cada uno.

«La descomposición comienza con la decadencia de los principios fundamentales», lo dice Montesquieu, y una acción política responsable no puede declararse distante de la lealtad a esos principios constituyentes. Ningún texto legal es inmutable, perdería incluso su sentido, pero el otro camino, el de un cambio del sistema político, una crisis sistémica, significa la «intentona rupturista» de siempre, e implicará una crisis de la democracia, de la realmente existente. En el proceso destructivo de toda crisis, hay que tener claro siempre lo que, en cualquier caso, hay que proteger (o lo que no debemos perder), aquello que ha hecho posible el gran salto adelante español, cifrable en la renta per cápita de los 4.226 dólares de 1978 a los 27.656 en 2014. Lo cual lleva a otra petición de principio, todo relato reformista ha de partir de realidades decisivas como esta historia de un éxito colectivo.

Esto fue posible por una promoción de españoles, no todos en la misma generación pero sincronizada con su tiempo histórico, coincidentes en la disposición cívica de anteponer la concordia que induce a la armonía civil a cualquier otro negociado político. Como de concordia política se trataba, se efectuaron las transacciones oportunas e inteligentes para que el conjunto de la nación avanzase, honrando el sentido profundo del compromiso político.

«NOSOTROS, LOS DESHEREDADOS», EL CLIMA ANTISISTEMA

Pero, vayamos un poco al tiempo en el que ha germinado la actual polarización, y ese ambiente latente de ajuste de cuentas, ajeno al espíritu y al hecho político de la Transición. Se halla en torno a las acampadas del 15 de mayo del 2011; en la madrileña Puerta del Sol ya está identificada la masa a la que va dirigida el discurso: «Nosotros los desempleados, los mal remunerados, los subcontratados, los precarios, los jóvenes sin empleo que queremos un empleo digno…».

Sus dirigentes encuentran el lenguaje preciso que mucha gente quería oír. Es también el momento político adecuado para desarrollar una estrategia política. Han llegado las «condiciones objetivas» para iniciar el juego pirotécnico. Por demás, esos climas políticos son, esencialmente, artificiales o responden a tendencias modales.

Son unos profesores de facultad que parecen descubrir que: «En todo el universo solo hay vida inteligente en las Ciencias Políticas de la Universidad Complutense y en algunas zonas de Rascafría». Parafraseo a Woody Allen, pero han sido enormemente capaces de articular un movimiento político de éxito.

Echando la vista más atrás, el primer conato serio de una izquierda así, significada por su no militancia en los partidos institucionales, fue a raíz de la guerra de Iraq. Como en otros países europeos, se empieza a notar la cierta efervescencia de la resistencia civil, pero aquí tiende más a la política que a la no violencia. Ese movimiento marginal, que empieza a salir a la superficie, seguirá en el margen hasta el 11-M del 2004.

No voy a entrar en el atentado ni en otros aspectos relacionados con un difícil asunto. Pero sí quiero apuntar que la resistencia civil raras veces es fuerza que se baste por sí sola, requiere de la conexión con otras formas de poder. Es decir: de los que consienten una auxiliadora subversión de los poderes públicos, ellos, comprensivos de un malestar del que se sirven sin desvestirse de la púrpura institucional, para terciar en el juego del conflicto civil como adalides de una moderación perdida a causa de los gobernantes. La ambivalencia sobre el lugar de la ley es, a la vez, una imprudencia calculadora, de la que las figuras del partido socialista gustan usar, y un principio operativo que ha vuelto a aparecer once años después en unos lamentables pactos alternativos municipales y autonómicos.

Situemos, por tanto, en esa franja temporal la semilla constitutiva y reagrupativa de estos nuevos políticos activistas. Existía el personal y el material pirotécnico, solo faltaban las condiciones objetivas para liberar la onda expansiva. Las fuerzas alternativas necesitan de la concatenación de sucesos sostenidos y repetidos, capaces de crear un nuevo clima mental donde se hagan plausibles sus expectativas imposibles. Ese momento largo llegaría con la singladura del presidente Zapatero, por dos legislaturas. Toda su política desdeñosa con la realidad alcanzaba la cota máxima, justo apenas comenzar el segundo mandato, en 2008, cuando muchos de los que le habían votado seis meses antes se arruinaron rápidamente. Así de fácilmente daba comienzo nuestro «descensus Averno».

