Tiempo de lectura: 10 min.

Hace ya veinticuatro siglos que el sofista Gorgias de Leontinos (490-380 a.C.), fundador de la retórica, situó al lenguaje, la facultad que define al ser humano, al nivel de las realidades divinas: «La palabra es un gran soberano, que con pequeñísimo y sumamente insignificante cuerpo lleva a cabo divinísimas obras».

Y la experiencia ha venido mostrando históricamente el acierto de esa intuición sobre el poder del lenguaje, hasta el punto de que, como ha escrito Heidegger, «las palabras son a menudo en la Historia más poderosas que las cosas y los hechos». Por eso, como ya advirtió el poeta inglés S. T. Coleridge (1772-1834), «hay casos en los que se puede aprender más, y de más valor, de la historia de una palabra, que de la historia de una guerra».

Desde hace algunas décadas, los teóricos del lenguaje consideran el comportamiento lingüístico como una acción. Sabemos que, de hecho, hay acciones que solo pueden efectuarse mediante palabras, como por ejemplo disculparse, prometer algo, pedir perdón, quejarse, dar las gracias, etc. Austin señaló que pueden crearse relaciones sociales relevantes (como nombramientos, compromisos, alianzas, etc.), por parte de las personas o instituciones, al decir las palabras adecuadas en el lugar adecuado. Y en el ámbito de la religión cristiana, las palabras proferidas por quien administra los sacramentos realizan lo que significan: «Yo te bautizo…», «Esto es mi cuerpo…», «Yo te absuelvo de tus pecados…».

Pero también desde la Grecia clásica se han venido denunciando los abusos del lenguaje, su manipulación, con el efecto consiguiente en la devaluación de la palabra. Los diálogos platónicos nos enseñan a reconocer que algo puede estar quizá bellamente dicho, agudamente expresado, arrebatadoramente escrito, y sin embargo, atendiendo a lo esencial, ser falso, mezquino, miserable, vergonzoso (Pieper).

En particular, se asocia muchas veces la grandilocuencia y el preciosismo verbal con la seducción y la perversión del lenguaje: «Los que juegan diestramente con las palabras, pronto las hacen livianas» (W. Shakespeare). «El orador de masas con éxito es impensable sin una aleación notable de demagogia», ha dicho el crítico literario Marcel Reich-Ranicki.

Muchos siglos antes de que los estudios del discurso (el análisis crítico del discurso y otras corrientes contemporáneas) denunciaran falacias y manipulaciones en los usos del lenguaje, los tratados cristianos de ética y moral desgranaban, a propósito del octavo mandamiento de la ley mosaica, un catálogo abultado de «pecados de la lengua » (o «de palabra»): falso testimonio, mentira, perjurio, juicio temerario, maledicencia, difamación, calumnia, halago, adulación, etc. Algunos han querido ver en estas enumeraciones un análisis crítico del discurso ante litteram (Plantin).

La mentira y la manipulación han sido siempre, pues, un parásito del lenguaje. Buena muestra de ello, en la historia contemporánea, han sido los regímenes políticos del siglo XX (aún perduran algunos) construidos sobre las ideologías marxista o nazi, que desarrollaron unos refinados sistemas de propaganda, basados en la manipulación lingüística. Los nazis acuñaron, entre otras, las expresiones solución final, tratamiento especial, traslado para designar el genocidio de seis millones de hebreos. Los regímenes comunistas, democracia popular, reeducación social, paraíso socialista, etc. para justificar la eliminación de en torno a cien millones de vidas; en China, laogai, que literalmente significa «reforma por el trabajo», quiere decir realmente «encarcelamiento», etc. La cosmética a que sometían el lenguaje corriente los citados regímenes ha quedado de manifiesto en muchas obras literarias y científicas. Valga citar solo unos cuantos nombres: Viktor Klemperer (Lingua Tertii Imperii, 1947), George Orwell (con su novela 1984, publicada en 1949), los Nobel de Literatura Alexander Solzhenitsyn (Archipiélago Gulag, 1973) y Herta Müller, Primo Levi (Si esto es un hombre, 1998).

La manipulación lingüística tiene otro capítulo importante en las ideologías nacionalistas, contaminadas a veces de expresiones usadas por terroristas. Sin salir de España, no pocos han caído en la trampa de llamar al chantaje y a la extorsión «impuesto revolucionario», o de aceptar expresiones como «alto el fuego», «tregua» («La organización armada ETA ha declarado una tregua permanente»), «proceso de paz», o las palabras y expresiones «guerra», «militar», comando de liberados, kale borroka, aplicadas a personas o a acciones criminales.

