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Tras doce años de gobierno a cargo del Partido de Acción Nacional (PAN) las elecciones federales mexicanas celebradas en julio de 2012 llevaron a la presidencia de México al candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Enrique Peña Nieto, que se impuso con holgura al candidato izquierdista, Andrés Manuel López Obrador, quedando la aspirante a la presidencia por el PAN, Josefina Vázquez Mota, relegada al tercer lugar. Asimismo, el PRI alcanzaba una mayoría relativa en el Senado y revalidaba la que ya poseía en la Cámara de Diputados, si bien perdiendo un apreciable número de escaños. No prosperó la improcedente impugnación de los comicios planteada por la izquierda ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial, y el 1 de diciembre de 2012 Peña Nieto, tras recibir la banda presidencial de manos del presidente saliente, Felipe Calderón, asumía la jefatura del Estado.

Todavía en la campaña electoral muchos mexicanos seguían sin tener claro que Peña Nieto encarnase realmente un PRI moderno, libre de las inclinaciones autoritarias del pasado y firmemente comprometido con la democracia liberal. Existía el temor de que una vez asentado de nuevo en Los Pinos, el PRI se entregase a la tarea de deshacer todo lo bueno llevado a cabo por las administraciones de Vicente Fox (2000-2006) y Felipe Calderón (2006-2012). Fundado con el nombre de Partido Nacional Revolucionario en 1929 por Plutarco Elías Calles como medio de institucionalizar las conquistas de la revolución de 1910, el PRI se enseñoreó del Estado posrevolucionario en todos sus niveles para instituir lo que Mario Vargas Llosa definió brillantemente como «la dictadura perfecta». En efecto, durante ochenta años imperó en México un sistema político formalmente democrático, pero que en la práctica constituía una oligocracia en manos del PRI, cuyos candidatos se imponían sistemáticamente en las elecciones merced a la tutela que el partido ejercía tanto sobre el aparato estatal como sobre la sociedad mexicana. Coronado por una presidencia «imperial» dotada de amplísimas prerrogativas, el régimen del PRI admitía la existencia de oposición política, mas esta era frecuentemente ridiculizada y en no pocas ocasiones duramente reprimida. Tristemente famosa es la matanza del 2 de octubre de 1968, cuando fuerzas paramilitares y unidades del Ejército mexicano masacraron a cientos de estudiantes que pacíficamente se manifestaban en la Plaza de las Tres Culturas de Ciudad de México en contra del presidente Gustavo Díaz Ordaz.

Y cuando la oposición se las arreglaba para concurrir a unas elecciones con posibilidades reales de victoria, como sucedió en las elecciones federales de 1988, la maquinaria de poder y corrupción al servicio del PRI incurría en el fraude electoral más flagrante para impedir la derrota del oficialismo. Incluso Ernesto Zedillo, último presidente priista antes de Peña Nieto, admitió que su llegada al poder en 1994 fue limpia, aunque «no equitativa». Sea como fuere, el régimen autoritario del PRI devino inviable una vez que Zedillo decidió liberalizar el sistema y abrir la puerta a la democracia. El 2 de julio del año 2000, día en que Vicente Fox derrotó al priista Francisco Labastida en las elecciones presidenciales, concluía de forma efectiva la era del PRI, iniciando México una nueva etapa de la que Peña Nieto y su administración forman parte. En efecto, el nuevo inquilino de Los Pinos ha declarado que no hay que mirar al pasado y que uno de sus principales objetivos es la renovación del partido, es decir, que el PRI nacionalista, corrupto y autoritario pase definitivamente a la historia.

