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Shostakovich no solo será recordado por su obra sino también porque su vida es un ejemplo típico de las relaciones entre el artista y un poder político opresor. Ese poder exigía, en nombre del denominado «realismo socialista», que los compositores hicieran música para el «pueblo» conforme a unos cánones oficiales, en los que no se escatimaba la afectación seudorromántica ni el uso de temas folclóricos más o menos pegadizos.

EL PODER DICTA LECCIONES DE MÚSICA

Todo era válido para escapar de lo que sonara a formalismo o subjetivismo. En dichos cánones no existía lugar para apremiantes preguntas sobre el destino del hombre ni para entrever ninguna clase de tragedia. Para eso ya estaba, por ejemplo, Shakespeare, que nunca entusiasmó al poder comunista. Su teatro podía ser un instrumento para cuestionar el sistema, mucho más peligroso que un poema o una composición musical, forzosamente más breves. Pero una gran paradoja es que a Marx, el inspirador del régimen soviético, le apasionaba Shakespeare, aunque, en función de sus dogmas ideológicos, escribiera más acerca de Shylock, el prestamista judío de El mercader de Venecia, que de Hamlet o Macbeth. Se entiende así, sin ir más lejos, que hasta 1971 Dimitri Shostakovich no compusiera música para una adaptación cinematográfica de El rey Lear, dirigida por Grigori Kozintsev. En la época del estalinismo nunca se habría estrenado una partitura austera que transmitiera sequedad y pesimismo. Pero tiempo atrás, Shostakovich se convirtió en una víctima moral de Stalin, según refleja magistralmente la novela de Barnes, y vio mutilada su creatividad por las estéticas, más bien burguesas y convencionales, del secretario general del Partido y de sus acólitos, como Andrei Jdanov, autoproclamados expertos en «lecciones de música». Es una muestra de la omnipresencia del poder estalinista, y en el libro de Barnes no nos extraña que el camarada Troshin, el mentor impuesto forzosamente a Shostakovich, tenga que recordarle que en su estudio no hay ningún retrato de Stalin, algo inconcebible en un distinguido compositor soviético.

A decir verdad, el compositor solo ha sido entendido mucho después de su muerte. Hasta entonces, algunos críticos en Occidente habían caído en el lugar común de elogiar sus espectaculares sinfonías compuestas en torno a la Segunda Guerra Mundial, para acabar concluyendo que Shostakovich terminó perdiendo su brillo en el firmamento musical para convertirse en un compositor oficial. Este argumento se vería justificado si leemos la necrológica de Pravda, en agosto de 1975, que le presentaba como un leal hijo del sistema comunista y un ejemplo de artista y ciudadano.

TÉCNICAS DE SUPERVIVENCIA

Sin embargo, en 1979 Solomon Volkov, un músico huido a Occidente, publicó un libro en el que recogía testimonios de Shostakovich que serían tachados en su país de calumnia y falsificación. Ni siquiera el final del comunismo apagó la polémica. Julian Barnes reconoce que ha bebido para su novela en esta fuente y en la voluminosa biografía escrita por Elizabeth Wilson en 1997, y ha conseguido plasmar una atmósfera social e individual marcadas por el miedo y la culpa. Con todo, en la Rusia de la década de 1990 algunos se resistieron a admitir que aquel compositor «oficial» se burlaba del régimen para sus adentros. No se había resignado al silencio, pues resultaría muy negativo para sus inquietudes artísticas. Antes bien, aduló al poder para sobrevivir, con su afiliación al Partido en 1960 o siendo uno de los firmantes de escritos reprobatorios contra Aleksander Soljenitsin y Andrei Sajarov. Alguien tachará esta conducta de arribismo o de oportunismo, pero en realidad era una consecuencia del Estado y la sociedad soviéticos.

Es la actitud de quien no quiere ser héroe o mártir, y que ha visto que las represalias del estalinismo han alcanzado a parientes y amigos. Estamos ante un músico que no quiere dejar de seguir componiendo y estrenando, y que toma la decisión de disimular para no comprometer su futuro y el de su familia. Barnes relata en su libro que Shostakovich tenía en su estudio una reproducción de El tributo al César de Tiziano, como si quisiera expresar que él ya había pagado sobradamente su parte al Estado. Saldada esta deuda, ahora había que dar al arte lo que era del arte, pero el poder no se conformaba y se limitaba a repetir machaconamente esta consigna de Lenin: «El arte pertenece al pueblo». Dar al arte lo suyo era abrir una vía al formalismo y al revisionismo. Las vanguardias y experimentaciones eran un lujo para los comunistas, como Picasso o Sartre, que vivían fuera de la Unión Soviética. Pese a todo, nuestro compositor trató de que no se silenciara su expresión artística. Sabía que si se prestaba a todas las exigencias del poder, su música terminaría por caer en el olvido. Pese a sus concesiones estéticas, aparentes o reales, aspiraba a que su música perdurase. Hay, al respecto, una definición lapidaria en la novela de Barnes: «El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo».