LOS FACTORES DE RIESGO: DEBILIDAD NACIONAL, PULSIÓN RUPTURISTA

Es posible que se les pueda atribuir a cuantos con mayor conocimiento de la situación y con mayor margen operativo por sus funciones sociales, las élites, un tipo de responsabilidad mayor, pero, de ninguna forma se nos puede exonerar de ellas al conjunto de los ciudadanos, a la mayoría de nosotros, también causantes por nuestros errores de la actual debilidad política colectiva. Ortega llamó masa, la presentada como víctimas del sistema e inmaculadas en su responsabilidad, fomentándose así la polarización y el afán revanchista.

El riesgo político deriva, en primer lugar, de esta pulsión populista que encuentra su caldo de cultivo en un contexto institucional deteriorado por la corrupción y descrédito de los representantes de partidos repetitivos y cauces legales de participación política obturada.

El riesgo político se formaliza en el auge de corrientes populistas, que propugnan un tipo de democracia participativa con veleidades plebiscitarias, que desbordan el equilibrio partidista.

Nada lejos de esa bipolarización cívica brota la planta del nacionalismo, en su cara más agresiva y destructora. El embrutecimiento de las posturas políticas en Cataluña por un nacionalismo que tiende abiertamente al etnicismo cultural, ensimismado en la deriva de su imaginario identitario, amenaza con provocar un proceso politraumático a la política catalana y española. La ruptura del Estado autonómico lo sería del Estado entero.

Este segundo factor de riesgo, que desde hace más de doce años avanza en el nacionalismo catalán, necesitaba de las veleidades de un aliado nacional, y ellas son perfectamente constatables en los pactos que han ido efectuando los socialistas españoles, no solo para sostener al Gobierno de sus colores en 1993, 2004 o 2008, sino en legislaturas, como la de 1989, donde no parecía tan necesario. En fin, la cronología muestra la difusa y débil idea de España que ha impregnado la estrategia socialista entre nosotros.

Porque, como siempre, al fondo de todo problema colectivo aguarda la responsabilidad personal y la deslealtad. El delirium tremens al que se ve abocada Cataluña lo es por la irresponsabilidad y el sectarismo de políticos concretos, que se han servido dar un cheque al portador (con lo peligroso que es dar un cheque a un nacionalista) para gestionar «esas pequeñas cosas». A fuerza de evitar dificultades al Estado estamos alimentando la agonía de la nación, lo dijo Ortega.

Y LA DESCONFIANZA SOCIAL

España hoy tiene un riesgo de desconexión social a corregir, que no se convierta en un endémico factor de retardo democrático, por el crecimiento de las dependencias clientelares, bajo forma de subvenciones y asistencias públicas. Hay que cuidar que la democracia no se endeude por sobrepujas políticas para obtener el favor de grupos electorales, hasta formar bloque político-social mayoritario que blinda a zonas enteras de un país, y hasta a países enteros de la zona euro, de las reformas precisas que le conectan al contexto internacional competitivo y transparente.

Parece increíble no haber visto hasta el 2010 el sobre- endeudamiento de las familias, las empresas, las entidades financieras y las diferentes administraciones públicas como un genuino cisne negro, en absoluto novelesco. Estas últimas, a pesar de la contención de los niveles de deuda pública por el crecimiento económico, veían crecer sus estructuras de forma inadecuada, a la vez que el gasto político que generaban era derrochador. El signo de los tiempos era el de la multiplicación del riesgo por parte de todos los actores económicos en concurso. Con razón, se dice que los grandes incendios de la humanidad empiezan en el cuarto de la plancha.

La brecha generacional puede llegar a una auténtica escisión social silenciosa que genere una anomalía civil de difícil manejo. A las nuevas generaciones, la Transición les parece una leyenda: ¿Qué oportunidades me ofrece mi sociedad? ¿Un paro juvenil superior al 50%? Son hijos de la cultura fragmentaria y del instante que transmite el digitalismo técnico. Son más nómadas y con menos instinto natural hacia el asentamiento. Ante ellos, resulta casi un imposible acotar la presente crisis, ya económica, ya política, en el largo plazo de cuatro décadas de éxito de la democracia española.

Debemos examinar cuánto hay de lesión de los dos vínculos que dan continuidad a la nación, y, que cuando resultan dañados, trastornan por entero un ecosistema político. Uno es el vínculo de confianza entre generaciones, el que une el antes y el después y permite transmitir el relevo a otra generación, pero con un horizonte de futuro. Y el otro se refiere al vínculo de solidaridad. No solo entre los activos y los pasivos, cuyo ejemplo paradigmático son las pensiones. El que afecta al conjunto de la solidaridad intergeneracional y a la natalidad.

