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El sector público será lo que sean sus instituciones. En el contexto actual estas deben ser, no solo aligeradas o recortadas, sino sobre todo mejoradas y revisadas en su eficiencia.

Estos dos asertos elementales deben ser objeto de algunas precisiones. La principal es que el término instituciones se entiende aquí no en el sentido estrictamente organizativo, sino en el más amplio de formas básicas del ordenamiento jurídico y político. Además, lo institucional comprende conceptos y formas de actuación propias de la economía, el derecho y la filosofía política.

Como consecuencia de ambos matices, el término Estado de bienestar alude, a nuestro juicio, a una construcción institucional de este estilo: no es una forma (mucho menos una simple manera de organización) del Estado desde la segunda posguerra mundial a nuestros días, sino que hace referencia a la ordenación de ciertas técnicas y normas en la búsqueda de un objetivo de igualdad y de prestación de servicios públicos en favor del mayor número de personas. Que no se designa con él una forma típica del Estado se ve bien en la originaria expresión inglesa («welfare state»), la cual, lejos de referirse a un rasgo constitutivo del aparato estatal —en este sentido, incluso el término «State» es extraño a la propia tradición constitucional británica—, hace referencia al modo de construir y desarrollar, desde múltiples perspectivas, ese conjunto de prestaciones sociales.

Hechas estas advertencias y antes de adentrarnos en el análisis institucional propiamente dicho (dónde estamos y hacia dónde se dirige el sector público), es necesario añadir que es difícil hacer predicciones certeras. En un artículo recientemente publicado en la Public Administration Review a propósito del futuro de la administración pública en los Estados Unidos en el horizonte del 2020, los profesores O’Leary y Van Slyke comienzan con un recordatorio de algunas de las más célebres profecías económicas y tecnológicas fallidas: desde aquellos que aconsejaron a Philip Reis, socio de Graham Bell, que desistiese de inventar un aparato para transmitir el sonido pues «no tenía futuro» (1861), hasta el escepticismo con que IBM y Kodak recibieron el invento de la xerografía por Chester Carlton (1938), pasando por la legendaria afirmación de quien llegaría a ser director de la oficina de patentes y marcas estadounidense, Charles Duell, quien en 1899 abogó por su cierre sentenciando que «todo cuanto podía inventarse, estaba ya inventado». En el ámbito de la economía y del derecho, causan particular asombro las opiniones de Adam Smith y Rudolf Ihering cuando, refiriéndose el primero a las «joint stock companies» y el segundo a las sociedades por acciones, expresaron respectivamente —con un siglo de diferencia— su desconfianza sobre el porvenir de tales figuras, considerando el primero que las compañías heredadas del Antiguo Régimen no encontrarían acomodo en el nuevo sistema económico, en tanto que el insigne jurista alemán opinaba que «la sociedad por acciones, en su forma actual, es una de las instituciones más imperfectas y más funestas de todo nuestro derecho» (cfr. el artículo de J. M. Gondra «El control del poder de los directivos de las grandes corporaciones» en la Revista de Derecho Mercantil, núm. 269, 2008).

Alentados por el fracaso de estos ilustres precedentes, nos atrevemos a trazar algunas de las previsibles líneas de reforma del sector público en los próximos años.

Para ello, partimos —como se ha dicho— de la múltiple consideración que los términos Estado de bienestar y sector público ofrecen desde los puntos de vista político, jurídico, económico y presupuestario. Después se hará un breve repaso de las líneas de tendencia en la revisión del sector público en los Estados Unidos de América, en Europa y en España, en particular. Todo ello esperamos que arroje algunas conclusiones en torno al modo de plantear ciertas reformas de calado en estas materias.

