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EL DON Y EL INTERÉS

Juan González era un microempresario hondureño perteneciente a la comunidad lenca, fronteriza con El Salvador, que se dedicaba a la producción de vino de ananás, algo más parecido al vinagre que al propio vino, fruto de la fermentación de la piña. Un producto natural que sirve perfectamente como aderezo, de gran calidad y sorprendente sabor, y que difícilmente se puede encontrar en las tiendas gourmet occidentales. Guiado por sus intuiciones, pensaba que podía ser un buen producto para introducirlo en mercados más sofisticados y comenzó a envasarlo y comercializarlo, inicialmente, a través de redes informales y ahora también mediante el sistema formal. Casi por casualidad tuve la oportunidad de coincidir con él en estos primeros momentos de su ambiciosa actividad y creyó ver en mí un buen sparring en el que ensayar los primeros golpes. Planteó infinidad de dudas, desde temas relacionados con el envase hasta cuestiones de etiquetado, pero fue cuando surgió nuestra conversación sobre el precio cuando provocó mi asombro sobre la capacidad adormecida que tenemos los que participamos en mercados muy institucionalizados —y por ende impersonalizados— para percibir el valor que está detrás de los bienes que intercambiamos.

Llevado por una percepción quizás un tanto apresurada sobre el precio al que podía venderse el producto en un mercado como el español, le trasmití una cierta capacidad de generación de potenciales ingresos. Juan se emocionó. Inicialmente pensé que este sentimiento venía de la alegría de poder incrementar sus ingresos más allá de lo que esperaba, aplicando por mi parte, de manera poco respetuosa, la lógica del interés propio que gobierna imperativamente nuestros modelos de toma de decisiones. Pero cuál fue mi sorpresa cuando de una forma espontánea, sin pedirle ninguna explicación, comenta lo siguiente: «Sé lo que cuesta ganarse un dólar, el esfuerzo que cualquiera tiene que hacer por llevar a su casa algo de plata, y saber que alguien puede estar dispuesto a dar ese dinero que usted comenta por comprar un producto que he elaborado con mis manos y mi trabajo, me dignifica… Nunca pensé que alguien al que no conozco y al que nunca conoceré, pudiera valorar tanto lo que hago, pudiera valorarme tanto a mí». Sin tiempo para pensar una respuesta políticamente correcta, sin necesidad de quedar bien, lo que Juan valoró del mercado fue la capacidad intrínseca que puede llegar a tener por reconocer el valor humano que está detrás de toda transacción.

Aquella anécdota me hizo pensar que quizás, cuando hablamos de aplicar la lógica del don, no se trate tanto de hacer cosas distintas, ni siquiera más cosas, sino de hacerlas desde una nueva perspectiva, desde un planteamiento ampliado: aquel que implica abrir a otros la posibilidad de ir más allá de las fronteras del mero intercambio de bienes, acudiendo a las fuentes de la reciprocidad.

Todo dar es siempre excederse. Si damos lo que es justo, en términos normativo-positivos, lo que hacemos es intercambiar. Pero cuando damos, se entrega más de lo que otro espera, de lo que otro se merece. No es una relación conmutativa, de equivalentes, es donar. Esto es lo que supo ver, superando lo aparente, nuestro microempresario.

Saber descubrir el carácter humano implícito en toda relación entre personas, sea esta del carácter que sea, es parte del secreto que necesita ser desvelado para superar el acceso fragmentado a la realidad que el management, tal y como hoy está configurado, nos impone.