La lesión social estimula la pulsión rupturista, pero el populismo no es exclusivo de los Podemos; la tentación de lo fácil impregna el discurso todo y crea inercias, genera efectos miméticos, pasaporta el rigor a otros países y clases sociales, falsea el debate público, es la demagogia: un envolver con palabras mayores, ideas menores, en boca de Lincoln. Véase, si no, el caso de una renta básica universal, desiderátum inicial de los Podemos y posteriormente versionado por los rectores del partido de los socialistas.

EXPLICÁNDOSE LA DESCONFIANZA POLÍTICA

Su triunfo es pasajero pero los daños duran bastante más. Suplanta el principio político de la realidad y la responsabilidad. No es casual en este tipo de movimientos el líder al que otorgan facultades redentoristas.

Juan Pablo Fusi, en algún comentario al paso, defiende que el problema no es de las instituciones, ni siquiera del Estado autonómico, sino del mero ejercicio de la política, de la gestión que los distintos gobiernos han ido haciendo.

Lo que pone al descubierto esta crisis es la debilidad del Estado, por ausencia de grandes proyectos. Lo entiendo como el lastre de unas políticas inerciales y cortoplacistas, que sienten alergia al reformismo de calado. Esta apreciación del ilustre historiador contemporáneo autoriza a delimitar nuestro problema de fondo.

A sabiendas de que el medio propagador es el enorme socavón social de una pérdida de empleo, entre 2007 y el 2012, reconocida en 3,5 millones de puestos de trabajo eliminados, hay que pararle los pies a los populistas… de todos los partidos, porque tenemos mucho que perder. Todo puede deshacerse a fuego lento. Solo en este sentido, sería oportuno proponer unos pactos políticos de contenido económico, como en su día fueron los Pactos de la Moncloa, para atajar esa división social progresiva que socava la estabilidad política.

Sin entrar a emborronar otra lista más de quejas y correspondientes remedios arbitristas, España tiene hoy un problema de calidad y desafección políticas, que afecta ya al núcleo de su legitimidad y que produce un acartonamiento de los cauces institucionales de representación vehiculada por los partidos políticos. La fatiga institucional afecta igualmente a otras instituciones de la arquitectura del Estado, hoy difícilmente en condiciones de cumplir con el espíritu constitucional que alumbró su creación; pero no entremos en la letra pequeña.

JUICIO DE RESULTADOS

Una dura y larga recesión como la que hemos padecido, ahonda la percepción de falta de previsión, y deja servida la crisis de liderazgo, incluso como estereotipo. Siendo cierto que el tópico no ayuda a pensar una circunstancia, no lo es menos la inhibición general de quienes tenían encomendada por función social la tarea de prever su riesgo y alzar su voz. La visión del largo plazo se debilita por falta de ejercicio y, por consiguiente, queda embotado el sentido de la anticipación en los actores de la vida política. Llegados al caso, no es realista esperar personas conscientes capaces de conjurar el peligro ni encauzar sus estragos en el tiempo oportuno.

Junto a la preponderancia del cortoplacismo, la recaída en una morbosa mentalidad proclive al desánimo. La insistencia, consciente o inconsciente, de figuras populares gustosa por difundir un estado de ánimo que viene rebotado del fatalismo español como escuela histórica. La vuelta al derrotismo, bajo la fuerte impresión del acelerado retroceso económico y empeoramiento de la situación política. Sobre ello, un Julián Marías de temple diametralmente opuesto al vicio de situarse en lo peor, concluía que nuestro siglo desmoralizado por antonomasia, el XVII, pasó sobre todo por una crisis de esperanzas. La España de hoy tiene carta abierta a una mentalidad más autodestructiva y perdedora que ilusionada.

En rigor, habría que observar que el encauzamiento de las crisis ha sido labor del Gobierno de Rajoy, que ha realizado un buen trabajo, pero siquiera su resolución neta se hará esperar, sometida estrictamente a los avatares.

Pero es característica de esta etapa la relegación de una función indelegable del político, cual es transmitir confianza y esperanza, a un segundo plano de la acción pública. Quien no se alimenta de sueños envejece pronto, nunca es una culpable distracción el empleo del tiempo en la educación social del sentido más primario de lo justo, el más instintivo, ese por el que saltamos en nombre de la Justicia cuando algo nos parece injustificable.