La primera y más obvia consideración que debe hacerse sobre la política social del Estado es que esta ha estado siempre presente entre sus fines. Es un tema clásico de la filosofía política el de la justicia distributiva y los límites con que el Estado, en virtud del principio de subsidiariedad, puede inmiscuirse con más o menos extensión en la vida de los ciudadanos para garantizar un cierto nivel de asistencia mínima. Es, además, un debate vivo en el pensamiento político actual, en especial en el ámbito de la doctrina norteamericana: el lugar común es aquel del que parte, entre otros, Michael Walzer cuando afirma —aun reconociendo que se dirige a estudiar las exigencias de la justicia distributiva en los Estados Unidos de hoy (Justicia aquí y ahora, 1986, publicado en Pensar políticamente, selección D. Miller, trad. Albino Santos, ed. Paidós, Madrid, 2010)— que «todo Estado del que he tenido conocimiento en el estudio de la historia y de la política comparada se ha dedicado en algún sentido […] al bienestar de su propia población»; después —y este es, sin duda, el quid de la cuestión siempre y en todas partes— «las cuestiones más concretas de las que [los Estados] deberían ocuparse dependerán ya de la cultura política local y de la concepción compartida de la vida social que allí se tenga» (en virtud, añadimos, de las exigencias de justicia y dignidad de la persona, en su caso constitucionalizadas); «[n]uestro Estado del bienestar, por ejemplo —concluye—, pone eminentemente el acento en el bienestar físico y la longevidad de la vida de sus ciudadanos». Desde otro punto de vista, y en una síntesis que ha ganado justa fama por la sencillez de sus planteamientos, lo recuerda Michael San-del: «Preguntar si una sociedad es justa es preguntar por cómo distribuye las cosas que apreciamos: ingresos y patrimonios, deberes y derechos, poderes y oportunidades, oficios y honores. Una sociedad justa distribuye esos bienes como es debido: da a cada uno lo suyo. Lo difícil empieza cuando nos preguntamos qué es lo de cada uno, y por qué lo es». De hecho, los debates importantes y de fondo giran en torno a las «discrepancias acerca de qué significa maximizar el bienestar, respetar la libertad o cultivar la virtud» y a qué debe hacerse cuando estos ideales entran en conflicto (Justicia, trad. Juan Pedro Campos, ed. De Bolsillo, 2012).

Sin entrar aquí en tales debates, es de señalar que, desde un punto de vista diacrónico, el crecimiento del sector público ligado a una concreta forma del Estado de bienestar ha discurrido en Europa por ciertos cauces ideológicos y políticos que, en una pincelada, pueden resumirse en el neoliberalismo, la teoría de la modernización (el crecimiento hasta el límite y el Estado de bienestar «maduro»), la socialdemocracia al estilo sueco y danés de los años sesenta y setenta y, hoy, la influencia de la globalización y la revisión de ciertas formas del sector público.

Lejos de nuestra intención, sin embargo, reducir toda la influencia política e ideológica a un mero juego de decisiones políticas. Hay, debe haber, en el diseño del sector público y del espacio para las políticas del bienestar, una delimitación clara y estable de las normas por las que se rige el sistema. En España, «Estado social y democrático de Derecho», se encuentra constitucionalizada la llamada cláusula transformadora según la cual «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas» (artículos 1.1 y 9.2 de la Constitución); y en otros muchos preceptos que regulan los derechos fundamentales, los derechos y deberes cívicos y los llamados principios rectores de la política social y económica laten ideas nucleares de libertad, igualdad y equidad: en el ámbito educativo, junto al sistema de educación básica obligatoria y gratuita, el reconocimiento de la «libertad de enseñanza» y «libertad de creación de centros docentes», junto con el derecho de los padres «para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» y la posibilidad de intervenir —con los profesores y alumnos— en el control y gestión de los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos; en el del gasto público, el criterio de «asignación equitativa de los recursos públicos»; los mandatos a los poderes públicos, en fin, de mantener «un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos, que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo», de tutela de la salud pública «a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios» —con los correlativos derechos y deberes cívicos al respecto— y de garantizar, «mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad» (artículos 27, 31, 41, 43 y 50 de la Constitución, respectivamente).

Puede verse en todo ello, según ha dicho Ariño Ortiz en el contexto de las instituciones económicas basadas en el interés general (Empresa pública, empresa privada, empresa de interés general, ed. Thomson-Aranzadi, Madrid, 2007), una antropología que fundamenta el orden económico y social, la cual debe conducir a reconocer una serie de libertades concretas a los ciudadanos, como las de elegir el centro educativo para sus hijos, la protección sanitaria que les inspire más confianza, la libertad de decidir el destino social, cultural o religioso de una parte de su dinero o la de organizar la propia vejez, etcétera, «[t]odo ello, naturalmente, sin tener que pagar dos veces la misma cosa (sanidad pública y sanidad privada, educación pública y educación privada, pensión pública y pensión privada, etc.)».

En una perspectiva económica, y ciertamente premonitoria de los problemas que hoy se muestran de forma acuciante, González Páramo resumía toda una panoplia de medidas en su trabajo «De recortes y reformas del Estado de bienestar: el papel de la gestión pública» (en la obra dirigida por Muñoz Machado, García Delgado y González Seara Las estructuras del Estado de bienestar en Europa, ed. Escuela Libre Editorial, Civitas, Madrid, 2000). Se trata, ante todo, de «reconvertir la actuación de los gobiernos» para hacer frente a las nuevas fuerzas de cambio que operan sobre las antiguas estructuras de aquél: «la situación sociodemográfica, el entorno económico internacional y los costes de ineficiencia de la intervención estatal». Sin repasar aquí todo el elenco de las fórmulas propuestas, solo quiere dejarse constancia de la abundancia de técnicas que forman parte, por así decir, del arsenal institucional económico y de gestión pública común y cuya utilidad fue apuntada antes del vigente contexto de crisis económico y financiera, como parte de ese necesario remozamiento del Estado de bienestar: así, como parte de los llamados mecanismos cuasi-competitivos y de mercado, las «tasas o tiques moderadores del consumo o copagos» (que tratan de repercutir a los consumidores de servicios públicos una parte del coste); los vales, bonos o cheques como transferencias de suma limitada «que solo pueden hacerse efectivas al adquirir bienes o servicios específicos cuya oferta es susceptible de ajustarse —en cantidad o calidad— a las demandas ciudadanas», siendo sus aplicaciones más frecuentes los servicios sociales, el sistema educativo (vales de guardería, cheque escolar para primaria y secundaria) y los gastos fiscales; incentivos monetarios al desempeño eficiente (contratos-programa), los mercados de derechos, el uso de la contratación externa y un largo etcétera.