Las decisiones empresariales están tomadas por personas y afectan, directa e indirectamente, a personas, sean estas empleados, accionistas, clientes, proveedores o meros ciudadanos pasivos respecto a la acción empresarial. Cuando se toma una decisión, tanto el sujeto como el objeto de la misma se ven afectados: hay una afección más o menos profunda del ser, que está, tiene o es más o mejor en función de la intensidad y profundidad de la acción que se realiza o padece. Cuando actúo no lo hago «parcialmente», lo hago «todo yo», todo mi ser se moviliza, aunque el motivo de mi acción esté justificado solo por una pasión dominante, por ejemplo, ganar dinero, el resto de motivaciones siempre le acompañan, siempre están ahí. Y no por negarlos o ningunearlos, por acallarlos o relativizarlos, desaparecen. El ser conscientes de su existencia y darles carta de naturaleza, si me permiten hablar así, propician tomar mejores decisiones. Zamagni lo expresa de manera rotunda: «el objeto de la transacción no puede separarse de quienes la realizan» (2013, Por una economía del bien común). Partir de la persona en su complejidad para decidir en ella y desde ella, permite dilatar y aquilatar la decisión, la ensancha. No se trata de optimización, sino de plenitud. Antes de proseguir con mis consideraciones a propósito de Juan González, permítanme matizar esta última distinción.

Cuando se optimiza, se busca maximizar algo que es estandarizable, algo que es válido para todos, que es bueno para todos: dentro del sistema de preferencias de cada uno, siempre se busca algo que comparte una misma naturaleza y que es expresable cuantitativamente. La maximización del beneficio se puede establecer como objetivo en economía porque se supone que todos la buscamos, y queremos tener acceso a su máximo posible, pagando, eso sí, el mínimo coste para conseguirlo. Podemos definir funciones de demanda y de oferta que agrupan estas preferencias, compuestas por puntos que, en sí mismos, son indistinguibles, intercambiables entre sí: esos puntos representan a los individuos que buscan satisfacer los mismos objetivos. Gracias a que estas funciones se pueden formular, podemos calcular sus máximos y sus mínimos, podemos calcular sus primeras y segundas derivadas.

Este sistema formal establece las diferencias en las preferencias entre individuos en función de sus distintas capacidades, medidas en términos de recursos o medios de producción o consumo, pero siempre desde una inercia propia, desde una dictadura inalienable: la de su maximización. Parece existir una fuerza interna que nunca se acalla, que siempre se impone, que nos lleva a la búsqueda inexorable del máximo beneficio (algunos benévolamente hablan también de bienestar). Este modelo nos ha permito hablar de la lógica del interés, de la necesidad de ser eficientes y eficaces, de la necesidad de optimizar. Eso es lo racional, eso es lo empírica y matemáticamente tratable, eso es lo objetivo; todo lo que salga de ese ámbito es subjetivo —no entra en los cánones de la lógica positiva— o pertenece al ámbito del emotivismo romántico. Es, en todo caso, opinable, relativo. Este objetivismo cientifista es arrollador, descarta cualquier otra aproximación y compite permanentemente con otras fuentes de racionalidad.

Pero la reacción de Juan nos muestra un hecho: algo queda fuera de la capacidad de análisis del modelo, ese algo que verdaderamente le conmueve, y no en términos puramente emocionales, sino racionales: le con-mueve, le mueve con; ese algo que identifica en el otro como característico, como singular, y que le ayuda a poseerse —a dignificarse, dirá él—, de manera solidaria a la mera transacción de vinagre de piña por unos dólares. No niega el interés por hacer negocio, pero ese interés lo ve desde una perspectiva ampliada, no fragmentada. La obsesión por la optimización, cauteriza al hombre, lo deja reducido a una sola dimensión. No es que no exista, ni siquiera que esta deba estar sujeta a un supuesto plano superior, es que necesita ser simplemente ampliada. Esa ampliación es lo que llamamos plenitud: es la optimización humanizada, la maximización mirada a través de los ojos de la prudencia.

