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Si hay hoy en España un observador, un cirujano de la vida política y social de nuestro país, ese es Ignacio Camacho (Sevilla, 1957) que a diario, desde su columna en ABC, condensa una de las opiniones y análisis más lúcidos de cuantos se publican en la prensa nacional. A su estilo -una deliciosa simbiosis entre la elegancia del literato y la desnudez del gacetillero clásico-, que desde hace años ha conquistado a un sinfín de lectores, ha de sumarse el manejo inigualable de las claves para entender cada una de las encrucijadas políticas.

Una deliciosa simbiosis entre la elegancia del literato y la desnudez del gacetillero clásico

Y precisamente sobre la encrucijada catalana acaba de publicar un libro: Cataluña, la herida de España(Ed. Almuzara), en el que, con la viveza del dietario, ofrece al lector un relato reflexivo de lo sucedido desde aquellos días de octubre en los que en el Parlamento catalán se consumó la más grave crisis que ha vivido la España democrática. Pero no es sólo una crónica periodística -cuya edición, en el caso de Camacho, estaría más que justificada- sino que además, en dulcísima unión, el autor ofrece una honda reflexión sobre cada uno de los aspectos lo que él mismo denomina “la crisis de octubre” en Cataluña.

“Desde siempre”, dice que España cuenta con el conflicto en Cataluña. ¿Será, también, para siempre?, ¿tendrá razón Ortega: España sólo puede “conllevar” al nacionalismo?

Soy poco optimista. La revuelta de octubre ha puesto en solfa también la idea de conllevancia. Se han roto demasiadas cosas: dentro de Cataluña hay una fractura social manifiesta, pero además se han descosido muchos hilos invisibles entre Cataluña y el resto de España. El independentismo ha logrado uno de sus objetivos inconfesables: agrandar la brecha de antipatía mutua, que contribuye a su estado de secesión psicológica.

El nacionalismo populista sobrevive a base de mitos y agravios, ante los que la reflexión racional parece no tener nada que hacer. ¿Es esta una ‘lucha’ entre la superchería y la razón?

Evidentemente. El problema es que la mentira da la vuelta al mundo mientras la verdad se abrocha los zapatos. Los mitos penetran con mucha más facilidad que las razones, porque éstas necesitan explicaciones complejas que el paradigma posmoderno, esencialmente trivial, rechaza. La gran ventaja del nacionalismo populista es su hegemonía en la propaganda.

El nacionalismo ha logrado adoptar algo que, a priori parece faltarle al constitucionalismo, una estética que, en su caso, se basa en la deformación de la realidad muy en el tipo de Valle…

Yo diría que ha entrado directamente en el esperpento. Con éxito, hay que añadir, lo que lleva a preguntarse por ciertas patologías colectivas de la sociedad catalana. Pero a España le ha faltado un relato positivo de sí misma. No en este conflicto: desde que se refundó la democracia. El relato del éxito de la Transición se agotó con la crisis económica e institucional de este siglo, y no se le ha encontrado alternativa. España no tiene narrativa de autoestima ni de confianza. Y el fenómeno de las banderas la ha reclamado este otoño de forma intuitiva, espontánea.

¿Cómo puede plantarse cara al nacionalismo si es capaz de deglutir toda realidad y devolver a la sociedad un escenario completamente nuevo, completamente inventado?

Primero, persistiendo en la refutación de sus mitos, por trabajosa que sea. Hasta ahora en ese debate ha estado ausente la contraparte, el Estado. Y al tiempo, manteniendo la firmeza y la autoridad democráticas. Sin complejos ni prejuicios porque la democracia española, el llamado régimen del 78, tiene toda la legitimidad y no puede desconfiar de sí misma. No digo que sea fácil, y menos desde esta política

Pero lo que resulta realmente preocupante es que una sociedad con altos niveles de formación y que vive en la confortabilidad haya aceptado cada uno de los decálogos nacionalistas, aun cuando estos caían en contradicción unos con otros…

Cataluña se ha hecho un retrato muy feo de sí misma, un selfie que desdice el mito democrático de la sociedad avanzada, culta y refinada, que por otra parte sólo afectaba en realidad a Barcelona, a la Barcelona del final del franquismo hasta el 92. Luego, la propia ciudad ha caído también en el provincianismo narcisista. De todas maneras, la permeabilidad asombrosa al discurso nacionalista se ha producido por tres factores: el adoctrinamiento pedagógico intensivo sobre varias generaciones, la hegemonía de la comunicación, en medios públicos, privados y luego en internet y la presión sobre el disidente hasta empujarlo a la invisibilidad social. Con eso se ha construido un pensamiento único.

Dice que la historia del nacionalismo catalán es la historia de la incomparecencia del Estado: ¿de aquellos pactos estas DUIs?

Rotundamente. El Estado miró para otro lado a cambio de recibir estabilidad del pujolismo, e hizo concesiones continuas que el nacionalismo aprovechó con deslealtad para construir las estructuras nacionales para avanzar en el proyecto por el  que siempre ha trabajado.

