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El jurado del Premio Nacional de Poesía, en su edición de 2017, ha atinado al concederle el galardón de este año a Julio Martínez Mesanza por su libro Gloria (Adonáis, 2017), una obra magnífica que devolvió a Mesanza a los anaqueles, más de diez años después de su última entrega poética. Aunque lo cierto es que este premio tiene que leerse, porque así lo merece el poeta y con ese espíritu votó el jurado, como galardón a toda una obra construida con firmeza, lentamente, hermosamente. Además, ha sido un galardón que todos los que tenemos la suerte y el gozo de contar con la amistad y la compañía del poeta, aunque sea por la correspondencia cibernética a la que obligan sus quehaceres laborales, hemos asumido como propio. Porque la poesía de Mesanza, como los grandes descubrimientos, supone para el lector un tesoro que descubre y que, con el egotismo propio, guarda para sí primero, regodeándose en la gracia encontrada en cada endecasílabo; encontrándose en la luminosidad que irradia cada verso, el poeta y el lector en una suerte de comunión que, aunque muchas veces quede sólo en la realidad de las páginas del libro, permanece como una marca indeleble en el espíritu: la señal del gozo.

Y de esa misma señal nace, tan fuertemente como un seísmo, la necesidad repentina, cuando ha sido ya el poema conquistado por el lector, de pregonar el tesoro descubierto a los cuatro vientos.

Por eso, los lectores de Mesanza -que serán miles con el tiempo- son probablemente los más fieles de cuantos hay.

Los que hemos tenido la suerte de traspasar las páginas del libro y encontrarnos con el poeta cara a cara, que somos unos cuantos, nos unimos en la unanimidad del juicio y la sentencia. Un poeta “contenido”, me decía la última vez que nos vimos, con una obra que no alcanza los 300 poemas -¡pero qué poemas! Un hombre discreto, caluroso y acogedor, que no ha distraído su mirada de su propio camino. Su genialidad le hubiera permitido ganar más lectores, más fama, más, en fin, vanidad. Sin embargo, ha optado por hacer camino de sus pasos y construir un mundo, a golpe de endecasílabo, tan particular, tan genial, que no podía pasar, sin vergüenza para muchos, sin entrar en la nómina de los poetas premiados con el Nacional de Poesía.

Una poética

Los reduccionismos y simplezas han hecho que cuaje la idea de que la poesía de Mesanza es una poesía esencialmente belicista. A partir de aquí, hay quienes han hecho piruetas y carambolas para lanzar otros calificativos que, además de demostrarse como absurdos, ponen de manifiesto una realidad: la obra de Mesanza, breve en comparación con la de todos o casi todos los poetas de su generación, es de una intensidad sin igual, plena de símbolos y de imágenes, repleta de sendas y caminos dispuestos para que el lector los recorra en busca de su propia elevación. Una obra, a fin de cuentas, que no admite el soslayo ni el garabateo de unos cuantos adjetivos; que necesita de una lectora profunda y de un lector dispuesto a quitarse los tópicos de un manotazo y quedar epatado.

Que existe un elemento bélico en la imaginería, en las palabras, es evidente. Sin embargo, la guerra en la poesía de Mesanza no es sino el encuentro de una realidad en la que, como en ninguna otra, se muestran desnudamente los más sangrantes vicios y las más altas virtudes del hombre. En un poema magnífico titulado Propósito, el poeta define su poética: “En estas once sílabas, el odio/en estas once, la mayor tristeza/y en éstas, la alegría de los hombres, /pero jamás la silenciosa nada”. Odio, tristeza, la mayor de las alegrías… ¡el hombre!

Pero nunca “la silenciosa nada”. El verso final desvela uno de los trazos que conforma el perfil de Mesanza. En la modernidad, o en parte de ella al menos, late una desconfianza cerval por el lenguaje, convirtiendo el hacer del poeta, en un hacer de artesanía que, en el fondo, desaparece cuando decae en una reflexión sobre la propia poesía que no conduce a nada. Pero Mesanza representa a la perfección a esa parte de la poesía contemporánea que, lejos de desconfiar de las palabras, asume el arte poético con toda su significación, con todo lo que de revelación tiene. Y las palabras, como puente, como pedazos de realidad que enseñan el mundo, lo muestran en su más honda verdad.

Se dice también que Mesanza es un poeta historicista; o sea, un poeta de la historia. Pero no. La Historia no es el tema de sus poemas. Lo es, como se ha dicho, el hombre. Porque Mesanza escribe sobre el ser humano. Y en esa intención, le asiste la historia de muy diversas formas -su privilegiada cultura se lo permite. Le asiste como fuente de reflexiones morales, como mimbres estéticos con los que elaborar los decorados de sus composiciones.

Y por historicista, se le llama épico. Y aunque es evidente que la de Mesanza no es una poesía épica, tal y como ésta se define, sí tiene un indudable aliento épico. No por las espadas, no por los caballos, tampoco por las altas torres. Lo tiene por los valores y las reflexiones morales que en toda épica -especialmente en la cristiana- desfilan. También épica e historicista se considera la poesía de Mesanza, en evidente confusión de términos, por el peso que el ritualismo, como epónimo de la tradición, tiene en sus composiciones.

Hasta aquí, el lector que quizá podría estar tentando -¡dulcísima tentación!- de tomar un libro de Mesanza, quizá se haya desalentado. Historia, épica, ritual, valores, reflexión moral… ¡Qué complicado parece todo! Pero no. Ahí está la más maravillosa de las magias que despliega Mesanza; que todo esto en verdad no es más que materia para especialistas y demás alucinados que dedican sus horas al estudio casi íntimo de la poesía. Para el lector corriente, que es el lector mejor, la poesía de Mesanza es una poesía amenísima, divertida, con la que ser feliz. Porque, cuando Mesanza quiere decir caballo, dice caballo. ¡Pero nunca hubiera uno imaginado que caballo pudiera significar tanto!

