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Espero no defraudar a personas inteligentes y amigas de cosas interesantes al abordar un tema entendido en España como una mera experiencia del pasado por más que uno de los hombres públicos del momento —figura argentina en altísimas dignidades y ahora en Roma— ha calificado como el paradigma dominante, a cuya lógica vivimos mundialmente condicionados. Algo así como «todos somos tecnócratas, aunque no lo sepamos», vendría a decir en la primera encíclica.

No esperen de mí una respuesta nítida y clara, una toma de posición rotunda, somos conscientes como nunca de que estos los vivimos no son la «plenitud de los tiempos» ni el final de esa historia que nos llega desde el siglo XV. Pero sí hemos dejado atrás las explicaciones globales, se agotaron, o condujeron a callejones sin salida. Y a pesar de todo no ha habido época más creída en la inteligencia técnica y el progreso tecnológico indefinido. Todo lo que no se someta a ese criterio se vuelve sospechoso. También la política y los políticos.

En este marco cultural quizás lo primero que conviniese aclarar es que la política siempre ha tenido muy mala fama. Creer que esa «filosofía de la sospecha» es una tacha exclusiva de nuestros tiempos y que existe un pasado remoto o un lugar en el que la sociedad valorase la política como una actividad noble, es volver a hacerse ilusiones, creo yo.

Cierto que, si uno lee en Tucídides la oración fúnebre de Pericles al final del primer año de la guerra del Peloponeso, podría albergarlas, con tal de no saber que Pericles moriría de peste poco después y la democrática Atenas perdió la guerra con la autocrática Esparta, sin olvidar al Platón de La República partidario de un gobierno por los muy pocos, y solo filósofos, es decir, él, sus amigos y sus discípulos.

Es decir, la reflexión política versa sobre quién tiene derecho a mandar y cuál sea el título que lo habilita y, a pesar de esa primera racionalización platónica, la identificación del político con el demagogo ha sido moneda común. A pesar de que decir «política» y «lucha entre grupos por el poder» venga siendo el vocabulario habitual desde El Príncipe a la ética de la responsabilidad o desde Utopía a la ética de convicción.

Frente a esa idea clásica o moderna de entender la política, que no encerraba sino una idea noble de la tarea, ha existido una pulsión por resolver su naturaleza ética y conflictiva, dejándola de lado como cosa de aventureros y demagogos.

Un buen punto de partida fue el siglo XIX. En Saint Simon surge una propuesta intelectual de organizar la sociedad sometida la política a la economía y que solo técnicos competentes administrasen el Estado. En un principio, el aristócrata francés propuso que fueran los industriales quienes dirigiesen el erario público. Mucho más elaborada fue la propuesta de Comte, al entender la política como una ingeniería social.

Desde Comte, demente genial, megalómano que desde una habitación del tercero izquierda trató de fundar una religión —en palabras de Ortega—, hay quienes entienden que existe un óptimo social, que este es único y que hay quien lo conoce. Esa persona es la que debería ser titular del gobierno.

Poco después Veblen, en plena eclosión industrial americana, pondría nombre a esa persona: «el ingeniero», el motor intelectual de una gigantesca transformación socio-económica.

En 1919 se introduce la «tecnocracia» como término del lenguaje político. Aparece en un artículo de William Henry Smyth, «El poder de la técnica», conocido es que los Estados Unidos tenían un problema de selección del personal para cargos públicos, tanto que en la célebre conferencia sobre «El político» Weber hace mención a ello. Smyth, que ha leído a Veblen, cree que el directivo público no debe proceder sino de los dirigentes de las grandes empresas y de los institutos de investigación.

A lo largo de las décadas veinte y treinta del pasado siglo, momento de intensas sensaciones de crisis cultural y agotamiento de las democracias parlamentarias, conjugado con una fascinación por la técnica, la proclama de Marinetti por el automóvil sobre la Victoria de Samotracia, esta apuesta de la tecnocracia se convierte en una propuesta más de entre las descalificaciones en boga antes y después del crack del 29. En esas sociedades de masas, las críticas y denuncias por vez primera se ventilan ante la opinión pública, como hasta el momento no había ocurrido.

En cualquier caso, la génesis de la alternativa por la «tecnocracia» era un intento de conjurar una complejidad creciente a la busca de una «minoría selecta», del hombre «ejemplar y no uno de los dóciles», o bien del «generalato de la mollera» que debe dirigir un país. Ortega había definido en 1921, quizás con un exceso de rotundidad, el problema histórico de España como la ausencia de minorías rectoras de calidad, desde tiempos visigodos.

