Nuestra civilización hunde sus pilares en el derecho romano, la filosofía griega y la religión judeocristiana. El sentido de trascendencia que marca nuestra impronta y esa pasión dominante por salir de nosotros mismos, tiene su origen en un pequeño pueblo de Palestina. La posibilidad de abarcar a otros, dándoles carta de ciudadanía, con igualdad de derechos y deberes, hunde sus raíces en la tradición del derecho romano. El reconocimiento de la autonomía de la razón y la reafirmación de la dignidad del hombre, solo se entiende desde la filosofía griega. Los rasgos característicos de nuestra cultura se perfilan en la síntesis de una tradición que ha cincelado, no sin esfuerzo, un cuerpo de doctrina, un imaginario humano, una sensibilidad especial para saborear la belleza, cuyos pilares pivotan en el encuadre oriental del Mediterráneo. Metafóricamente podemos decir que España, ya que se encuentra en el embudo de la salida de ese mar hacia el océano Atlántico, ha filtrado los elementos fundamentales que dan definición a esa cultura, los ha vivido, enriquecido y hecho propios, y los ha proyectado hacia el occidente americano. Se convirtió en un «reservorio» de los valores culturales occidentales, en el depósito del que volver a beber las aguas de la tradición que dio origen a la cultura occidental, protegiéndola por momentos de sí misma y difundiéndola a otros territorios.
Me llamó la atención una frase, oída de labios del americanista Hernández Sánchez-Barba, en la que se comentaba que hasta que los españoles salieron a navegar al Atlántico, se navegaba «a la vista». A partir de entonces, la navegación se hizo mirando las estrellas. Los españoles enseñaron a mirar a las estrellas para hacer algo útil, enseñaron a mirar hacia arriba no solo para admirar y para conocer la realidad que circunda a nuestro mundo, sino para orientarse en él. El descubrimiento de América posibilitó la apertura y revitalización de unos valores culturales que languidecían. No fue solo un acontecimiento político y económico, lo fue también a nivel religioso y vital: la semilla de una cultura que daba síntomas de agotamiento por las luchas internas entre reinos, fecundó en el vientre de una tierra que no había sabido mirar con sentido de trascendencia sus activos y riquezas.
El presente es la síntesis armónica del pasado y el futuro. Es el momento que destila las lecciones de una vida que ya fue y que simultáneamente la abre a su proyección. El presente es superador del instante hedonista que vive del capricho del «ya». España y Portugal tuvieron un papel crítico en recuperar el sentido del presente difuminado en los albores de la Edad Moderna: España abrió nuestra cultura hacia el futuro, poniendo la mirada en el occidente, en el Nuevo Mundo, y Portugal lo enfrentó, en un diálogo abierto, con el pasado que supone las culturas orientales. Europa se recupera a sí misma por la labor de unos hombres que se tomaron en serio la necesidad de ir más allá para resolver los problemas que se tenían «más acá» —disculpen esta forma poco ortodoxa de expresión—.
Se pueden proyectar unos valores, enfrentándolos a una nueva realidad, cuando se está seguro de ellos, cuando no se duda de su relevancia y pertinencia. Solo se da lo que se tie-ne, y algo se tiene cuando se posee en plenitud. Para darse, poseerse; para poseerse, quererse; para quererse, conocerse. Este proceso del conocimiento de lo que uno es, hasta la posesión de sí mismo para la entrega a otro, requiere de un movimiento ascendente que no puede pararse, enquistarse. Cuando me recreo en el propio conocimiento caigo en la parálisis del «narcisismo»; cuando me encorvo sobre mí mismo autocomplaciéndome en mi propia posesión, caigo en los vicios de un egoísmo estéril que me deforma como al Gollum de Tolkien. Si me entrego sin tomar posesión de mí, caigo en un huero sentimentalismo que difícilmente deja huella. España, cuando se abrió a América, cuando abrió Europa a América, propició que Occidente iniciara un nuevo itinerario fructífero: tuvo que tomar conciencia de lo que era, reconocer las fuentes de su cultura, respetarlas y quererlas. De algún modo, obligó a Europa a entenderse y a hacerse entender, poniendo los pilares para un verdadero proyecto común. La Edad Moderna puso las bases para reconocernos y proyectarnos; la Edad Contemporánea —en la que ya había que incluir en el debate y en el proceso de crecimiento y madurez a los nuevos territorios con sus singularidades e idiosincrasias, con sus legítimos objetivos y tradiciones— supuso ese esfuerzo que hace la crisálida dentro del capullo en el que se gesta una nueva realidad, por transformarse de gusano en mariposa. Esa lucha por reinventarse no estaba libre de esfuerzos, de tensiones incluso dramáticas. Las grandes guerras, los grandes dramas, las grandes revoluciones, se gestan en esta época. Y estas grandes revoluciones, a pesar de su dramatismo, van invadiendo territorios cada vez más amplios y sustanciales: de la guerra por la expansión territorial, a la guerra política por cambiar los sistemas. De las revoluciones nacionales, a la imposición de un nuevo orden secular. De la lucha por imponer un nuevo orden, a la revolución cultural —se da ya el paso de lo material a lo espiritual—. De la revolución cultural, al cuestionamiento radical del espíritu. Todo se pone «patas arriba», sobre todo se debate, todo se discute y se opina.