Una vertiente a caballo entre lo económico y lo jurídico sería la presupuestaria, de especial interés por cuanto es precisamente en este campo donde nace en el derecho español la denominación técnica «sector público», hoy extendida en diversas normas que tienden a concebirse en términos económicos y de resultados, con frecuencia por imperativos del derecho de la Unión Europea (legislación de contratos públicos y legislación de estabilidad presupuestaria, así como las cláusulas de responsabilidad por incumplimiento del derecho comunitario). El sector público, en este sentido, siempre ha sido objeto de una intensa regulación presupuestaria, la cual mantiene no obstante importantes distinciones entre la Administración y la Hacienda tradicionales y otras formas de actividad económico-financiera de entes del sector público, que difieren en la configuración de la mayoría de las instituciones financieras (presupuesto, contabilidad, tesoro o recursos financieros y control); convirtiéndose así en un índice fundamental para conocer —y limitar— la creación de entes instrumentales, lo cual entronca todavía más ampliamente con la necesaria reforma organizativa y la evitación de duplicidades en las competencias de las administraciones (no solo en el nivel instrumental, sino también y primariamente en el de los entes territoriales). Por último, la reforma que introduce el nuevo artículo 135 de la Constitución imponiendo a los poderes públicos una prohibición de déficit estructural y límites al endeudamiento público, desarrollada en sus aspectos esenciales por la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera —norma que pasa a integrar el llamado bloque de la constitucionalidad—, es indudablemente una pieza central en todo este entramado.

Apuntadas algunas de las claves para una renovación de las instituciones del sector público, veamos qué está ocurriendo en la prospectiva del Estado de bienestar y de la reforma administrativa en la política comparada y española.

Pueden encontrarse, ante todo, algunos problemas comunes a ambos lados del Atlántico. Así, el del crecimiento de la deuda pública, debido en gran parte al incremento de la edad de la población y a las consecuentes repercusiones sobre los servicios públicos y los sistemas de pensiones; que necesariamente ha de llevar a ajustes en las políticas fiscales para asegurar la estabilidad monetaria y el crecimiento a largo plazo, así como el control riguroso del déficit. En segundo lugar, en EEUU y en Europa es otra señal común la llamada a la «desburocratización» y a la introducción de lo que se han llamado mecanismos de privatización interna, esto es mecanismos de mercado (o cuasi-competitivos) dentro de las estructuras del sector público.

Todo ello, en tercer lugar, puede verse en el contexto concreto de la crisis financiera y la necesidad de aplicar ciertas reformas, paradigmáticamente en el caso de Suecia, como país que afrontó la necesaria revisión del modelo nórdico del Estado de bienestar, el cual se mostraba insostenible a partir de los años noventa. La experiencia ha sido descrita en primera persona por quien fuera ministro de Finanzas y después primer ministro durante diez años (1996-2006), con el partido socialdemócrata, Göran Persson (en la excelente entrevista concedida a Alistair Levy y Nick Lovegrove: «Reforming the public sector in a crisis: an interview with Sweden’s former prime minister», McKinsey Quarterly, 2009, núm. 3). Entre los elementos a destacar —recuérdese que, al término de su mandato, Suecia había reducido casi a la mitad su deuda pública, situándola en torno al 40% del PIB—, Persson subrayaba una triple estrategia: la liberalización de ciertos sectores (tales como telecomunicaciones, servicios postales, transporte ferroviario y otras infraestructuras), la amplia penetración de las tecnologías de información y la introducción de un programa de educación universitaria para adultos, combinado con medidas de empleo. Un prerrequisito para la implantación de todas estas reformas fue, desde luego, el saneamiento del sistema financiero y el programa de reducción del gasto público. En fin, un elemento muy destacable para el que fuera primer ministro sueco era su concepción del liderazgo para implantar estas medidas: no uno basado solo en visión de futuro e ideas, sino aquel que asegure que una organización pública transparente puede producir buenos resultados en su trabajo diario, no un año sino una y otra vez repetidamente, aun actuando bajo fuertes presiones externas; algo que también desde los EEUU se relaciona con la importancia de actuar estratégicamente, conjuntamente los gobiernos junto con otros actores, mediante una fuerte innovación en las técnicas de gestión pública.