A ello contribuirá la sustancial transformación en todos los órdenes experimentada por el país azteca desde el annus horribilis de 1994, fecha del levantamiento zapatista en el estado de Chiapas y del estallido de la mayor crisis económica y financiera sufrida por México en décadas. Institucionalmente, México goza hoy de un vigor y solidez notables, existiendo una efectiva separación e independencia de poderes que imposibilita la reinstauración del todopoderoso presidencialismo de antaño. La Suprema Corte de Justicia, que ha fiscalizado estrechamente la labor ejecutiva de las administraciones Fox y Calderón, seguirá marcando de cerca a la presidencia, mientras que el Instituto Federal Electoral continuará confiriendo legitimidad a las elecciones que se celebren en territorio mexicano. Asimismo, se han consolidado organismos independientes que cumplen una función esencial, como el Banco de México, cuya rigurosa política monetaria ha posibilitado el mantenimiento de la inflación en niveles relativamente bajos durante la última década, o el Instituto Federal de Acceso a la Información, imprescindible como instrumento de transparencia y de control sobre los poderes públicos.

Otra salvaguardia frente a una hipotética subversión del régimen demoliberal por el PRI es la profunda integración de México en la sociedad internacional a través de acuerdos bilaterales y de su participación en múltiples organismos de cooperación. Como recordaba el año pasado el exsecretario de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda, el país azteca ha tendido una tupida red de acuerdos de libre comercio (veintidós para ser exactos, más que ningún otro país) que incluyen, al igual que el resto de instrumentos internacionales suscritos por México en los últimos quince años, cláusulas contra la corrupción, democráticas y de respeto a los derechos humanos. La apertura del país al resto del mundo ha supuesto, en definitiva, el sometimiento del Gobierno y de las instituciones mexicanas a la fiscalización internacional en materia de derechos de propiedad, libertad de prensa y buen gobierno, unos principios sistemáticamente vulnerados durante la dictadura perfecta priista (Jorge Castañeda, «Las implicaciones de una victoria del PRI», El País, 19/06/2012).

La democratización del país, su apertura al exterior y el robustecimiento institucional son logros notabilísimos que, lamentablemente, han quedado oscurecidos en los últimos años por la violencia generada por los brutales cárteles de la droga, una violencia recrudecida durante la presidencia de Calderón por el implacable hostigamiento al que estas organizaciones criminales se vieron sometidas por el Ejército y las fuerzas de seguridad. Una guerra en toda regla que ha costado al Estado mexicano más de 50.000 millones de dólares y en la que han perdido la vida nada menos que 60.000 personas. La situación de inseguridad en el país se agravó de tal manera que en 2009, incurriendo en considerable precipitación y desmesura, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos juzgó posible que México se convirtiera en un Estado fallido. Estas apocalípticas predicciones de los expertos del Pentágono se sumaban a una larga lista de prejuicios en torno a México abrigados por analistas y políticos en activo de ambos lados del Atlántico, según los cuales México era un país sumido en el caos, poseedor de una economía estancada e irremediablemente rezagado de la supuesta locomotora regional: Brasil. Si estas nociones eran inexactas en 2009, cuatro años más tarde resultan del todo erradas.

Lo son porque la economía mexicana creció a mayor ritmo que la brasileña el año pasado y en el año en curso lo hará más del doble (4% frente a 2%). También porque México ha dejado ser un país de emigrantes y presenta un saldo migratorio nulo. En fin, a pesar de que el crimen organizado conserva una fuerte implantación en el país y de que los cárteles seguirán prosperando mientras exista demanda de estupefacientes al norte del Río Grande y en el Viejo Continente, hay un dato trascendental que muchos estudios sobre el país azteca pasan por alto: la tasa de homicidios en México comienza ahora a descender por primera vez en cinco años.

Asimismo, como ya se ha apuntado, el México actual apuesta decididamente por el librecambio y la incitativa privada, lo que lo convierte en destino ideal para aquellas multinacionales que persiguen deslocalizarse. Empresas europeas, estadounidenses y canadienses fabrican en suelo mexicano desde componentes electrónicas a piezas de avión, pasando por televisores, frigoríficos y toda clase de equipamiento doméstico, generando en el país un número nada de desdeñable de empleos. Se trata de unos bienes elaborados cuyo coste de fabricación y transporte es considerablemente más bajo que el de los productos fabricados en China. En fin, cada año México exporta bienes elaborados por un valor que equivale al del resto de países de América Latina tomados en su conjunto («Special Report Mexico», The Economist, p. 5, 24/11/2012).