Estos fenómenos de transformación se viven con una especial violencia y vehemencia porque se es consciente, explícita o implícitamente, que lo que está en juego es mucho. El antropocentrismo que supone la emancipación del hombre llevada a cabo por la Ilustración, es el catalizador de este proceso. Es cierto que las aporías a las que nos enfrentaba el diálogo con una nueva realidad requerían de una reafirmación del papel del hombre en su propio gobierno. El reconocer el estatuto epistemológico propio de nuestro pensamiento, la autonomía de nuestra razón, debía llevar al hombre a superar planteamientos mitológicos que lo encorsetaban en una pesada realidad, que impedían su crecimiento y proyección, que dificultaban hacerlo mayor de edad, dar cuenta de sí mismo. El ser consciente de estar hecho a imagen y semejanza de Dios, llevó al hombre occidental a reclamar para sí y para los demás una dignidad usurpada por el miedo a un futuro que no se domina ni se gobierna. Pero ese logro necesario se llevó hasta el extremo.
La aparición de las ideologías en el debate sobre los valores nos llevó a claudicar sobre nosotros mismos. El deslumbramiento que nos provocó la conquista científica y tecnológica nos debilitó aún más la mirada sobre los asuntos que realmente eran relevantes. Desde el siglo xvise produce una dilución del hombre occidental en sí mismo: se deja ubicar en un mundo acuoso, donde ya no hay más seguridades para anclarse que aquellas que nos da la ciencia. El hombre navega intencionalmente en el mar de lo opinable, de lo relativo: necesita una sociedad líquida que no imponga sendas e itinerarios, donde cualquier camino y recorrido sea posible, donde no se deje más rastro que una estela en el agua —de manera que los demás no se vean obligados a seguir un rastro, ni yo mismo tenga por qué seguir el de otro por haberlo rotulado en un terreno sólido que se convierte para mí en una especie de «punto focal» que condiciona mi libertad y creatividad—. Esta dilución es paulatina, nos va llevando por un plano inclinado. Los acontecimientos históricos se amontonan, cada vez se precipitan con mayor rapidez: lo que antes se vivía desde una humana parsimonia, ahora se acelera en un movimiento centrípeto y en espiral que tiene al hombre como foco. Casi sin tiempo para sacar lecciones, para aprender de los errores y recrearse en los aciertos, el hombre occidental contemporáneo se ve a sí mismo como ser simplificado. Y lo único que le basta para no caer en un pesimismo irredento es afianzarse en lo que la tecnología puede hacer por él.
Pero hay que caer en la cuenta que estos abusos solo pueden darse en una cultura que es capaz de cuestionarse a sí misma, una cultura capaz de mirarse desde fuera, de ser, por tanto, trascendente. Este es el hecho relevante: la cultura occidental es una cultura capaz de cuestionarse, capaz de ir más allá, es la cultura de la libertad. Es la única cultura que puede destruirse a sí misma: las demás lo hacen desde fuera, necesitan de un enemigo que erosione sus fundamentos. La nuestra, es capaz de hacerlo desde dentro. De aquí nuestro drama… y también nuestra grandeza.
