Tiempo de lectura: 7 min.

 

Mucho se ha discutido sobre las causas del nacionalismo catalán con motivo de su reciente ebullición separatista, momentáneamente frenada en las urnas tras el fracaso del plebiscito fantasma convocado por sus líderes bajo el disfraz de las últimas elecciones autonómicas: tanto se discute como se discrepa. Y se discrepa sobre las causas tanto como sobre las soluciones, hasta el punto de que es legítimo dudar que las haya. En ese caso, podría aducirse, el problema no existe: disfrutemos del espectáculo que depara la ingeniosa escenificación independentista con la sonrisa sardónica de quienes ya lo han visto todo, abrazando en consecuencia la orteguiana conllevancia a la que tan acostumbrados estamos. ¡Quién pudiera!

 Pero no podemos. El discurso separatista se halla tan enquistado en la conversación pública catalana -así como, por contaminación, en la española- que no cabe descartar una trayectoria, sea gradual o acelerada, que conduzca hacia una mayoría secesionista. Es importante entender que bastarían unos pocos puntos porcentuales favorables a la independencia para que la situación política experimentase un giro considerable. Y ello porque algunos hechos tienen una fuerza que trasciende con mucho la prefiguración que de los mismos, con la ley en la mano, nos hacemos. Por ejemplo, esa mínima ventaja provocaría que la comunidad internacional abandonase su discurso westfaliano y reconociese la valencia simbólica del hipotético sorpasso, momento en el cual todas las deslealtades y desobediencias del nacionalismo -no digamos su labor, precisamente, «nacionalizadora»- serían arrojadas a los márgenes de la historia oficial y consideradas anécdotas de hemeroteca. Sin duda, sería ésa una pobre victoria, fracturada como está en dos mitades la propia sociedad catalana, conducidos sus habitantes al antagonismo civil por una élite política a la que, por lo demás, una buena parte de esos mismos ciudadanos han votado sin interrupción; pero victoria sería.

 Naturalmente, es imposible saber si esa ventaja llegará o no a materializarse. En principio, el futuro luce separatista: el ritmo y la intensidad de las políticas nacionalizadoras no decaerá, como tampoco cesará la progresiva desaparición de aquellas cohortes generacionales que mayor número de ciudadanos contrarios al separatismo parecen contener. Sucede que el espíritu del pueblo no siempre se aparece allí donde se lo espera, y bien pudiera tener lugar un retroceso del separatismo entre los nuevos votantes, como ha pasado en Québec. No en vano, las recientes elecciones autonómicas pueden también interpretarse como la pérdida de una oportunidad de oro para el independentismo, que no habría alcanzado una mayoría capaz de legitimar su proyecto en las mejores condiciones posibles: una crisis económica, una oposición descabezada y, como guinda, el impopular gobierno en Madrid de un gobierno popular, cuya sola existencia significa para muchos independentistas que España es Franco y Cataluña podría ser Dinamarca.

 Es precisamente sobre la psicología del independentismo, tal como puede reconstruirse a partir de sus argumentos y contradicciones, de lo que quisiera hablar: del separatismo, pues, como fenómeno psicosocial. Y ello, para contribuir de un modo indirecto a la comprensión de un problema endiablado, una auténticabattle for hearts and minds que remite a la tautológica -a fuer de sociológica- definición weberiana de lo legítimo como aquello que es considerado legítimo: si un ciudadano español residente en Cataluña está convencido de ser en realidad un ciudadano catalán oprimido por el Estado español y el número de quienes así sienten alcanza dimensiones suficientes, no habrá legalidad constitucional que resista a largo plazo la presión subsiguiente. Sin embargo, el análisis de la mentalidad independentista, por lo demás plural en sus motivaciones, ofrece resultados esperanzadores para quienes no deseamos la desgarradora fractura que supondría una hipotética independencia catalana -fractura para Cataluña primero y para España después- y preferimos el modelo cívico de nación sobre sus alternativas culturalistas: matices teóricos, que los hay, al margen. Ni que decir tiene, por lo demás, que hay las motivaciones del independentismo son variadas y exhiben distintos grados de coherencia: ni todo es manipulación educativa, ni todo es nobleza. Aunque no cabe dudar sobre el papel activador de las élites, principales productoras de ideología, si atendemos a la evolución del independentismo en las últimas dos décadas. Si el discurso de las élites catalanas hubiera sido otro, no estaríamos donde estamos.