Por otra parte, sobre la base de los tres grandes maestros de la sospecha (Marx, Freud, Nietzsche), la Escuela de Fráncfort (Horkheimer, Adorno), con su visión crítica (léase «marxista») del discurso (Hammersley), así como los pensadores deconstructivistas o próximos a ellos como Roland Barthes (1915-1980), Michel Foucault (1926-1984), Jacques Derrida (1930-2004), Paul de Man, Richard Rorty, etc., con su concepción del lenguaje como producto de una mentalidad burguesa, lleno de falacias encubridoras de diversas formas de sometimiento, de dominio y de desigualdad, han elaborado una serie de estrategias (análisis crítico del discurso) destinadas a «emanciparse» de «los mecanismos de dominación y encubrimiento que operan bajo la superficie de los sistemas de comunicación, de sistematización del saber, de organización jurídica y social, de institucionalización religiosa, etc.» (A. Vigo). Resultado de lo cual es el predomino actual, en los ámbitos intelectuales de Occidente, de la hermenéutica de la sospecha frente a la hermenéutica de la confianza (o de labenevolencia o caridad).

Si a todo ello se añaden extrapolaciones ilegítimas de la Neurociencia, nos encontramos con que muchas palabras esenciales del lenguaje corriente, como amor, belleza, libertad, verdad, valentía, lealtad, amistad…, han sido vaciadas de contenido; tales conceptos son, en el fondo, para una ortodoxia instalada en la hermenéutica de la sospecha, meros malentendidos. Ya lo anotó George Orwell en sus diarios de guerra: «Nowadays, whatever is said or done, one looks instantly for hidden motives and assumes that words mean anything except what they appear to mean» (27 de abril de 1942). Hay una «crisis de confianza » de la que no se libra ni el lenguaje (M. Buber). Rilke, entre los poetas, lo expresó así en la primera de sus Elegías de Duino: «Y los sagaces animales ya notan / que no estamos muy confiadamente en casa / en el mundo interpretado ». Son, pues, varios los factores que contribuyen a que vivamos tiempos en los que la palabra, el discurso, se encuentren desacreditados, humillados (J. Ellul).

El lenguaje «políticamente correcto» y la «limpieza semántica»

En los últimos decenios, bajo el influjo de la Escuela de Fráncfort y la Asociación Americana de Antropología, se ha desarrollado, especialmente en los ambientes académicos y periodísticos de Estados Unidos, lo que se llama lenguaje «políticamente correcto» (o lenguaje PC). Esta corriente parte de la idea de que, si cambiamos el lenguaje que algunas minorías consideran discriminatorio, cambiará la realidad (José Antonio Martínez, Morant Marco).«Cambiemos las palabras, y cambiarán las cosas pasaría a ser el lema filosófico-político de muchos que, hasta no hace tanto, seguían la convicción de que, revolucionando la estructura económica, se modificaría en consecuencia el arte, el derecho, la mentalidad de la gente, en suma, la “superestructura”. De esta nueva conciencia, o concienciación, se seguiría la corrección de la realidad» (Martínez). El lenguaje políticamente correcto acuña voces o expresiones —de uso habitual por parte de gobernantes, políticos y medios de comunicación— con el fin de desplazar a denominaciones juzgadas «incorrectas»: magrebí en vez de moro, usuario de sustancias adictivas en lugar de drogadicto, daños colaterales en lugar de víctimas civiles, captación puntual de agua en vez de trasvase de ríos, desaceleración económica en vez de crisis, invidente en vez de ciego, repatriación en vez de expulsión, limpieza étnica en vez de matanza racista, etc. «He aquí una situación un tanto paradójica: la aristocrática y elitista Academia fundamenta toda su labor en la que podría llamarse «iniciativa popular »; mientras que las organizaciones de origen democrático parecen confiar más en la “iniciativa privada”, en la práctica de un “despotismo ético o moral”» (Martínez).