El problema, a mi juicio, no es por una cuestión de método, sino de equivocarse en la premisa de partida. No se trata de cuestionar la conquista de la libertad, sino de hacerlo adecuadamente, y eso pasa por entender que la libertad es una «libertad-para» y no una «libertad-de». La emancipación del hombre que se inició con la Ilustración —fenómeno qué solo podría darse en nuestra cultura— nos llevó por un itinerario lleno de trampas. Era necesario emancipar al hombre de las instituciones, pero no para llevarlo al nudo gordiano de sí mismo. La fractura que se produce en el siglo XVII de los trascendentales clásicos llevó al hombre a no reconocerse en su unidad. La unidad del ser y su desvinculación de la Belleza, la Verdad y el Bien nos permitió avanzar por caminos insospechados en el desarrollo de los respectivos campos, pero se hizo a costa de fracturar al hombre en su unidad. El énfasis en la libertad de la persona para que no tenga ningún condicionamiento en su acción, nos llevó a perder el sentido de finalidad. La libertad es para el Bien (para la Verdad, para la Belleza, tanto da una como otra porque son categorías del ser, inseparables en cuanto que el ser es uno), y eso no condiciona, sino que ordena. Se confunde la libertad con el libertinaje y se anula la dignidad del «libre albedrío»; no se entiende lo que esto supone y se reduce al capricho subjetivo.
La fractura de los trascendentales clásicos permitió, en efecto, desvincular el desarrollo de la ciencia de lo moral. En la medida que la Verdad tiene su propio ámbito y no tiene que estar referida a un bien, puede mantener su propio discurso y no encuentra más límites que los que ella quiera darse a sí misma. Todo lo que se pueda hacer científicamente, se debe hacer. De igual modo en el campo de la moral y las nuevas formas de ética laica. Lo bueno no tiene por qué estar sometido a lo verdadero, tiene su propia autonomía. El procedimentalismo ético es la forma básica por la que el hombre posmoderno puede darse asimismo los valores contingentes en los que fundamentar la evaluación de su acción.
Esta larga disquisición viene a cuento porque pone de manifiesto, a la vez, el problema y los rasgos diferenciales de nuestra cultura, de nuestro genuino carácter español: es una cultura con ideal de belleza, de bien y de verdad; es una cultura holística, que toca todos los campos, que sobre todos los asuntos que competen al hombre tiene algo que decir y que proponer. Además, tiene un discurso sólido sobre ellos —o mejor dicho, ha tenido un discurso sólido—, un discurso coherente, sistemático y sistémico. Nuestra cultura ha avanzado mucho en el desarrollo de la ciencia pero haciendo que el hombre sea capaz de anularse a sí mismo. Nuestra cultura ha propiciado sistemas políticos que garantizan los mayores niveles de libertad jamás conocidos, pero haciendo que el relativismo imponga la dictadura de la individualidad, llevando al hombre al aislamiento. Nuestra cultura ha posibilitado una producción artística y literaria riquísima, pero poniendo al mismo nivel una acto de creación y un acto de improvisación, haciendo que el hombre confunda lo espontáneo y lo libre.
Se dijo que en España se ensayó la Segunda Guerra Mundial con la participación de los bloques en el apoyo a las dos facciones de hermanos que se enfrentaron. Ahora también España es el campo de experimentación de las ideologías de género que nos impone el posmodernismo. Parece que nuestro papel de irradiación de la cultura occidental sigue estando en nuestro adn, e igual que antes sirvió para difundir y afianzar valores permanentes, ahora está sirviendo para experimentar y esparcir contravalores. Los acontecimientos históricos surgen como consecuencia de ideas y estas también se forjan al hilo del desarrollo de esos acontecimientos. Sin solución de continuidad, se van superponiendo actos y pensamientos, acelerando un proceso que deja al hombre casi sin armas para defenderse de sí mismo.