 Se ha dicho ya que el independentismo es, en cierto modo, una ficción. Arcadi Espada ha escrito lúcidas páginas al respecto. A mí me gustaría ensayar aquí una variante, proponiendo una lectura del independentismo como algo ligeramente distinto, a saber: una fantasía. Pero una fantasía que no es simplemente un acto de la imaginación, sino un elemento constitutivo de nuestra relación la realidad: una realidad que no se sostiene sin la fantasía. Para hacerlo, me apoyaré en un improbable compañero de viaje, el filósofo esloveno Slavoj Zizek. A quienes lo tengan por un charlatán indescifrable, les pido paciencia; aunque a veces lo sea, su pensamiento no carece de elementos de interés. Y uno de ellos es su teoría de la nación, asociada a su relectura de Lacan. ¡Ahí es nada!

Zizek sigue al psicoanalista francés cuando enfatiza el papel de la fantasía como aquel mecanismo que mantiene vivo nuestro deseo al impedir su satisfacción: porque sólo así permanece intacto como tal deseo. ¿No es el deseo, por definición, anhelo de lo que no se tiene? Tiene así lugar una continua especulación acerca de la razón por la cual no podemos experimentar el goce al que tenemos derecho, y que podríamos disfrutar si algo o alguien no nos lo impidiera; la fantasía es el imperio del subjuntivo. La fantasía mantiene así siempre abierta la posibilidad del disfrute al identificar la causa que produce su falta. Y de este modo, la fantasía cumple una función clave al mediar en la relación entre el sujeto y la realidad. Porque la fantasía, en esta lectura, no queda del lado del sueño, sino del lado de la realidad; una realidad a la que estructura y da consistencia. Desde este punto de vista, el deseo siempre es neurótico, porque se orienta hacia la recuperación de aquello que hemos perdido o, mucho mejor, nos han arrebatado. La quimera da forma al deseo: aprendemos a desear a través de la fantasía.

 Pero, ¿cómo es que un determinado objeto se convierte en objeto de deseo? Pues entrando en el terreno de la fantasía, siendo investido por nosotros con un valor adicional que no está ‘en’ el objeto. No hay nada ‘detrás’ de la fantasía, escribe Zizek: la fantasía es una construcción cuya función es ocultar este vacío, esta ‘nada’. Pero es a través de esa fantasía que vivimos; gracias a ella soportamos una realidad que es, como tal realidad, insoportable. Así que es la fantasía la que, al proyectar su sombra sobre la realidad, nos mantiene vivos: porque quién sabe si la fantasía no podría hacerse realidad algún día… Vivimos así encerrados con un sólo juguete.

 Sentadas estas premisas, Zizek explica las reivindicaciones del nacionalismo étnico como un resentimiento hacia aquel que -creemos- nos ha privado de todo goce, a fin de apropiárselo él. Para Zizek, una comunidad sólo es tal si preserva su creencia en un disfrute compartido, ya se sitúe éste en un pasado fantasmal o en un futuro idealizado. Pero ese disfrute no posee ningún atributo positivo, y por ello es representado mediante mitos y fantasías que narran cómo el goce de la comunidad es amenazado desde el exterior. Para colmo, creemos que son ellos, los otros, quienes de verdad disfrutan: en nuestro lugar. No podemos disfrutar, porque disfruta otro. Su goce se nos hace odioso y ello reafirma el valor de nuestra forma de vida. Después de todo, el goce sólo es real para nosotros en el momento en que lo perdemos; momento en que empezamos a cantarlo.