El hombre busca lo pleno: ese crecimiento orgánico y armónico de todas sus dimensiones. El hombre es un ser que está aquí y ahora, pero que viene de su historia y se proyecta hacia su fin. No es un artefacto, es un acontecimiento. No es un qué, es un quién. Sus actos no pueden ser juzgados ni sus motivaciones analizadas desde la asepsia de lo que es válido solo para la especie, también necesita ser contemplado desde su especificidad, desde lo que le permite verse y presentarse como único e irrepetible. Aquí es donde entra en juego la plenitud. Lo óptimo es «para todos», lo pleno es «para mí». Por tanto, hay una conexión interna entre las aparentes dualidades don e interés, optimización y plenitud, atesoramiento y posesión, intercambio y reciprocidad, una conexión entre sí y entre ellas, que se resuelve en cómo y por qué el hombre toma decisiones como lo hace (en nuestro caso, el directivo).

Y es que, como decía Chester Barnard en su libro The Functions of the Executive (1968, 30ª edición de aniversario) no se puede dirigir convenientemente si antes no se hace explícito qué entendemos por persona, si antes el dirigente no se plantea qué es para él el hombre. Es la única forma de ser coherente, de no caer en una cierta esquizofrenia que establece compartimentos estancos entre lo que se piensa y cómo se actúa. Formar en función de la perspectiva antropológica que se adopte, nos parece la mejor manera de no partir de estereotipos inasumibles; hacerlo desde planteamientos que abarquen una visión más amplia del hombre, evita caer en reduccionismos que pueden decantar sesgos en la toma de decisiones. Para abordar un modelo de management compatible con esta nueva visión, nos puede venir muy bien volver a releer el modelo antropológico de dirección de empresas del profesor Juan Antonio Pérez López, especialmente a través de los postulados reflejados en su libro Teoría de la acción humana en las organizaciones (1991).

ATESORAR VS. POSEER

Como ha visto el profesor Higinio Marín (2010, Teoría de la cordura y de los hábitos del corazón), existen tres tipos de bienes en función de su posesión. En primer lugar están aquellos que, para poder disfrutar de ellos, he de conservarlos bajo mi dominio. Si los entrego, los pierdo. Esta característica la tienen todos los bienes materiales. En segundo lugar están aquellos que, para poseerlos, necesito entregarlos; no es necesario que el otro los posea, pero si yo quiero tenerlos, he de darlos; es más, cuanto más los doy, más los tengo. Estos bienes son, fundamentalmente, los de tipo intelectual, como, por ejemplo, la adquisición de conocimientos: cuanto más hago por explicarlos, más los adquiero. La palabra no es solo resultado de la claridad de la idea, sino que esta se clarifica conforme hago por explicarla. Nótese que no es necesario que el otro, el receptor, lo haga suyo, basta con que yo lo entregue. Por último, aquellos que para poseerlos he de darlos eficazmente, es decir, que los dé y que el otro los posea, los adquiera, los haga suyos. Lejos de perder posesión por el hecho de que otros también lo tengan, esta se intensifica, si nos permiten hablar así. También en este caso, cuanto más doy, y ahora también el otro retenga, más poseo yo. Estos son los de carácter más abstracto, menos concreto, más espirituales, por ejemplo, la confianza, la paz. Para tener confianza, por ejemplo, es imprescindible darla y que el otro la tenga; este solo la tendrá plenamente si, a su vez, también la dona.

Pues bien, estos tres tipos de bienes existen en la empresa, y si esta quiere poder activarlos, necesitas poseerlos: debe disfrutar de la propiedad de los medios de producción para decidir, sin hipotecas, sobre su disposición; debe tener las capacidades bajo su plena tutela para organizarlos y combinarlos adecuadamente (el know-how, solemos decir), y debe disfrutar de los bienes que permiten armonizarlos y orientarlos. Es la búsqueda de un fin lo que da sentido a la acción empresarial; es esta búsqueda, es este fin, el que moviliza y pone en juego los bienes y capacidades, es este el que justifica, en última instancia, la necesidad de su posesión. En la medida en que el fin al que se orienta la empresa integre todas las dimensiones constitutivas del actuar humano, será más pleno, íntegro, compacto, coherente. En definitiva, más «uno», más perfecto. Será un fin que aúne voluntades, motivaciones, que arranque más fácilmente compromisos; será viable que dé estabilidad a los resultados. Y es que el don en la empresa no supone necesariamente y en todos los casos gratuidad, no al menos como suele entenderse en el sentido de desinterés, sino provecho, pero provecho que va más allá del beneficio, que va más allá de lo contingente e inmediato.