El camino hasta la ‘gloria’

Nuestro poeta es fundamentalmente conocido por su obra Europa, que ha visto diversas ampliaciones con los años. Porque Europa no es un libro, tampoco es un proyecto literario al uso y en ningún caso es un proyecto historicista. Europa es una idea que Mesanza ha ido tejiendo con los años; un encuentro sentimental e intelectual con esa Europa que se levanta sobre una tradición y una cultura común y que perfectamente podría ser propuesto hoy, con las encrucijadas en las que se encuentra el continente, como ideal al que tender.

A esta obra, pero íntimamente ligada a Europa -un eslabón más de esa idea-  le siguió Las Trincheras, un poemario trazado por la desesperanza, con repentinos y deliciosos rompimientos de gloria, en medio de la Primera Guerra Mundial. Vino después Entre el muro y el foso, un libro especialísimo por lo que supone con respecto a lo que anteriormente había publicado. Porque en él encontramos al poeta mostrándose, al poeta que, por momentos renuncia a su identidad de aedo, y se nos presenta a veces descarnado, otras veces esperanzado. Además, se incluyen en esta obra los pocos poemas de amor que el autor ha publicado, ofreciendo al lector un tono lírico que era nuevo hasta entonces.

Entre tanto, entre libro y libro, salió publicado en una edición difícil hoy de encontrar, un pequeño cuadernillo de poemas titulado Fragmentos de Europa. Un tomito extraño dentro de la obra del poeta, de composiciones en su mayoría breves, pero de un fortísimo sentido, capaces en muy pocos versos, de levantar al lector de su asiento y que dotan de firmeza a esa máxima tan mensanciana: el poeta es un solipsista.

Y finalmente, con antologías de por medio –Soy en mayo, de Renacimiento, es un magnífico comienzo para quien quiera acercarse a la obra mesanciana-, llegamos a Gloria, el libro por el que ha sido premiado y que ha publicado la célebre colección Adonáis.

Gloria, que es de verdad una gloria. El libro era un título deseadísimo para todos los lectores de Mesanza. Más aún para quienes tuvimos la oportunidad de recibir, so gracia del autor, algunos de los poemas que lo compondrían, antes de que el libro fuera terminado.

Los más de treinta poemas que lo componen suponen un puntal -otro más- sobre el que sostener la poderosísima obra de Mesanza, su originalidad, su coherencia. Se concitan en ella tonos diversos -intimidad, reflexión…- que logran una delicia polifónica; una variedad de tonos que conforman una voz tan propia, tan personal, que resulta inconfundible. Porque con Gloria sucede lo mismo que con las obras anteriores: no hace falta volver la vista a las tapas del libro para saber que es de Mesanza.

Atraviesa el poemario una tensión sostenida a la que asisten repentinos relajos, repentinas treguas. Si como consideraba Santayana con las filosofías, los libros de poemas tienen cada uno su olor, el de Gloría sería a castillo redivivo por el verde musgo, que deja de ser signo de abandono para ser pendón de nueva vida.

La obra está dividida en cinco apartados, que se sustentan, como es habitual en Mesanza, en el endecasílabo blanco y que van desvelando poco a poco la dimensión real del poeta y ayudan al lector a redescubrir Europa, porque Gloria, lejos de renunciar, va más allá de Europa (lectura obligada es el poema Jan Sobieski).

Además, está trufado el libro de poemas de referencias bíblicas. Nunca ha ocultado Mesanza que la Biblia es una de sus influencias más profundas. Pero nunca como en Gloria esa relación ha aparecido de manera tan plena. No hay ansiedad referencial, ni búsqueda desesperada de una imagen, sino un hacer suyo. Porque le sucede a Mesanza lo que escribió Nicolás de Cusa en De Docta Ignorantia.

Para el Cusano, el cuerpo, al recibir alimento lo convierte en sí mismo, mientras que el alma, al alimentarse de lo que le es apetecible -la Verdad y el Bien-, se convierte, precisamente, en Verdad y Bien. A Mesanza le sucede otro tanto; el espíritu del poeta se alimenta de la Biblia, tiende a ella, se convierte en ella y desde ella, traza su poema. Al respecto, basta con leer el poema Jueces, 4,8, un poema en el que, el autor ha hecho suyo el pasaje veterotestamentario en el que Yahvé, por mediación de la profetisa Débora, llama a Barac para que se ponga al frente del ejército judío en la batalla contra Canaán.

Además, en Gloria persisten -laus Deo- los elementos más significativos del estilo de Mesanza -referencias castrenses, por ejemplo- pero lo hace bajo un aire nuevo, un aire de intimidad y sentimentalidad que, si bien quedó ya apuntado en obras anteriores, estalla, rompiéndose gozosamente, en estas páginas. Una intimidad que en buena medida el poeta logra a través de la fe y la relación con Dios, de los poemas en los que se dirige directamente a Él, lamentándose a veces, otras conversando sencillamente.

Álvaro Petit Zarzalejos (Bilbao, 1991). Periodista y poeta. Creador de la página Ritmos21, ha colaborado con el Diario de Sevilla y El Economista. Es autor de tres libros: Once Noches y Nueve Besos (2012), Cuando los labios fueron alas (2014) y La Senda Oscura (2017).