 Naturalmente, uno podría plantear muchas objeciones a una tesis semejante. No sólo cuenta con el hándicap de no admitir demostración, sino que además se nutre de la jerga psicoanalítica. ¡Acabáramos! Sin embargo, si sólo pudiéramos hablar de aquello que podemos demostrar científicamente, pasaríamos el día en silencio. Y hay algo certero en esta descripción del papel de la fantasía: ya se trate del divorcio concebido y nunca ejecutado, del giro radical que queremos dar a nuestra vida laboral, o de cualquier otro proyecto que permanezca latente, alimentado por nuestra imaginación para mejor negociar las frustraciones propias de cualquier existencia. Recordemos al Zeno de Italo Svevo, oscilando rutinariamente entre su matrimonio y su adulterio, o la función que el cine hollywoodense cumple para la humilde trabajadora interpretada por Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo. Secretamente sabemos que la materialización de esa fantasía supondría la muerte del deseo y la inmediata construcción de otra fantasía capaz de reemplazarla.

 Pues bien, ¿no es hasta cierto punto el deseo de independencia una fantasía psicosocial que cumple en el imaginario nacionalista una función parecida a la descrita? ¿No se nutre ese deseo de la memoria de un agravio imaginario que atraviesa la historia y llega hasta nuestros días? ¿No exige la invención de un nacionalismo español cuyo goce impide al nacionalista el suyo propio? ¿No va produciendo el enfrentamiento con el opresor imaginario esa «leyenda épica del yo» (Lacan también) a la que Leopoldo María Panero alude con delectación autodestructiva en El desencanto? Pero, a su vez, ¿no genera esa fantasía una relación torturada con el agente opresor, como se refleja en el propósito manifestado por muchos secesionistas de votar sí a la independencia pero conservar el pasaporte español o jugar la Liga Española de Fútbol? En este aspecto, el independentista -o sea, el tipo ideal del independentista aquí diagnosticado- evoca al Fernando Rey de Ese oscuro objeto del deseo, enamorado de una mujer que alternativamente se le entrega o le rechaza y que es, en realidad, dos mujeres distintas (interpretadas por Ángela Molina y Carole Bouquet respectivamente). Acaso la independencia se desee ante todo mientras su posibilidad sea negada. Por eso, podría sugerirse que la convocatoria de un referéndum vinculante haría saltar por los aires la entera construcción fantasiosa del independentista, forzado repentinamente a tomarse las cosas en serio. Esta lectura del fenómeno sugiere que el independentista no quiere la independencia, sino la fantasía de la independencia. Y algo de eso parecería deducirse de la ausencia, durante las últimas elecciones, de un debate serio sobre la hipotética construcción de un Estado catalán, empresa técnicamente complejísima que la proclamada preexistencia de «estructuras de Estado» no haría mucho más sencilla. Por el contrario, el discurso político nacionalista se ha mantenido en un plano emocional, aderezado con unas buenas dosis de rousseanismo y añadiendo, a última hora, algunas dosis de delirio anticapitalista. The more, the merrier.

 Se ha bromeado a menudo con la idea de que, en lugar de los proverbiales tanques, lo que habría que enviar a Cataluña son psiquiatras. Huelga decir que el nacionalismo catalán no es Cataluña, ni goza de monopolio alguno en la definición de la catalanidad; supuesto que la catalanidad, como la españolidad, hubiera de definirse. Pero si vemos la independencia como una fantasía colectiva en los términos aquí planteados, tal vez ese propósito asistencial pudiera verse justificado. Dicho esto, la neurosis no es exclusiva del nacionalismo: todos padecemos alguna. Es un infortunio, sin embargo, que una región antaño tan luminosa haya venido a padecer, de todas las neurosis posibles, precisamente ésta.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).