Ninguno de los tres tipos de bienes identificados y necesarios para la empresa puede poseerse desde un planteamiento exclusivo y excluyente ya que son siempre medios que se conjugan para la consecución de un fin. La empresa es una institución finalista, es su sentido de misión, su visión y objetivos, lo que le confiere un carácter propio y lo que justifica su puesta en marcha y su desarrollo. La empresa no es solo un mecanismo de coordinación de factores de producción, una herramienta para crear o fabricar productos o servicios, un sistema de generación de utilidades… es todo eso y más. Todo eso se hace por un fin que le da sentido y que orienta la toma de decisiones.

Los bienes que la empresa necesita poseer —con ellos y desde ellos— para poder trabajar con autonomía, con libertad, pudiendo dar razón de su acción, con responsabilidad, no se captan y retienen sin más, sino que deben estar abiertos a su constante entrega y disposición en aras de satisfacer el proceso que lleva implícito el fin por el que la empresa se creó. Los bienes materiales están a disposición de la empresa a modo de inputs del proceso; los intelectuales para tener criterios en la gestión y manejo de los anteriores y los vinculados a valores, para que todo tenga sentido, para que todo esté orientado en la dirección correcta: aquella que se dio la empresa a sí misma. De tal manera, que la lógica del don está intrínsecamente unida a cómo se toman decisiones, tanto porque todos los bienes deben estar abiertos a algo externo a ellos mismos (materia prima que se transforma, procesos que dan outputs), como por la necesidad ineludible de dar para poseer en el caso de los bienes que facilitan la integración de todos los elementos en un todo único que le dota de sentido. Los bienes en la empresa no son bienes-de, sino bienes-para.

Disposición, combinación, armonización y orientación son las cuatro dimensiones básicas de la toma de decisiones directivas. Estas necesitan de la conjunción de la ciencia, la técnica, la prudencia y los valores para poder abarcarlas. En efecto, se necesita del conocimiento prudencial para saber qué hay que hacer, cuál es el problema que hay que resolver. Esta dimensión del conocimiento es imprescindible para enfrentarse a lo no estructurado, donde lo importante es el diagnóstico. El conocimiento científico y técnico para resolver el cómo, válido especialmente ante problemas estructurados, donde lo relevante es la terapia, y el conocimiento humanista para saber el porqué, de dónde viene ese reto, por qué surge. Este conocimiento es necesario para enfrentarse a lo diverso: por qué pienso como pienso, por qué actúo como actúo… y por qué los demás lo hacen de su modo peculiar, me permite desarrollar la capacidad para comprender realidades complejas y abrir la sensibilidad para descubrir el verdadero origen de los problemas. Sin una armonización de estos tres saberes, el directivo está a «medio hacer» y tendrá un déficit sustantivo de información, un déficit de cultura (información sin sustancia).