Resulta, por tanto, injusta la comparación desfavorable de México con Brasil. México no solamente crece más que el gigante sudamericano (y la brecha se agrandará si la administración de Peña Nieto alcanza el objetivo marcado de situar la tasa de crecimiento en el 6% anual), sino que tanto en PIB per cápita como en los indicadores de pobreza, desarrollo humano y desigualdad el país azteca presenta mejores números que Brasil. Asimismo, mientras que México exporta manufacturas, Brasil ofrece materias primas y productos primarios, cuyo precio ha comenzado a caer debido al descenso de la demanda en Europa y Japón, pero también en China. Como ha admitido Jorge Castañeda, la insistencia del expresidente Calderón en la guerra contra los cárteles de la droga y el enorme coste humano de esta han generado una imagen catastrófica de México que en absoluto se corresponde con la realidad económica y social del país (Jorge Castañeda, «La rivalidad México-Brasil», El País, 2/03/2013).

Empero, a pesar de la excelente salud de las instituciones federales, de la modernización del país y del vigor de su economía, la administración de Peña Nieto debe afrontar reformas de alcance a fin de consolidar lo ganado, acelerar el crecimiento y erradicar los últimos vestigios de clientelismo y corrupción. Algunas de esas medidas inaplazables han sido esbozadas en el denominado Plan Nacional de Desarrollo, recientemente presentado por el presidente. El objetivo último que persigue el plan es elevar la calidad de vida de los mexicanos en un México en paz, incluyente, con educación de calidad, próspero e influyente en el mundo. Sin embargo, no se recogen medidas concretas en un plan que, lamentablemente, se queda en una mera declaración de intenciones desprovista de mecanismos de ejecución y evaluación.

Poco después de asumir la presidencia, Peña Nieto logró que el PAN y el izquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD) hicieron suya la agenda reformista de Los Pinos en el conocido como Pacto por México, un acuerdo que obedece tanto a la voluntad dialogante del presidente como a la más prosaica aritmética electoral, pues el PRI carece de mayoría absoluta en el Congreso de la Unión. Aunque los objetivos del pacto están claros sobre el papel, algunos legisladores de la oposición han expresado recientemente su rechazo a un acuerdo que juzgan mero instrumento al servicio de los intereses espurios de Los Pinos y del PRI. Sea como sea, por muy bienintencionados que hayan sido Peña Nieto y su partido, resulta incuestionable que se trata de un pacto de índole oligárquica suscrito entre las jefaturas de las tres principales fuerzas políticas mexicanas y que no responde a un pacto social previo que lo legitime.

La profusa agenda reformista de Peña Nieto incluye tanto la simplificación y potenciación del sistema tributario como la supresión de los privilegios de que gozaban desde los años más duros del priismo dos de los poderes fácticos de aquel Estado corporativo: el sector monopolístico de las telecomunicaciones y los sindicatos. La proverbial escasez de crédito bancario pretende ser paliada mediante una reforma financiera que deberá permitir el acceso a los préstamos a las pequeñas y medianas empresas mexicanas, que generan el 74% del empleo en el país. Aunque la administración de Peña Nieto no contempla la privatización de Pemex, la empresa pública de petróleos fundada en 1938 tras la nacionalización del sector de los hidrocarburos por el presidente Lázaro Cárdenas, sí ha manifestado su intención de modernizarla y de hacerla más eficiente. Medida fundamental, pues la falta de inversión y tecnología de que adolece Pemex, consecuencia inevitable de su pésima gestión, impide explotar con la debida intensidad los vastos yacimientos de petróleo recientemente descubiertos en aguas mexicanas del golfo de México.