De Ortega aprendimos en su Mirabeau a identificar al político con el héroe magnánimo, al que no se le puede exigir virtudes cotidianas propias del pusilánime; para el ensayista madrileño son impulsivos, farsantes, tienden a la turbulencia, el histrionismo, la imprecisión, la pobreza de intimidad, la dureza de piel…, estas son las condiciones elementales del temperamento político; el hombre público dice lo contrario de lo que piensa. La política es «tacto y astucia para conseguir de otros hombres lo que deseamos», solo luego uno podrá tener más sensibilidad y deseará mayor equidad social, porque para ser político se necesita una cierta idea de la justicia. También ha de tener «un buen sentido administrativo, que sepa regir como una industria los intereses materiales y morales de la nación». En definitiva, la política es como un rascacielos con muchos pisos, todos ellos necesarios, también los subterráneos que lo sostienen y que solo escandalizan al mojigato.

Para los ideólogos de la tecnocracia, la política no es ese edificio de viviendas y oficinas con goteras y subterráneos sino uno industrial, plantas de ingenieros-arquitectos que planifican y conocen como nadie la técnica reunida de la construcción.

En 1933, a consecuencia del debate intelectual que se vivía, la Revista de Occidente publicó la obra del periodista americano Allen Raymond ¿Qué es la tecnocracia?, debidamente criticada por Ortega unos años más tarde en su ensayo Ensimismamiento y alteración. En Estados Unidos fue Howard Scott el gran divulgador de la idea tecnocrática.

En 1941 se publicó en Estados Unidos, y en 1947 lo hará en Francia, La era de los organizadores, escrita por el trotskista John Burham. En la edición francesa con prólogo del socialista Leon Blum. La obra habla de la aparición una suerte de tercera vía entre el capitalismo y el socialismo, cuyo principal protagonista es la del directivo público.

Si los planes quinquenales eran el modo de producción en la Unión Soviética, la Francia de la IV República hizo de «la planificación indicativa» su boyante tercera vía. Una fórmula, además, que evitaba el debate sobre la colaboración con el régimen de Vichy de una parte importante de la clase dirigente francesa.

Es conocido que en la España de Franco la idea de tecnocracia circuló a partir del giro de la dictadura en 1957, para calificar a aquellos ministros vinculados al gobierno económico, con grandes ambiciones políticas y en constante tensión con los sectores falangistas por el control del futuro del régimen.

Fernández de la Mora entendía que «en sociedades avanzadas, las decisiones públicas no se toman en función de criterios ideológicos sino racionales o científicos». De nuevo, la idea de que existe una verdad política y que, quien la conoce, debe ser el indiscutible titular del gobierno.

Era también una forma de tratar de adecentar e injertar la dictadura en un entorno europeo y occidental ajeno, coincidente además con el «primer rescate financiero de España», esto es, el «Plan de Estabilización» de 1959.

El discurso del «crepúsculo de las ideologías» no era más que un revestir de neutralidad un proyecto de poder muy definido que pretendía modernizar el país pero que, al carecer de ningún tipo de legitimidad, la pretendió según una vaga competencia profesional. Además, era una justificación para ahorrar cualquier tipo de debate público en la toma de decisiones por parte del político. La libertad y la democracia solo podían advenir cuando la renta del país fuera superior a los 1.000 dólares per capita.

Por aquellos años sesenta, el «tecnócrata» no es una rareza europea ni española. Pienso que el ejemplo más depurado fue Robert MacNamara, secretario de Defensa bajo las presidencias de Kennedy y Johnson, que se condujo por criterios empresariales en la gestión de su departamento hasta en lo más importante: la guerra del Vietnam. Por televisión informaba a los americanos de los resultados de las operaciones militares que se llevaban a cabo como un ejecutivo de ventas presenta sus resultados. Por muy eficaz que fuera su gestión como directivo público, el desempeño técnico no hizo buena una errónea decisión política.

Entre nosotros fue un concepto en boga, que llevó a autores como Lucas Verdú, García Pelayo y Vallet de Goytisolo a publicar obras relativas a la tecnocracia hasta la fecha simbólica de 1977.

En no pocas ocasiones se solapa con otra figura, la del burócrata. Weber, en su célebre conferencia de 1919, diferencia entre el ministro y los funcionarios profesionales. El primero era el representante de la constelación de poderes políticos existentes, y su función sería defender las medidas que estos poderes determinasen, e impartir las directrices de orden político. Mientras, el funcionario estaría mejor informado de los medios técnicos. El auténtico funcionario no hace política, sino que administra. El político asume la responsabilidad, no el funcionario, y por ello juzga ética-mente detestable el gobierno de funcionarios. Para Weber, los dos mayores peligros eran la ausencia de finalidades objetivas, «carencia de un proyecto», diríamos y la falta de responsabilidad. El futuro y la responsabilidad frente a él caracterizan al político.

La Europa de la segunda mitad del siglo XX fue un tiempo de pactos que renunció al vértigo de entreguerras y buscó la estabilidad ante todo.