La “crisis de Octubre”, como la llama en su libro, ¿es un populismo -el de Artur Mas- que se ha ido de las manos?

Es un populismo de manual, alentado, además, por fuerzas populistas propiamente dichas. Se fue de las manos en el sentido de que toda revolución acaba escapando de las vanguardias burguesas que la promueven para radicalizarse sola. Llegó un momento en que Puigdemont no podía frenar porque el poder estaba en la calle, en las plataformas soberanistas, en las redes sociales. Lo habían perdido las instituciones. Esto es una constante visible en la historiografía revolucionaria.

El libro tiene concepción de dietario; el lector ve avanzar los hechos y ante el avance, puede preguntarse: ¿se aplicó el 155 muy tarde y muy livianamente?

Sí. Tarde y con timidez, que es el eufemismo del miedo. Y ese error se puede acabar pagando. Pronto.

Lo que es un hecho es que hay quienes quieren irse de España. ¿Qué puede la política o la Constitución, frente a un deseo tan arraigado?

Volvamos a Ortega: “Cataluña quiere ser lo que no puede ser”. Hay que hacérselo saber a la sociedad catalana: que lo que quiere no va a poder ser. Que la nación española no se va a dejar fracturar. Eso se llama firmeza democrática. El nacionalismo tiene que empezar a gestionar su frustración. Al fin y al cabo, con su mentalidad victimista siempre ha celebrado mucho las derrotas. Pues bien: le toca otra. Pero decir que no está mal visto en la política contemporánea.

¿Qué hacer frente a un sistema educativo sobre el que siempre pesa la sombra de la ideologización?

En esto soy muy pesimista, porque las competencias entregadas no se van a poder recuperar. Sólo se podría actuar sobre ellas desde el gobierno autonómico, y para eso hay que ganarlo. El Gobierno central podría haber hecho algo cuando intervino la autonomía con el 155, pero no ha querido. Es decir, no se ha atrevido.

Si tomamos la crisis catalana como baremo, ¿salen bien parados los líderes políticos?, ¿cree que tenemos un problema de liderazgo? Sobre todo, si los comparamos con aquellos líderes de la Transición.

No me gusta caer en el tópico de la melancolía del tiempo pasado. Pero eche usted un vistazo. Con todos sus defectos, que fueron muchos, compare a Pujol, Maragall, Roca, Obiols, Duran, etc, con Puigdemont, Forcadell, Junqueras, Iceta, Colau, los Jordis… y aun los que vengan detrás pueden convertir a Mas en un trasunto de Adenauer. Es un problema de calidad política. Y de destrucción del sistema institucional y político por la deriva del independentismo…con la complicidad de las élites sociales e intelectuales. A veces tengo la tentación de pensar que esta Cataluña se merece a Puigdemont y a Colau.

La de Cataluña es la primera “revolución” plenamente posmoderna: propaganda, tecnología y redes sociales. ¿Cómo ha afectado este cariz al desarrollo de los planes independentistas?, ¿ha hecho más difícil el contra-mensaje?

Sí… si hubiese habido contramensaje. No lo ha habido. Sólo pensamiento ilusorio, la idea de que la revolución se frenaría sola. En octubre hubo momentos en que un Estado analógico hacía frente a una insurrección digital. Por eso hubo tanto desconcierto. Ni el Gobierno ni el Estado entendían lo que estaba pasando. Sólo lo descifró el Rey

Usted, que pertenece a esa generación de periodistas que hicieron la Transición, ¿cómo asiste a las voces, cada vez mayores, que piden una reforma constitucional?, ¿cree que ahí podríamos encontrar una solución?

La reforma de la Constitución siempre es posible, y en algunos puntos sería deseable. Pero, sinceramente, veo más problemas en hacerla ahora que en dejarla como está. La reforma tendría mucho menos consenso social que en el 78, y probablemente también menos consenso político. Y el problema territorial no lo resolvería por la sencilla razón de que el nacionalismo no va a aceptar nada que frene su proyecto. Hay aspectos constitucionales que se han quedado viejos, pero si me pregunta cuántos problemas nacionales se solucionarían reformándola, me atrevería a decir que de los graves, ninguno. Y en cambio se podrían crear otros nuevos. Confío más en las sentencias del Tribunal Constitucional, a modo de enmiendas de facto.

Y el periodismo, ¿cómo se ha comportado el periodismo? Pese a los datos económicos, tan malos, ¿ha reivindicado su importancia en una sociedad hiperinformada?

Es muy difícil reivindicarse en plena crisis de modelo. El periodismo lleva años tratando de adaptarse al mundo digital sin comprender que primero tiene que defenderse de él. Entretanto, hay una batalla que dar imperativamente: la lucha contra la posverdad, contra la superchería, contra los datos y noticias falsas. Y hay que darla cueste lo que cueste.

Álvaro Petit Zarzalejos (Bilbao, 1991). Periodista y poeta. Creador de la página Ritmos21, ha colaborado con el Diario de Sevilla y El Economista. Es autor de tres libros: Once Noches y Nueve Besos (2012), Cuando los labios fueron alas (2014) y La Senda Oscura (2017).