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Michael Stothard, el recién llegado corresponsal del Financial Times, describía en Twitter su primera Diada como una “declaración pacífica, amistosa y poderosa sobre la identidad regional catalana”. Por su parte, Raphael Minder, el dispuesto corresponsal del New York Times, explicaba cómo, en su sexta Diada, sigue asombrándole el pacifismo de los manifestantes catalanes.  Si tengo ocasión, le preguntaré a Minder qué es lo que tanto le sorprende; ¿acaso consideraría más natural que la movilización implicara disturbios, allanamientos, y saqueos?

Pero la clave no está en su pasmo, sino en la cándida admiración que ambos profesan al pacifismo.

Subrayar el pacifismo de las movilizaciones del 11 de septiembre no es insólito; el mantra se lleva repitiendo desde el 2012, año en que la Diada se convirtió por primera vez en una masiva manifestación por la independencia. Desde entonces, junto a la información de la exorbitada cifra de participantes, siempre aparece la glosa que resalta el pacifismo de los manifestantes: “Manifestación multitudinaria y pacífica”. A uno le entraban ganas de recorrer la cadena humana dando palmaditas en la espalda a cada uno de los (pacíficos) eslabones humanos. ¡Qué bien se manifiestan los catalanes! Acostumbrados a ver lunas rotas y banderas en llamas, ahora la televisión nos brinda la imagen de familias sonrientes, con las caras pintadas, ondeando una estelada; parece un avance, ¿o no?  Vayamos por partes.

Sin ánimo de ofender a nuestros corresponsales de cabecera, resulta curioso que destaquen el carácter pacífico de una manifestación, casi como una suerte de legitimación de los manifestantes y de sus motivos; un razonamiento de escasa coherencia. Defender x pacíficamente no dice nada acerca de la conveniencia, legitimidad o moralidad de x. Se han visto muchas manifestaciones pacíficas del Ku Klux Klan, cabalgando al trote, con el rostro cubierto y empuñando una antorcha. Aquí, un millón de personas se ha manifestado a favor de despojar a millones de ciudadanos de sus derechos civiles, para convertirlos en extranjeros en su país; que lo hayan hecho pacíficamente, no tranquiliza demasiado. La ausencia de violencia es deseable, por supuesto, pero no hay que premiarla, y menos cuando existen objetivos políticos perversos.

Los nacionalistas ya no queman banderas; ahora se pintan la cara, corean consignas, y luego comen en familia. 

Por otra parte, no creo que debamos obviar la violencia inmaterial presente en cualquier manifestación nacionalista. Me refiero a la naturaleza sectaria y excluyente que tiene, por definición, esta movilización. El nacionalismo se define por ser una ideología alienante, y cuando se expresa en multitudes, intimida al sujeto purgado. No tengo duda de que muchos ciudadanos celebrarían alegres el día de Cataluña, pero no están dispuestos a cantar contra sus conciudadanos, ni a excluirlos esgrimiendo argumentos tribales. Capítulo aparte merece la violencia simbólica, representada por la omnipresencia de una bandera, insignia de la ruptura y la homogenización cultural, a lo que se suman cientos de pancartas que alientan el incumplimiento de la ley y la apropiación de una soberanía hoy compartida. Con estas cartas sobre la mesa, resulta irónico hablar de pacifismo.

Es más, el pacífico “nacionalismo familiar” es síntoma de algo tóxico, pues revela que las personas normales, pacíficas, han comprado las ideas radicales. Las ideas extremistas, ya no son monopolio de las personas extremistas.

Por último, no hay que olvidar que la verdadera naturaleza pacifica de un individuo, o de una multitud, se mide a partir de su interacción con los discrepantes. Y ya hemos visto con cuánto respeto y compresión han sido siempre tratados en Cataluña han quienes han osado a discrepar con el nacionalismo.

David Mejía es investigador y Teaching Fellow en Columbia University. Su investigación actual se centra en literatura e historia intelectual del siglo XIX. Además, es productor y presentador de Late City Edition en WKCR Radio 89.9 FM New York