Tanto se procuró que en 1992 se creyó plausible un cierto «fin de la historia» más o menos duradero. Este es el cultivo que alimenta hoy a los europeos más conservadores, alérgicos a ideologías, negando toda política que no estuviese sometida al criterio de eficiencia. De ahí el laberinto en el que desde entonces vive la socialdemocracia. Una interpretación coincidente con la de la izquierda radical, en que solo hay genuina política cuando se excluye el consenso y la arena pública es una pugna de modelos antagónicos con los que entender la sociedad y el Estado.

Creo que existe una patología de acomplejamiento del político y de la política. Fueron políticos quienes pusieron en marcha la iniciativa de mayor impacto en nuestro continente en muchos siglos: la hoy Unión Europea. Esos promotores de la unidad europea supieron dar con el equilibrio entre el objetivo político de evitar una nueva guerra y el de eficacia. En un sentido puede predicarse esto mismo de la ONU.

A pesar de ello, vuelve el fenómeno del «gobierno mundial de los expertos». Tomo prestado el reciente título de Josep Maria Colomer. Las incertidumbres de alto riesgo del «gobierno» de la globalización hacen que sean altos funcionarios, no sujetos a ningún tipo de control democrático, quienes tomen las decisiones que afectan a los países. La gobernanza real se aleja del escrutinio ciudadano.

Es cierto que la «gobernanza» ha cambiado de forma y el ámbito estatal queda desbordado por arriba como por debajo de su territorio y competencias. Como lo es que, según denuncia el actual Papa en su encíclica, en referencia a Guardini, la lógica tecnocrática ahoga las alternativas y con ello reduce la capacidad de decisión y libertad cívicas.

Pero esto no es otra historia que una más de las «soluciones» que a lo largo de los tiempos y en las crisis se presentan como «únicas» vías certeras de preservar la vida buena en común.

La «troika» del informal Eurogrupo, el FMI, «los hombres de negro» son imágenes actuales de la propuesta tecnocrática. Las dimisiones de Papandreu y Berlusconi y su relevo por Papademos y Monti fueron la apoteosis del criterio de eficiencia técnica sobre el de representación popular. Los resultados no fueron los anunciados y los ciudadanos les dieron la espalda.

Alternativas existen, con tal de que el político reúna las habilidades requeridas por su situación contemporánea, es decir, desenvolverse ante la opinión pública nacional a la vez que ante las instituciones de la globalización, de las que su país, cualquier país medianamente desarrollado depende, ya sea la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial.

Lo que ha sucedido con Grecia estos meses es una señal poderosa del nuevo siglo XXI. La legitimidad democrática no es suficiente en las negociaciones con Bruselas. La fuerza de Tsipras en Europa no es la de su extraordinaria mayoría absoluta o la de su aplastante victoria en el referéndum, sino la de su 2% de peso de la economía griega en el conjunto de la Eurozona. Ese es su peso político en el plano europeo.

Las posibilidades políticas nunca son ilimitadas, pero siempre caben más amplias que las de la inercia, la tradición, o la costumbre. Al otro extremo, también puede llegar a jugar con qué acercarse al abismo amplía su margen de negociación. Para la convivencia solo vale una política in media res.

Cameron no hizo política al plantear los referéndums de Escocia o el de la permanencia en la ue, sino cuando tomó posición e hizo campaña. Un referéndum es un expediente para alejar la responsabilidad por parte del político. Mover al electorado en la dirección que deseas es un acto de política.

Con acierto final o sin él, «política» en estado puro es lo emprendido por Obama con Irán y en Cuba. Romper inercias, eliminar tabúes y encarar obstáculos enquistados, a sabiendas del desgate que pueda acarrear.

El político no es ajeno a la técnica. Sin ir más lejos, el cambio técnico en la comunicación política es a la vez cualitativo. El político sabe que entre sus competencias está el adaptarse a esas nuevas formas de comunicación o morir. Pero al final, lo determinante es que sepa responder a la pregunta: ¿qué hacer con el poder?

Valga el símil con la parábola de los talentos: el personaje que entierra el talento es el tecnócrata, el que apuesta por administrar sin mejora. Está el político temerario, cuyo ejemplo quizá más a la mano sea el catalán Artur Mas, porque, para poner rumbo a Ítaca, el mar no es uno interior como el Mediterráneo, sino el abierto océano. Y está el político que responde con un «sin embargo» y es capaz de alterar el curso fatal de los acontecimientos sin malograr a sus pueblos.

Pablo Hispán Iglesias de Ussel es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Navarra. Universidad en la que se doctoró en Historia Contemporánea. Ha desempeñado distintos cargos en la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Es autor de varias publicaciones sobre diversos temas como la Economía sumergida, Política monetaria, Política regional, Globalización y temas de la Unión Europea.