Sin tiempo para detenernos en otras reformas estructurales en el plano europeo, debe aludirse a las medidas adoptadas en España en relación con políticas del Estado de bienestar (además de otras, también con carácter de requisito previo como en el caso sueco, que afectan al mercado laboral, el sistema financiero, la estabilidad presupuestaria o la tímida reforma de algunos aspectos del funcionamiento administrativo contenida en el proyecto de ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno).

En el ámbito sanitario, ha concentrado diversas y relevantes reformas el Real Decreto-ley 16/2012, de 20 de abril, de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud (SNS) y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones: parte del diagnóstico —que figura ya en el mismo título— de que ciertos problemas («la ausencia de normas comunes sobre el aseguramiento en todo el territorio nacional, el crecimiento desigual en las prestaciones del catálogo, la falta de adecuación de algunas de ellas a la realidad socioeconómica y la propia falta de rigor y énfasis en la eficiencia del sistema») han conducido a una situación de dificultad económica sin precedentes del SNS y de un «insostenible déficit en las cuentas públicas sanitarias». En particular, se tratan de paliar estos defectos y de mantener una asistencia sanitaria universal, pública y gratuita modificando los requisitos de la asistencia sanitaria en España (al objeto de evitar descoordinaciones entre los servicios de salud autonómicos y homogeneizar la cobertura sanitaria), procediendo a una categorización de la cartera de servicios del SNS y creando el Fondo de Garantía Asistencial, y mediante la introducción de medidas relacionadas con la prestación farmacéutica (nuevo artículo 94 bis de la Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios, que distingue diversos niveles de aportación de los usuarios y sus beneficiarios en la prestación farmacéutica ambulatoria).

Al momento de redactar este artículo, se habían dado a conocer, por otra parte, las líneas básicas de un anteproyecto de Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa y —como iniciativa conjunta de los ministerios de Educación y Empleo— las de un proyecto de real decreto por el que se desarrolla el contrato para la formación y el aprendizaje, y se establecen las bases de la formación profesional dual. Del primero se han destacado como esenciales aspectos cuales son la introducción de evaluaciones adicionales en ciertos cursos de Primaria; la necesaria superación de una evaluación final que se realizará al final del cuarto curso de la ESO para obtener título de graduado en Educación Secundaria Obligatoria y la sustitución de la Prueba de Acceso a la Universidad por una evaluación de final de Bachillerato de ámbito nacional; la modernización de la Formación Profesional de Grado Medio; así como el reforzamiento de la autonomía de los centros para diseñar e implantar métodos pedagógicos propios, la posibilidad para las Administraciones educativas de concertar con centros de educación diferenciada por sexos (siempre que cumplan los requisitos de la Convención relativa a la lucha contra las discriminaciones en la esfera de la enseñanza) y la exigencia de certificación acreditativa de haber superado un curso de formación sobre el desarrollo de la función directiva como requisito para los nuevos directores de centros.

Es aún pronto para inferir consecuencias sobre cómo quedará diseñada finalmente la revisión del Estado de bienestar que da título a estas líneas. Sí parece claro que, dentro de una idea general de reforzamiento en la eficiencia de servicios esenciales, se abren modelos que conjugan la financiación pública con técnicas de gestión que admiten en gran medida la presencia del sector privado: separación de financiación pública y gestión pública, ha escrito Ariño Ortiz en la obra antes citada, que obviamente conlleva que «todas esta actividades y servicios (educación, sanidad, pensiones, asistencia social, deporte y ocio, etc.) seguirán básicamente apoyadas en fondos públicos, por los que deben competir en igualdad de condiciones tanto entes públicos como privados, organizaciones no gubernamentales y cooperativas de servicios», con lo que un sector público más eficiente permitiría al Gobierno concentrarse en los temas nucleares manteniendo la capacidad de dirigir y controlar tales servicios.

Se erigen así en cuestiones clave la delimitación de competencias y la implantación de nuevos modelos de financiación a la hora de prestar servicios esenciales en la sociedad y en el Estado de bienestar, materias que requieren un conocimiento de las instituciones que pueda conducir a una reforma duradera de su eficiencia. Tal es el reto de los próximos años del sector público: si este pronóstico fracasara tanto como el de Adam Smith sobre las sociedades de capital con el que dábamos comienzo a este artículo —lo que sinceramente esperamos que no suceda—, solo nos restaría el deseo de que los comentarios y orientaciones que lo acompañan resultasen tan útiles como fueron los suyos a la hora de alumbrar un nuevo sistema.

Licenciado en Derecho, Docente e Investigador