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En el momento álgido del imperialismo británico, Lord Palmerston acuñó la célebre afirmación de que la Gran Bretaña no tenía eternos aliados ni enemigos perpetuos, solo intereses que eran eternos y perpetuos. Aunque la observación del político whig ha pasado a la historia como la manifestación extrema del pragmatismo en política internacional, ocultaba una realidad, y es que, si bien los británicos en los asuntos europeos podían estar relativamente distantes mientras al otro lado del Canal no existiera una potencia hegemónica que amenazase su seguridad, en sus inmensos dominios extendieron una weltanschaung de tal modo que, siglo y medio después de esa declaración, el historiador Tony Judt, descendiente de inmigrantes judíos de origen ruso y que había nacido en Londres en 1948, diría poco antes de fallecer: «Cuando me encuentro con alguien de mi generación procedente de Calcuta o de Jamaica, nos sentimos inmediatamente cómodos el uno con el otro, intercambiando referencias que van desde la literatura al críquet; lo que para nada ocurre en la misma medida cuando son de Bolonia o Brno». 
Todo poder que aspire a ser hegemónico, y Gran Bretaña lo fue en el XIX en aquello que no fuera Europa, como los franceses comprobaron bien en la crisis de Fashoda, se conforma en torno a una cosmovisión, en el caso referido, el liberalismo parlamentario y económico de la Corona anglicana. 
LA PRETENSIÓN UNIVERSALISTA 
En la Europa continental, los ejemplos no han faltado desde la idea de cristiandad con la que la familia Habsburgo quiso consagrar su control sobre los viejos territorios del Sacro Imperio, o la ruptura napoleónica del equilibrio de poder configurado en Westfalia en 1648, al albur del cambio cultural impulsado por la Revolución francesa. «El espíritu universal a lomos de un caballo», describió un impresionado Hegel al ya emperador después de Jena. La era de los totalitarismos ha sido llamada como la de «las religiones políticas». El comunismo fue, en su eje principal, una religión política al servicio de un poder con aspiraciones globales; la Unión Soviética. Algo similar se puede decir de los fascismos. 
Aunque entre las grandes potencias las tensiones de carácter territorial se han mitigado, la pretensión universalista de los poderes con aspiraciones globales no ha desaparecido. Un universalismo que, a diferencia del pasado, no excluye la posibilidad de convivencia entre ellos, aunque en un equilibrio no exento de problemas y contradicciones. Los líderes de Estados Unidos han acostumbrado a revestir su política exterior con un discurso moralista de alcance universal. Desde que George Washington comenzara a sentar las bases de la política exterior de la joven nación, sus dirigentes asumieron el criterio de que los valores democráticos que habían sustentado la independencia de la joven República les conferían un carácter excepcional, casi mesiánico. 
El propio Barack Obama, en su discurso de recepción del Premio Nobel de la Paz, no olvidó decir que «el mundo debe recordar que no fueron simplemente las instituciones internacionales quienes trajeron estabilidad al mundo posterior a la II Guerra Mundial. Por encima de los errores que hemos cometido el hecho cierto es este: Estados Unidos ha garantizado la seguridad global por más de seis décadas […] promovido paz y prosperidad desde Alemania a Corea y permitido que la democracia se instalase en los Balcanes […] porque creemos que las vidas de nuestros hijos y nietos tendrán un mejor futuro, si otros hijos y nietos pueden vivir en libertad y prosperidad». 
El siglo XX ha sido, quizás, el siglo en el que el poder moral del papado católico, una institución en su esencia universalista, se ha mostrado con mayor evidencia. Como ya apuntó Stalin durante la Cumbre de Yalta en 1945, el Papa no tiene divisiones militares. Un creyente en las relaciones de poder como era Stalin —lo que le había llevado incluso a pactar con Hitler— ponía en cuestión la influencia real del liderazgo moral que se confiere a sí mismo y muchos reconocen en el papado católico. A pesar del desdén de Stalin, a partir de la labor humanitaria de Benedicto XV durante la I Guerra Mundial, la figura del papado ha sido un referente permanente ante cualquier conflicto internacional desde entonces hasta nuestros días. 
NACIONES UNIDAS E INTERVENCIONISMO DEMOCRATIZADOR 
Al final de la II Guerra Mundial, la comunidad internacional, liderada por las grandes potencias que habían derrotado al nazismo, levantó las Naciones Unidas como instancia colectiva de la seguridad mundial. Naciones Unidas es la fuente de legalidad internacional que nos hemos dado, aunque las insuficiencias de un mecanismo establecido sobre la realidad de 1945 en ocasiones le han impedido adaptarse a las nuevas necesidades de seguridad, como se comprobó en Kosovo para Europa, o en África con los genocidios de Ruanda y Darfur. Los intentos de articular una «responsabilidad de proteger» por parte de las Naciones Unidas cuando las poblaciones civiles sean amenazadas por conflictos internos, no ha podido ser modelada de modo preciso dentro de la legalidad internacional, permaneciendo sometida esta a los intereses de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. 