En el libro La piel de zapa, Balzac narra la historia de Rafael de Valentín. Al borde del suicidio por lo que él entiende ha sido su fracaso como poeta en la compleja sociedad parisina de comienzos del siglo xix, es interpelado por un chamarilero que le propone adquirir la piel de zapa antes de morir: un talismán que tiene la propiedad de conceder deseos, pero con el condicionante de que este cada vez se hace más pequeño conforme cumple con su papel, hasta desaparecer, desvaneciéndose, igualmente, la vida de su propietario. Rafael acepta la oferta y ve cambiar su suerte de manera casi instantánea, siendo aceptado y valorado en los mejores salones de París. Cada vez que pedía un deseo este se concedía, pero la vida también se le iba escapando de forma acelerada, al ritmo de la disminución de que aquel trozo de piel, al ritmo de sus peticiones. Llega a contar con un mayordomo que tiene la capacidad de adelantarse a sus necesidades, para no sacrificar ni un halo de vida innecesariamente: antes tan siquiera de desear agua, este ya le ponía el vaso en su mano. Pero Rafael se enamora y la lucha interna que libra por conseguir que su amada le corresponda libremente, sin necesidad de acudir al talismán, es verdaderamente titánica. No podía ser de otra manera: el amor tiene esa peculiaridad, que solo se quiere cuando se quiere libremente. Ella no acababa de dar su sí, y él estaba permanentemente tentado a acudir a su trozo de piel para que ella se rindiera de manera inexorable. El querer que le quisieran acabaría con su vida.

El atesoramiento tiene las características de la piel de zapa. Puedo poseer el bien solo si renuncio a atesorarlo: solo puedo poseerlo si lo doy, solo puedo darlo si lo poseo. Es como el anillo de Frodo, que cuando este se lo pone en su dedo se hace invisible. El anillo es el tesoro exclusivo y excluyente: solo es para el que lo porta, pierdo la posibilidad de entrar en relación verdadera con otros. Domino a los demás, pero desde la esclavitud no desde la libre adhesión del que se da porque quiere. El portador del anillo se hace invisible.

En efecto, la posesión se distingue del atesoramiento en los siguientes cinco puntos:

1. La posesión es exclusiva, es mía, pero no solo para mí; el atesoramiento, exclusivo y  excluyente.

2. La posesión busca el interés-para-todos; el atesoramiento solo el interés-para-mí

3. La posesión es pública; el atesoramiento es privado.

4. La posesión crea; el atesoramiento acaba siendo destructivo.

5. La posesión abre a la realidad, a «muchos posibles»; el atesoramiento cierra.

Y es que es conveniente discriminar el don a partir de lo exclusivo y lo excluyente. Lo primero hace referencia a lo que me es propio, a lo que me diferencia; lo segundo, a lo que no es compartido con nadie más. Puede que alguno tenga alguna de mis características, pero no todas conjugadas de esta manera específica que me hace ser yo y no otro. Por tanto, cuando afirmamos que «no es compartido con nadie más», no nos referimos a que no pueda descubrirse en otro, sino que no se está dispuesto a ponerlo a disposición de otro. En efecto, hay cosas que me hacen único e irrepetible. Pero estas tienen la característica de no agotarme en mi propia especie, de no aislarme, solo significarme. Tenemos un sustrato común que nos abre al otro. Sea desde la perspectiva del alter-ego (otro-como-yo) o del orteguiano alter-tu (yo-como-otro), existe la disposición de estar abierto a recibir a los demás desde las características que me hacen exclusivo. Estoy dotado de elementos que me hacen reconocible para otros y no solo para mí: solo desde los otros se descubre mi yo; solo cuando me entrego, me poseo en lo que me hace singular. Solo descubro lo que me diferencia cuando veo que los demás no lo tienen, cuando descubro en mí elementos que yo no poseo y sí los tienen otros. Mirándonos en un espejo nos veríamos a nosotros mismos sin saber cuánto de eso que veo es propio y cuándo es común con el resto (y viceversa). Ese es el carácter abierto de la posesión frente al atesoramiento. Los bienes han de ser exclusivos, pero no excluyentes. He de poder tenerlos para poder disponer sobre ellos pero han de estar a disposición de otros para que esa posesión pueda ser plena para mí. Cuando hacemos que sean exclusivos y excluyentes, los atesoramos. Dice Higinio Marín:

El deseo posesivo es susceptible de la forma competitiva y egocéntrica del deseo porque la meta es obtener posesión que implica la exclusión del otro—es lo que yo llamo atesoramiento—; mientras que el deseo comunicativo es la forma inclusiva y comunicativa del deseo por que la posesión es su origen (pp. 102-103) —es lo que llamo posesión—.