El escenario es inédito aunque sus efectos de gobernabilidad sean previsibles. Como también que irá en menoscabo de la moderación. Aunque sea lógico un cierto movimiento pendular corrector, debe afrontarse lo que implica la ruptura del bipartidismo vigente, distanciamiento sentimental y de opinión pública antes, ahora incurso en sucesivos movimientos electorales hasta diciembre próximo. Su reemplazo teórico por un esquema a cuatro, multipartidista, inclina nuestros parlamentos y gobiernos hacia escenarios hipercomplejos, de pluralismo con riesgo de polarización. Cualidades que dificultan, en suma, el formar mayorías de gobierno moderadas.

Las nuevas y poderosas realidades políticas, como la erosión democrática, un empobrecimiento de la población, el temor a las migraciones de impacto, imponen nuevos ejes discursivos. Se desdibuja el monopolio en la confrontación política del binomio Derecha/Izquierda, reemplazado por los Abajo/Arriba y otras capas de esa cepa. En esta tendencia europea, lo más pertinente será la distinción entre Extremistas/Moderados, que pedía Bobbio tener en cuenta más que ninguna otra.

Esa pertenencia al estatus moderado hay que ganársela, el calificarse de moderado actuando como pasarela de los extremistas es un juego de manos, un regateo de bazar político en un suelo resbaladizo. La categoría extremista muestra en sus diversas variedades una elocuencia ensalzadora de lo fácil, la amistad por lo expeditivo, el desdeño por los plazos y las garantías de la representación electoral o corporativa.

Es manifiesta la ausencia de cultura de pacto en España, a no ser durante la Transición. La política de la confrontación entre los partidos y no la de cooperación ha sido claramente preponderante. La cooperación institucionaliza, la confrontación desinstitucionaliza. En definitiva, supone optar por la política que busca mejoras pragmáticas y pactistas, y piensa en alternativas comparables, encaminadas hacia la conciliación social. Desde 1977 está inédito el intento por ensayar el entendimiento duradero, siquiera fuera en situaciones de encrucijada.

En 38 años de democracia española, no ha habido nunca gobiernos de coalición o alianza de mayorías parlamentarias entre los primeros partidos, popular y socialista. La excepcionalidad de la gran coalición es el hecho político más llamativo. El ámbito de corresponsabilidad ha estado, temerosamente, circunscrito a los tratados de política internacional y en la política de seguridad antiterrorista. Ni siquiera en fases críticas como la presente, salvo la reforma del artículo constitucional 135 por vía rápida, se ha pretendido la colaboración en asuntos que demandarían la colaboración nacional.

De la meditación política que nuestro país tiene pendiente no se debe excluir a nadie, sería otra de las responsabilidades en que venimos incurriendo. Si queremos ser portadores de convivencia constructiva, se trata de buscar cierta objetividad y un relato ecuánime que hilvanar. Sobre todo, debe servir para saber lo que no hay que hacer.

MEDITACIÓN CON ANTONIO FONTÁN AL FONDO

Lejos de nosotros, como bien recomienda José María Marco, el recurso a la palabra candente, se trata de afinar cuando se hace uso del aguijón crítico con la actual desestructuración política inercial. También esto pasará, rezaba la inscripción que Salomón se hizo labrar en el anillo real, y que vale para los malos como para los buenos tiempos.

Mientras tanto es de nuestro interés, en particular los amigos de Nueva Revista, deliberar en qué nos hayamos desviado de lo importante, cuándo no hemos atinado a definir carencias políticas, ni a escribir con más persuasión que no se dejara de contar con el grueso de los españoles.

Es una hora española propicia al recuerdo entre nosotros de Antonio Fontán, precisamente en una época de cuesta arriba podemos aprender de quien no cejaba cuando en los 40-50 y gran parte de los años 60, políticamente, no se movía una hoja.

Así, en 1967, en las páginas del diario Madrid escribe: «En las difíciles circunstancias en las que se halla un país como el nuestro, el mañana es siempre una promesa de esperanzas, pero, para que estas fructifiquen, primero se han de poner en orden el sistema de valores y de ideas, de estímulos y objetivos, y después obrar en consecuencia».

Los años de travesía no fatigaron su proverbial buena fe, ni demediaron el personalísimo estilo de una acción política, con auctoritas indiscutible, esa que perdura intacta cuando poder y éxito se agostan como verduras de las eras. Como tantos otros de quienes acompañan a su Nueva Revista debo terminar diciendo que, ella también, ha sido leal a estas aspiraciones por más de un cuarto de siglo.

Presidente del Consejo de Administración de Telemadrid. Del Consejo Editorial de Nueva Revista