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Nacido en Ávila en 1934, Olegario González de Cardedal ejemplifica el valor de la teología española en este último siglo. Formado en Múnich y en Oxford, profundo conocedor de la teología centroeuropea que ha definido el pensamiento cristiano desde el Concilio Vaticano II, en la ingente obra de Olegario González de Cardedal se persigue el diálogo entre la tradición y la actualización del mensaje cristiano al lenguaje y las claves hermenéuticas de nuestra época. Merecedor del prestigioso Premio Ratzinger en 2011, Olegario González de Cardedal acaba de publicar Ciudadanía y cristianía (Ed. Encuentro), una honda reflexión sobre el vínculo que existe entre el humanismo, la ciudadanía y la cristianía. Nueva Revista digital dialoga con el autor, entre otros temas, sobre el aggionarmento de la fe, el nuevo ateísmo, los gestos proféticos de Benedicto XVI y los retos de la evangelización en una sociedad líquida y desligada.

 A la hora de reflexionar sobre Ciudadanía y cristianía me gustaría mirar hacia atrás y detenernos un momento en ese acontecimiento fundamental para el catolicismo que fue el Concilio Vaticano II. Medio siglo más tarde, ¿qué lectura realiza usted de aquel concilio y de su posterior aplicación? ¿Defiende la hermenéutica de la continuidad o la de la ruptura?

Fue un Concilio renovador de la propia vida interna de la Iglesia con  la cualificación y  fortalecimiento para el encuentro con la conciencia moderna. Sin él hubiéramos permanecido en un choque de fondo con la cultura contemporánea.  Fue expresión  de la decidida voluntad de la iglesia de ser fiel al Evangelio en un tiempo nuevo. En él se manifestaron las distintas tendencias a la hora de comprender el tiempo propio y las primacías del evangelio. La aplicación ha sido  muy diferenciada: según las diferentes  iglesias locales, según los grupos y minorías directivas, y por la aplicación de los documentos conciliares en unos u otro campos que el Concilio trató de iluminar. En la historia de la Iglesia ha habido concilios dogmáticos, concilios de reforma y los que yo llamaría “concilios de complementariedad”: aquellos que prolongan y completan la lectura de los anteriores, como en cristología Calcedonia relee y perfecciona la lectura de Éfeso. Entre la ruptura violenta y la continuidad perezosa está la continuidad creadora. El Vaticano II fue un concilio incomparable con los anteriores, requirió una actitud interior nueva capaz de leer la historia de los hombres desde la perspectiva de Dios. No identificó nuevas herejías, ni propuso nuevos dogmas ni enumeró nuevas reformas institucionales o disciplinares, sino una relectura de la totalidad de lo cristiano desde sus fuentes y raíces originantes  y a la vez desde la nueva posición de los hombres del siglo XX  ante la realidad. En este sentido, tienen razón quienes hablan del concilio como acontecimiento, como un nuevo espíritu, desde los que hay que entender los textos conciliares. Pero ese espíritu no puede ser contrapuesto a la literalidad de los documentos, tal como quedaron al final.

 Durante el Concilio se popularizó el concepto de aggiornamento, que pasaba por la puesta al día de la Iglesia y de la teología. Fueron décadas de efervescencia intelectual, con teólogos de primera línea que dialogaban con los grandes pensadores del siglo XX. Sin embargo, a la hora de conversar con el mundo secular contemporáneo, mi impresión es que los problemas de comunicación resultan evidentes. Por ejemplo, pensemos en el debate con las llamadas ideologías de género o con las ciencias. ¿Hay que hacer un esfuerzo mayor para inculturar la teología en el siglo XXI? ¿O la lógica del Evangelio nos invita a pensar que la fe del cristiano se debe situar en contraposición con el lenguaje intelectualmente imperante en nuestros días?