Me he preguntado con frecuencia si la conducta de Shostakovich podría encajar con lo que el premio Nobel polaco Czeslaw Milosz expuso en su ensayo El pensamiento cautivo (1953). Se trata de la técnica del ketman, una palabra árabe que podría traducirse como secreto u ocultación, aunque en realidad se ajusta más a lo que se conoce como restricción mental. Milosz recuerda que el conde de Gobineau, en su destino diplomático de la Persia de mediados del siglo xix, fue testigo de la práctica del ketman. ¿Cómo podía sobrevivir en medio de la ortodoxia chiita un sabio partidario de la lógica y el racionalismo? No solo con la mera sumisión a los dictados de los clérigos sino convirtiéndose en uno de ellos hasta el extremo de ganar por completo su confianza. Una vez instalado entre la jerarquía, el sabio racionalista podría ir deslizando entre sus discípulos ideas que se apartaran de la ortodoxia oficial, aunque sin dejar de proclamar su compromiso con el orden vigente. Milosz afirmaba que algo similar estaba muy extendido entre los intelectuales de la Europa comunista, aunque los grados de ketman variaban de unos a otros. Por lo general, no se trataba tanto de socavar el sistema, aunque esto fuera una consecuencia indirecta, sino de sobrevivir de la mejor manera posible. Tal era también el propósito de Shostakovich, hombre tímido y reservado, seguramente incapaz de desarrollar una compleja estrategia del clérigo chiita del relato de Gobineau. Antes bien, el compositor parecía moverse, o paralizarse, por sentimientos de culpa y miedo que le atormentaron durante toda su existencia, si bien, de vez en cuando, se sobreponía a ellos para seguir haciendo música. Debió de pensar en algún momento que no temía a la muerte, si bien era mucho más grande su temor a la vida.

DE LA NUEVA BABILONIA A LADY MACBETH DE MTSENSK

La recomendación de la lectura de El ruido del tiempo estaría incompleta sin invitar al lector a profundizar en la música de Shostakovich, haciendo acopio de un poco de erudición y un mucho de intuición. Podemos empezar con la banda sonora de La nueva Babilonia (1929), un film de Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg, obra clásica del expresionismo soviético. Se trataba de la película perfecta para un panegírico del régimen comunista. Los directoresguionistas se habían leído las novelas de Zola sobre los RougonMacquart, crónica de la ascensión y caída de una familia durante el Segundo Imperio, pero también asimilaron La guerra civil en Francia de Marx, un apasionado manifiesto en defensa de la insurrección de la Comuna (1871). Con estos ingredientes se podía hacer una película contra el orden burgués, el viejo París simbolizado en los almacenes La nueva Babilonia, guarida de comerciantes sin escrúpulos que solo piensan en sus beneficios, ajenos a la derrota de su patria en la guerra francoprusiana. Este argumento permitía a Shostakovich componer una música alegre y desenfadada, no difícil de identificar con los felices años veinte. Música para ilustrar las risas y diversiones de los burgueses, y música dramática para presentar los duros trabajos de la gente del pueblo que, a los ojos de sus enemigos de clase, solo son ladrones, prostitutas y asesinos. Ese pueblo, derrotado más tarde en las barricadas de la Comuna, es representado por Shostakovich con una partitura dramática y triste, que se tornará en música triunfante y marcial en las escenas de los fusilamientos de los insurrectos bajo la lluvia. Una banda sonora al servicio del mensaje de la religión política del marxismoleninismo, en la que el martirio de sus fieles es promesa de la futura redención tras la caída de la corrupta Babilonia capitalista y burguesa. Si Shostakovich se hubiera dedicado casi en exclusiva a este tipo de música, quizás no hubiera tenido demasiados problemas con el poder. Pero películas así solo podían hacerse en los años inmediatos a la Revolución de 1917, en los que las esperanzas iniciales de muchas personas no se habían desvanecido del todo. La era estalinista supondría un amargo despertar, y no únicamente para los intelectuales.