La citada solidez institucional no se puede hacer extensiva al gobierno de muchos de los estados federados y es en esta pervivencia de la corrupción y el clientelismo en el nivel regional donde la administración Peña Nieto tiene uno de sus mayores desafíos. El fenómeno se explica en parte por la proscripción constitucional de la reelección consecutiva de cualquier cargo público, desde el presidente a los alcaldes, que, de momento, Peña Nieto no tiene intención de abrogar. Ante semejante restricción, una vez elegidos en las urnas los gobernadores y legisladores de los estados desatienden las necesidades de sus electores, cuyo voto ya no necesitan, dedicándose en cambio a complacer tanto al aparato de sus respectivos partidos como a sindicatos, patronal, medios de comunicación y demás grupos de interés. El problema se agrava por el respaldo casi incondicional que el Gobierno federal presta a los estados mal gobernados y más manirrotos, práctica que para algunos autores (Aguilar Carmín, Castañeda) supone la degeneración del federalismo en una forma de neofeudalismo (op. cit., The Economist, p. 16). En fin, un vicio clientelar de muy difícil erradicación que degrada la democracia formal, enajena la confianza de los ciudadanos en las instituciones estatales y entorpece el crecimiento económico.

En lo que respecta a la lucha contra el crimen organizado, Peña Nieto y su equipo no parecen seguir un rumbo claro. Aunque la actual administración se ha comprometido a reducir la violencia en las calles, su política de seguridad, que prioriza el gasto en prevención y programas sociales, continúa siendo vaga e imprecisa. Incluso las medidas concretas, como la creación de una nueva gendarmería federal, carecen de plazos y modos de implementación claros. Dicha indefinición preocupa en Washington D.C., donde la violencia mexicana, al igual que el aflujo de inmigrantes ilegales procedentes del lado sur de la frontera, se siguen considerando una amenaza potencial a la seguridad de los Estados Unidos. Puesto que el presidente Obama desea dar continuidad a la estrecha colaboración entre ambos países en materia de seguridad, concretada en la Iniciativa Mérida, urge que Los Pinos defina una estrategia concreta para pacificar el país que, sin incurrir en los excesos de la «guerra contra el narco» de Calderón, erosione la capacidad de los cárteles para operar y causar quebranto a la sociedad mexicana.

Un estudio del México actual, aunque pretenda ser somero y no exhaustivo, estaría incompleto sin una alusión al contexto regional, pues el país azteca está en condiciones, siempre que exista voluntad política para ello, de liderar a la región. Especialmente ahora que América Latina, en su conjunto, atraviesa un momento de bonanza. Excepción hecha de las repúblicas con regímenes populistas integradas en el ALBA, en la región se ha consolidado la observancia de las libertades individuales y de los procedimientos democráticos. El imperio de la ley y la ortodoxia macroeconómica son ahora la norma en unas repúblicas abiertas de par en par al resto del mundo. América Latina se halla, pues, ante una oportunidad única de consolidar su desarrollo. Siendo el segundo país más poblado de América Latina, únicamente superado por Brasil, y la segunda economía de la región y undécima del mundo, México puede contribuir decisivamente a ello. La participación del país azteca como miembro fundador en la recientemente constituida Alianza del Pacífico, que agrupa a los cuatro países latinoamericanos más vigorosos institucional

y económicamente (México, Chile, Colombia y Perú) debe servir para convertir a este formidable bloque comercial en el núcleo de ulteriores procesos de integración latinoamericana. En particular ahora que el ALBA languidece tras la muerte de Hugo Chávez y el Mercosur demuestra no ser más que un área de libre comercio imperfecta. Asimismo, un México que promueva la integración de América Latina puede hacer lo propio con la cooperación iberoamericana, como ya sucedió a comienzos de los años noventa, cuando el país azteca y España impulsaron con entusiasmo el sistema de Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno.

En definitiva, existe un nuevo PRI personificado en el presidente Peña Nieto, pero existe también un México que ha cambiado sustancialmente en las últimas dos décadas. Si la actual administración persevera en las reformas ya iniciadas y asume aquellas que de momento ha soslayado el conjunto de la ciudadanía saldrá beneficiado. Y no solo en México, también en una América Latina de la que México es parte sustancial y de cuyos problemas simplemente no puede desentenderse. _

Analista Político