La capacidad de liderazgo de algunos de sus secretarios generales —el caso paradigmático fue el sueco Dag Hammarskjöld— trataron de conferir a su función de «más alto funcionario administrativo de la organización», como lo define en el capítulo XV de la Carta de Naciones Unidas, una suerte de referente moral internacional. La actividad de Kofi Annan en los meses previos a la Guerra de Irak en 2003, fue un claro ejemplo de tratar de impulsar este liderazgo en la senda de su antecesor nórdico. 
Esas insuficiencias de Naciones Unidas, que también comparten Estados Unidos —Guantánamo, espionaje a líderes internacionales— y el papado —véase los acontecimientos de los meses anteriores a la renuncia de Benedicto XVI—, no cuestionan su carácter universalista, aunque menoscaban poderosamente su influencia y pueden llegar a ser, incluso, motivo de fricción entre ellos. 
La primavera árabe, por un primer momento, parecía un nuevo ejemplo de ese universalismo democrático de Estados Unidos, singularmente por lo ocurrido con la caída de Mubarak en Egipto y, en menor medida, con la de Ben Alí en Túnez. Esos cambios fueron saludados con esperanza y hubo quienes, como los miembros de la anterior Administración Bush, solicitaron su parte alícuota de lo que se suponía fuera a ser un éxito. Ante el caos de Libia, y con una comunidad internacional dividida —Alemania y Rusia se abstuvieron en el Consejo de Seguridad—, se desarrolló una operación por parte de la OTAN que, aunque inicialmente diseñada para amparar a la población civil, terminó por derrocar al dictador Gadafi. 
Ya desde el conflicto de Kosovo se creó el término de «daños colaterales» para denominar algunos de los efectos negativos que iban aparejados a esas intervenciones, y que en el caso libio también se padecieron. Como en tantas otras ocasiones, las consecuencias prácticas del universalismo moral no están exentas de contradicciones. 
La guerra civil de Siria, y singularmente el uso de armas químicas contra la población civil, puso en marcha a estos tres «poderes morales» en una región en la que, además, conviven otros dos poderes, Arabia Saudí e Irán, que son el epicentro espiritual de las diferentes sectas en las que se ha fragmentado el islam, y un país, Israel, oficialmente laico aunque su identidad nacional venga marcada por su excepcional historia religiosa. Una región en la que las lealtades no son nacionales sino del grupo religioso de pertenencia. 
El presidente americano amenazó con hacer cumplir su advertencia de que las armas químicas serían una «línea roja», el Papa quiso evitar una intervención unilateral que podría agudizar los problemas de la región y Naciones Unidas acreditó el uso del armamento químico y, a continuación, trató de articular la respuesta de la comunidad internacional. Todo ello bajo el precedente de peso de la tragedia de Irak; una comunidad internacional dividida, unas evidencias que resultaron ser falsas, y una invasión para cambiar un régimen que derivó en un conflicto con decenas de miles de víctimas. 
Obama advirtió, en este discurso desde Oslo a una audiencia mundial, que no entendía limitada su responsabilidad de presidente a los dictados de la comunidad internacional: «No erradicaremos los conflictos violentos en nuestro tiempo. Habrá ocasiones en las que las naciones —de modo individual o acordado— encontrarán que el uso de la fuerza no es solo necesario sino moralmente justificado», debido a que «el mal existe en el mundo», a consecuencia de «las imperfecciones del hombre y los límites de la razón». Aunque en su inicio se presentó como el presidente para terminar las dos guerras en las que estaba embarcado su país, Irak y Afganistán, cuando el conflicto de Siria, él mismo —de un modo que muchos consideran desacertado— trazó una línea roja al uso de armas químicas por parte del régimen de los Al Asad, que le empujaba a dar una respuesta militar que mantuviera su credibilidad. 
EN LA BOCA DEL AVISPERO SIRIO 
La opinión pública americana se puso en contra, y congresistas y senadores de los dos partidos fueron mostrando su reticencia a respaldar una acción bélica, en una región en la que los intereses de Estados Unidos son cada vez menores. Además, el primer ministro británico, David Cameron, vio rechazado en el Parlamento británico su pretensión de apoyar al presidente americano. Solo Francia, con su histórica vinculación con Siria, se mostró dispuesta a ocupar la vacía silla británica de la relación especial con Estados Unidos. 