La Edad Media había permitido al hombre occidental superar dos grandes problemas: por una parte, despojarse de los prejuicios y de la esclavitud del mito. Ya no era víctima de la discrecionalidad de los dioses y del destino. Gracias al cristianismo, el hombre se reconocía como hijo de Dios y se veía liberado de la pesada losa de las fuerzas de una naturaleza caprichosa. La Edad Moderna permitió al hombre liberarse de una institucionalización de su vida. La cosmovisión medieval se materializó en instancias muy visibles, en organizaciones políticas, sociales y religiosas que facilitaban el acceso a una vida trascendente, pero que a la vez lo hacían por «carrilitos de acero» (por utilizar una expresión de Américo Castro) muy estrechos, para evitar que nadie se equivocase. Los estamentos cosificaban y solidificaban los proyectos personales. El abuso y simplificación de estos itinerarios institucionalizados podía llevar al hombre a una cierta asfixia por respirar siempre un aire enrarecido, no oxigenado. Pero la Edad Moderna y la Contemporánea han impuesto otro tipo de abuso: el de la dictadura del hombre sobre sí mismo. Había que emanciparse de los mitos, y el hombre occidental lo hizo, había que emanciparse de las instituciones, y el hombre occidental lo volvió a hacer; ahora el hombre occidental tiene que emanciparse de sí mismo, y está por ver si es capaz de hacerlo. Una novedad frente a este nuevo reto concurre en el escenario. Siempre que nos habíamos emancipado lo habíamos hecho contando con Dios, o al menos sin cuestionarlo. Ahora el hombre occidental se encuentra sin su apoyo, y no porque Él esté debilitado o desinteresado, es porque nosotros lo hemos excluido de nuestro mundo (para algunos, de nuestro imaginario).
De nuevo ahora, España, debería jugar un papel crítico en la defensa de un carisma, de una forma de entender el mundo y las relaciones vitales. La mística española fue una de las principales aportaciones a un mundo que daba los primeros síntomas de secularización. La mística encontró en el arte la mejor y más adecuada forma de expresión de las verdades que contemplaba y admiraba. Mientras que otros se dedicaban a hacer un desarrollo de la verdad mediante la especulación filosófica, mediante la disciplina y el rigor de un pensamiento discursivo, España se dedicó a darle cauce a esas mismas verdades utilizando un método más completo, menos cerrado, más sugerente y libre: el que nos proporcionaba el arte. Cuando en el siglo xixse empiezan a producir los primeros avances de la ciencia y la tecnología, en esta ocasión verdaderamente efectivos para la mejora del bienestar, en España surge un romanticismo peculiar, con singulares y profundas consecuencias políticas y culturales que permiten innovar en campos distintos a los puramente materiales. El haber utilizado siempre métodos distintos al resto, el haber «mirado siempre a las estrellas» para dirigirnos y organizarnos —mientras otros lo hacían mirando la proximidad de la costa—, nos ha permitido ir un poco más allá del resto. No siempre bien entendidos, hemos innovado y no solo renovado. Gracias a que no nos hemos guiado por los perfiles reconocibles de una costa ya transitada y familiar, sino que nos hemos lanzado a mar abierto, mirando siempre arriba, a puntos del firmamento que nos permitían avanzar a mayores distancias ya que la vista podía referirse a ellos desde puntos más distantes entre sí, hemos sido capaces de proteger un legado y abrirlo al encuentro con el otro. Hemos sido cauce de diálogo entre culturas sin caer en un peligroso sincretismo. Si somos capaces de volver sobre nuestras raíces asumiendo nuestra responsabilidad histórica como punto de encuentro entre Oriente y Occidente, entre reafirmación de la persona y su apertura a la trascendencia, si nos reconocemos como la necesaria puerta de entrada del Sur hacia el Norte, podemos volver asumir un papel que nos hemos usurpado a nosotros mismos. Quizás los vicios de nuestra cultura occidental los vivamos aquí con una pasión especial, de igual forma que vivimos también sus virtudes. Quizás esa vehemencia nuestra nos lleve a identificar con mayor grado de precisión el rostro enfermo de una civilización que para alguno puede estar dando síntomas de deterioro. Pero, como decía Toynbee, la existencia de una minoría creativa puede ser la garante de la reconstrucción que el sistema necesita. Esa minoría creativa, nos dice Benedicto XVI en su diálogo con Marcelo Pera —publicado en forma de libro con el título Sin raíces—, se encuentra en aquellas personas que tienen la convicción y el compromiso de vivir conforme a unos determinados valores, aquellas personas que no pactan con lo políticamente correcto ni con la comodidad de una vida sin sobresaltos.
Las fuerzas centrípetas que nos pueden llevar al colapso, se equilibran con las centrífugas que nos fuerzan a la fractura de nosotros mismos. Sin caer en la peligrosa dialéctica histórica de lucha de clases, de movimientos e incluso de ideologías y tendencias, puede haber algo bueno en el mantenimiento de un cierto equilibrio respecto de estas dos fuerzas.