Uno de los principales episodios de la novela de Julian Barnes es El ruido del tiempoel rechazo por el poder estalinista de la ópera Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakovich. Un famoso editorial de Pravda, bajo el título de «Bulla en lugar de música», fue publicado el 28 de enero de 1936, y en él se leían expresiones de esta índole: «la música graznaba, gruñía y resoplaba; su carácter era nervioso, compulsivo y espasmódico; procedía del jazz en el que el chillido ha sustituido al canto». Lo más inquietante no eran estos calificativos sino el rumor, nunca demostrado, de que el propio Stalin había escrito el editorial. Shostakovich pasará más de un cuarto de siglo intentando la rehabilitación de su ópera, y finalmente se reestrenará en 1962 bajo el título de Katerina Ismailova. La referencia a Shakespeare, presente en el relato original de Nikolai Leskov, desapareció por completo y se eliminaron del libreto algunos detalles escabrosos. Seguramente el error de nuestro compositor fue creer que las innovaciones musicales, con toda una serie de disonancias a cargo de los instrumentos de metal y a la vez compatibles con un sardónico neoclasicismo que recuerda a Stravinski, se podían poner al servicio de un tema social: la denuncia de la condición de la mujer rusa en el siglo xix. Katerina podía ser una mujer sin escrúpulos y una asesina, pero a la vez una víctima de una sociedad injusta. Esto es lo que pensaría el compositor. Lo malo es que las autoridades soviéticas no deseaban ver tragedias en el escenario que deslucieran las consignas oficiales.

DOS SINFONÍAS Y UN CUARTETO

La Quinta sinfonía, estrenada en 1937, representó la rehabilitación de Shostakovich a los ojos del régimen. La definieron desde las altas instancias como «la réplica creativa de un artista soviético a una crítica justa», en referencia a la ópera desacreditada desde las páginas de Pravda. Pero lo cierto es que Shostakovich no terminó de someterse del todo a las consignas oficiales, pues en las notas de esta composición asoma una ironía capaz de incrustarse en medio de pasajes supuestamente triunfales. Según leemos en la novela de Barnes, la ironía es el disfraz de la verdad y la armonía entre el pesimismo y el optimismo. En este sentido, la sinfonía tiene mucho de irónica, pues es una vía de escape para un compositor al que aterra que no le dejen componer. El primer movimiento arranca con una solemnidad abrumadora, alternada con un cierto lirismo, y en el segundo no es difícil percibir tintes grotescos en una especie de marcha militar aunque nuevamente la música alcanza altas cotas de emotividad. El tercer movimiento sobresale por sus pasajes melancólicos que confluyen en una progresiva extinción de la música. En total contraste, el cuarto movimiento presenta un comienzo enérgico y triunfal, marcado por trompetas y timbales, pero luego siguen motivos más líricos que desembocan en una apoteosis final de los instrumentos de viento y los timbales. Hubo quien definió a esta sinfonía como «una tragedia optimista», y probablemente el compositor habría estado de acuerdo. Su vida, y la de su país, estaban marcados por la tragedia, pero había que seguir adelante, pese a las cargas de la tristeza y el miedo.

De la Séptima sinfonía, conocida como Leningrado y estrenada en 1942, se dijo en medios oficiales que había sido escrita para merecer el perdón. Era un ejemplo de la buena música que podía hacer Shostakovich si era guiado correctamente. Destaca su primer movimiento, evocación, a la vez solemne y nostálgica, del pasado de su ciudad natal, y que será interrumpida por unos obsesivos violines graves, indicadores de que el enemigo se aproxima. El tercer movimiento también posee rasgos nostálgicos evocadores de una puesta de sol sobre una hermosa ciudad, y el movimiento rico en temas melódicos culmina en una triunfante apoteosis final. La sinfonía es el tributo a la heroica resistencia de la antigua capital rusa al nazismo, pero también hay opiniones de que la sinfonía había sido ideada mucho antes de la invasión alemana de 1941 y que la repulsa de los enemigos de la humanidad, a la que se refería el compositor, estaba dirigida a otros enemigos más cercanos y que hablaban su mismo idioma.

A Shostakovich, modelo oficial de compositor soviético, no le estaba permitido presentarse como el principal protagonista y destinatario de su música. Sería una actitud egolátrica e individualista incompatible con la ideología en la que oficialmente militaba. Esto explica que el Cuarteto n.º 8 (1960) fuera dedicado a «las víctimas de la guerra y del fascismo» y se dijo que estaba inspirado por la contemplación de las ruinas de la ciudad de Dresde. Sin embargo, esta partitura está llena de alusiones a temas de otras obras, de dos sinfonías, un trío con piano y una ópera. Es como una recapitulación de su carrera y un intento de reivindicar algunas de sus composiciones censuradas por el poder. El músico comentó una vez que el cuarteto rendía homenaje a todos aquellos «torturados por una cruel esclavitud». Entre ellos se contaba él mismo y su carrera musical. En realidad, la composición estaba dedicada a sí mismo, un músico que quería ser escuchado más allá del «ruido del tiempo».

Analista de política internacional, escritor y profesor de política comparada.