Aun así, las incógnitas políticas eran abundantes y tan numerosas las contradicciones de apoyar a los opositores. Entrar en el avispero sirio, donde zumban las divisiones sectarias, religiosas y políticas, todas ellas demasiado vecinas del inestable Líbano, más un Egipto al borde de su propia guerra civil, e Irak, todavía no repuesto de los efectos de la invasión, más un Irán en incipiente cambio de liderazgo… y Turquía, a la que la tensión crónica de Erdogán con la cúpula militar se le había unido la protesta de la calle, era una aventura que revestía los caracteres de lo temerario. Sin dejar la pregunta por China, necesitada de petróleo seguro y barato para asegurar su crecimiento intensivo. 
Al mismo tiempo, han sido constantes los llamamientos a la paz efectuados por el papa Francisco —con una jornada mundial de ayuno incluida—, con la preocupación añadida de la protección de los menguantes cristianos de Oriente Medio. Hasta la fecha, dictadores como los derrocados Sadam Hussein, Mubarak o el tunecino Ben Ali habían permitido un cierto ámbito de libertad para esos cristianos árabes. De hecho, la Guerra del Golfo, que repelió la agresión iraquí sobre Kuwait en 1990, contó con el aval de Naciones Unidas pero no el del Vaticano. Las relaciones con Al Asad eran muy fluidas y en 2001 recibió en Siria a Juan Pablo II en una histórica visita. En la actual guerra, los cristianos de Alepo han sufrido más a los rebeldes que a las fuerzas gubernamentales. A finales de diciembre, Al Asad agradeció en una carta al Papa los llamamientos que había hecho a favor de la paz. Tampoco eran buenas las perspectivas para los cristianos en el Egipto del presidente recién electo, Mursi. La democracia que no se limita a sí misma, en garantía de las minorías, muta su naturaleza representativa para convertirse en un instrumento de absoluto control popular. 
Frente a estos poderes morales y sus condicionantes, el poder legal de la comunidad internacional halló una vía de escape en la iniciativa rusa de garantizar y supervisar la destrucción del arsenal químico del régimen sirio. La Administración Obama, que estaba en el callejón de tener que embarcarse en otra operación militar sin claros apoyos ni hoja de ruta, encontró en la iniciativa de Putin un punto de amarre. 
Al tiempo que se comenzaba a requisar el arsenal químico sirio, se ha puesto en marcha lo que se ha denominado como Ginebra II, esto es, una conferencia internacional para que las partes del conflicto lleguen a un acuerdo sobre el futuro del país. Irán, en el último momento, fue excluido y el papa Francisco ha mostrado en todo momento su apoyo a las conversaciones de Ginebra. El mediador de la conferencia, Lakdar Brahimi, es un experimentado político y diplomático argelino que ya fue embajador en el Egipto de Nasser. Es decir, Naciones Unidas confía en alguien que ha estado en responsabilidades de primera línea en la región desde hace medio siglo. 
Es evidente que siempre es preferible encontrar soluciones en las mesas de diálogo que en los campos de batalla, pero esta crisis, además, ha sentado el precedente de los límites de la influencia de Estados Unidos en la región. La renuncia al uso del poder militar por debilidad política interna señala una línea de fractura en un país que no hace mucho se consideraba como la «nueva Roma». El permanente estado de crisis de la actual Administración con Israel, apunta a una toma de distancia de una región que la Administración Carter reconoció como la clave para la seguridad energética de Estados Unidos, pero que el fracking permite ir relegándola como prioridad. Hace muchos siglos que el papado renunció a «liberar» los santos lugares por medio de cruzadas y optó por pactar con los administradores de los mismos, dado que la «internacionalización» es una quimera en una región en la que, a pesar de la sobreabundancia del sentimiento religioso, las relaciones de poder son el elemento determinante, y nadie está dispuesto a renunciar a un metro de tierra conquistada. 
El 27 de mayo está anunciada la audiencia del papa Francisco a Obama. Será una reunión de dos líderes globales que confieren un carácter universal a su labor. Seguramente, el dossier sirio esté en la mesa de la reunión. Un dossier que dio con la jugada de Putin una vía de salida y que ahora confía a los buenos oficios del pragmático Brahimi una parte de sus esperanzas para llevar a buen puerto las negociaciones de Ginebra II. Al final, los poderes morales no han encontrado otra salida mejor a la cuestión siria que terminar pactando con la misma realidad. El precedente de Bosnia a finales de los noventa combinó acciones militares de la comunidad internacional junto con negociaciones, que felizmente concluyeron en la americana base de Dayton. Parece difícil que, renunciando a la amenaza de la fuerza por parte de Estados Unidos, pueda llegarse a una solución fiable. El resultado final siempre va a ser el que imponga el más decidido en el teatro de operaciones. Confiemos que el universalismo no quede limitado a la retórica. 
Pablo Hispán Iglesias de Ussel es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Navarra. Universidad en la que se doctoró en Historia Contemporánea. Ha desempeñado distintos cargos en la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Es autor de varias publicaciones sobre diversos temas como la Economía sumergida, Política monetaria, Política regional, Globalización y temas de la Unión Europea.