El dar para atesorar es exclusivo y excluyente, el dar por deber, ni una cosa ni otra. Si todos estamos obligados a dar y a dar indiscriminadamente, el don no es de nadie y a nadie se entrega (lo que a todos compete, a nadie compete): no me sirve para dar respuesta libre de mis actos, y no me puedo apropiar de ellos ni de sus consecuencias; no soy responsable. El dar para poseer y el poseer para dar es la dinámica virtuosa que está detrás de la lógica de don, sin fracturas, sin hacer de cada uno de estos binomios compartimentos estancos. Esta dinámica es la que permite superar la aporía a la que el sistema vigente, basado en Mercado-Estado, nos está sujetando.

El problema surge, por tanto, cuando intencionalmente o no, se confunde el atesoramiento con la posesión en el ámbito de la empresa. El homo oeconomicus, propio de la escuela neoclásica de economía, se ha entendido como aquel que atesora y no como aquel que posee, y de ahí muchos de los males que aquejan a la empresa moderna, tanto en sus directivos como en las relaciones que establece con el resto de personas e instituciones. Es desde esa visión desde donde se usurpa la lógica del don del debate sobre lo que la empresa es, desde donde se obvia la consideración de apertura al otro, del que es auténticamente otro, en la toma de decisiones del directivo. El diagnóstico que se hace desde la atalaya del pensamiento débil que da por válido el cliché de que «don» es desinterés —y que por tanto no puede formar parte de la acción de la empresa y que, en todo caso, queda dentro del ámbito privado, del de cada cual— es necesario que sea superado: el don no anula el interés, sino que lo dimensiona adecuadamente para una adecuada toma de decisiones. Así lo han visto autores como Grassl, Faldetta o McCann1.

FORMACIÓN DE DIRECTIVOS EN LA LÓGICA DEL DON

De este modo, la formación de directivos requiere de la integración de una triple perspectiva: la formación prudencial para saber cuáles son los problemas, la formación científica para saber cómo resolverlos y, por último, la formación humanística, para saber por qué surgen, a qué sistema de valores se apela para provocarlos o para encontrar guías de conducta para su solución. La formación directiva queda incompleta si no se trabaja en esta triple visión (saber enfrentarse a lo estructurado, a lo no estructurado y a lo diverso, desde los principios y valores que nos definen como persona).

Ley, contrato y don; relaciones de equivalencia, relaciones de intercambio y relaciones de reciprocidad; formación científica, prudencial y humanística para encarar los triples retos a los que nos enfrentamos en la toma de decisiones en el ámbito institucional. Tradicionalmente, hemos dejado la primera para la formación universitaria de grado, la segunda para el ámbito de las escuelas de negocio y la tercera, por cuenta propia: allá se las averigüe cada uno, entre otras cosas, porque se entiende que esta formación es, en sí misma, subjetiva. La lógica del don requiere del replanteamiento de esta última dimensión. Se trata de formar sin adoctrinar: de proponer, no de imponer. Es algo que en los distintos capítulos del libro de Finn (2012, The Moral Dynamics of Economic Life. An Extension and Critique of «Caritas in Veritate») se propone de manera casi insistente.

NOTA Grassl, W. (2011), Hybrid Forms of Business: The Logic of Gift in the Commercial World. Journal of Business Ethics. Vol. 100, Issue 1 supplement, March. Págs. 109-123; Faldetta, G. (2011), The Logic of Gift and Gratuitousness in Business Relationships. Journal of Business Ethics. Vol. 100, Issue 1 supplement, March. Págs. 67-77 y McCann, D. (2011), The Pirnciple of Gratuitousness: Opportunities and Challenges for Business in Caritas in Veritate. Journal of Business Ethics. Vol. 100, Issue 1 supplement, March. Págs. 55-66.

Profesor de IE Business School