La teología está siempre por hacer y de manera especial cuando el cambio en la conciencia humana es tan rápido y radical como el que nos ha tocado vivir: fin de la cultura rural, predominio de la ciencia y la tecnología, la información inmediata de todo lo que ocurre en el mundo, la globalización, la comprensión secular de la realidad, la obsesión por el futuro derivado de la  tecnología y a la vez la desatención al futuro espiritual y personal, el fin del eurocentrismo, el choque de religiones, culturas y civilizaciones que de hecho estamos viviendo… La tarea del teólogo en este sentido es doble repensar: la totalidad del cristianismo como propuesta de sentido y desde ahí comprender el dinamismo de verdad propio de las cuestiones nuevas. No hay soluciones predeterminadas. La inculturación no es un proyecto mecánico de aplicación de unas respuestas teológicas a unas cuestiones nuevas sino el resultado de la relectura recíproca del Evangelio en la luz de estas cuestiones y de estas cuestiones en la luz del Evangelio. El lenguaje de la teología nace de una doble fuente: la conciencia que la Iglesia tiene del misterio en la luz de las fuentes normativas y la cultura propia de cada tiempo. Ahora bien, esta no da al teólogo un lenguaje hecho, ni ninguna filosofía le ahorra el trabajo de pensar las cuestiones metafísicas por sí mismo.  Tertuliano afirmaba que no hay “un cristianismo platónico, o aristotélico o estoico”. Una cosa es “pensar desde y con” y otra cosa es la utilización mecánica de esquemas procedentes de otros universos. La lógica del Evangelio es una y la lógica del mundo sin convertir es otra: ni son del todo convergentes ni del todo divergentes.  Convergentes porque ambos proceden de Dios, pero divergentes en la medida en que el pecado ha afectado al hombre y al mundo en su orientación fundamental. El mensaje de Jesús siempre ejercerá una fascinación por la que atrae y un escándalo por el que es rechazado. Ese escándalo hay que reconocerlo, pero a la vez hay que pensar la “racionalidad” objetiva del cristianismo (necesidad de la teología) y acreditar en la acción moral y social su fecundidad. Es el imperativo de Jesús: “Que vean vuestras obras y glorifiquen al Padre”. Y en otro contexto bien distinto dirá siglos más tarde Plotino: “Sin la virtud, Dios no es más que un vocablo” (Eneadas II. 9,15)

Un fenómeno creciente en Occidente es el que se conoce como nuevo ateísmo. En su libro, usted se refiere a algunos de sus principales portavoces. ¿Qué opina del mismo?

 Hoy estamos ante formas diversificadas de ateísmo. El más grave es el ateísmo silencioso de la indiferencia y despreocupación por lo religioso, el ‘ateísmo mundano’ de una forma de vida determinada por el egoísmo y la mentira por el olvido o rechazo ante las cuestiones que desbordan  la inmediatez y eficacia, la distancia a las propuestas que la religión ofrece a la vida humana, la negación implícita o explícita  de la trascendencia de la vida misma. Hay luego los ateísmos humanistas como los franceses de L. Ferry y A.Compte-Sponville, que son una reedición del antropocentrismo de Feuerbach, queriendo extraer el jugo humanista del cristianismo sin sus fundamentos de historia, de fe y de Iglesia. Luego vendría el ateísmo de los ingleses, los que han hecho más ruido en los últimos años – los llamados cuatro jinetes del Apocalipsis: R. Dawkins, S. Harris, C. Hitchens, D.C. Dennet– que hacen derivar su posición de una lectura evolutiva de la realidad. Aparentemente son muy radicales pero objetivamente son mucho menos críticos de sus propios presupuestos, porque donde al final no aparecen las cuestiones metafísicas, teológicas y antropológicas, no se ha tocado fondo. Estos autores no se adentran a las cuestiones que hacen surgir siempre de nuevo la pregunta por Dios, por el hecho de existir, por el sentido de la historia, por la irreductibilidad del  destino individual a hechos generales. Pregunta por Dios y pregunta por el hombre son diferentes pero inseparables.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.