Cuando se habla de lenguaje políticamente correcto se suele aducir, como ejemplo estrella, la expresión interrupción voluntaria del embarazo (reducida a veces a la sigla IVE). Como es evidente, lo de interrupción es un decir. Habría que emplear más bien supresión, cancelación o eliminación del embarazo, porque interrumpir, en castellano, tiene un significado distinto, según los diccionarios de la lengua; concretamente «hacer que [algo, especialmente un hecho] deje de existir o producirse durante cierto tiempo y espacio» (Seco y otros autores, Diccionario del español actual, 1999; la cursiva es mía). También en las otras acepciones del verbo interrumpir es esencial el hecho de «dejar de hacer durante cierto tiempo lo que se está haciendo ». Pero la precisión léxica parece no importar a quienes usan el eufemismo interrupción voluntaria del embarazo. Se hace, de esta forma, aparte de un empleo impropio de la voz interrupción, un uso fuertemente emotivo del lenguaje (el adjetivo voluntaria tampoco es ocioso); un uso efectista, seductor, destinado a despertar ciertos estados de ánimo (favorables, naturalmente, en este caso) en los ciudadanos. Si la tal expresión perifrástica, que contraviene, por lo demás, la más elemental economía lingüística, ha tenido el honor de pasar a denominar una ley aprobada por el Parlamento (Ley Orgánica de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, 2010), no es de extrañar que las clínicas abortistas, que hacen su agosto amparadas en la licencia que dan las leyes para eliminar seres humanos, se autodenominen Centros o Clínicas de Salud Reproductiva (¡!) o Clínicas IVE.

Otro campo fértil en expresiones políticamente correctas es el afectado por la ideología de «género». En español la palabra género designa algo (la distinción gramatical masculino / femenino) que es cultural, convencional, arbitrario incluso: decimos que mano tiene género femenino, que pie es masculino, que rana (para referirnos a ambos sexos) es femenino y que sapo (también para los dos sexos) es masculino, etc. Lo cual viene a concordar con el núcleo de la ideología de género, que afirma que la identidad sexual de las personas es algo cultural, independiente de la biología o de la psicología. Con palabras de Simone de Beauvoir: «La mujer no nace; se hace». Se puede ser hombre con cuerpo femenino, y al revés, según Judi Butler, una representante del feminismo. Si ser hombre o mujer se considera algo meramente cultural, emancipado de la biología, el término género (que tiene, como se ha visto, carácter cultural) es preferible a sexo. De nada sirvió que la Real Academia Española se pronunciara en contra de la expresión violencia de género, proponiendo sustituirla por violencia doméstica o por razón de sexo cuando el gobierno anunció que iba a presentar un Proyecto de Ley integral contra la violencia de género (2004). (Por cierto, decir aquí violencia quizá peque de eufemismo, como cuando se llama a los terroristas «los violentos»).

Otros cambios terminológicos propiciados por la ideología de «género» afectan al uso de palabras como familia y matrimonio. El hecho de que se pongan en circulación expresiones como familia tradicional, patriarcal, homoparental, etc.; o bien matrimonio (pareja) homosexual o heterosexual; o también, en lugar de padre y/o madre, progenitor( es) (Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio), da lugar a un cambio semántico sustancial en las voces familia y matrimonio.

En los casos que vamos analizando como ejemplos de corrección política se produce la sustitución (o el vaciamiento de contenido) de palabras corrientes de la lengua, con el significado comúnmente admitido, por términos de diseño acuñados en el correspondiente think tank (ideológico, político, institucional, etc.).

Eufemismos

El lenguaje políticamente correcto se nutre ampliamente de eufemismos. Es un lugar común señalar el «constitutivo fracaso del eufemismo: por un lado, pocas veces llega a borrar la existencia y uso del término malsonante o políticamente incorrecto; y por el otro, cuando llega a suplantarlo realmente en la lengua y él mismo se convierte en mención directa de la realidad, se ve contaminado por esta. De ahí, la más bien rápida sucesión en cadena de eufemismos que dejan de serlo y son desplazados por otro nuevo y más reciente» (Martínez). Se produce una especie de efecto dominó: negro, persona de color, subsahariano, afroamericano… Naturalmente, me estoy refiriendo a principios generales de funcionamiento lingüístico. La cortesía aconsejará, en ocasiones particulares, el uso de lo que algunos llaman eufemismos humanitarios (A. Roldán) u ortofemismos (J. Portolés) para designar algunas enfermedades (trisomía, síndrome de Down, etc.), partes anatómicas o funciones fisiológicas que se resisten a comparecer en público.

En algunos ambientes se detecta una creciente presencia del lenguaje políticamente correcto, «a menudo —como han denunciado ciertos lingüistas— al servicio de la desinformación, y como maquillaje y ocultación de la realidad». «Este lenguaje aspira a depurar toda la lengua, a extenderse socialmente y a configurar una comunidad hablante cívicamente homogénea y léxicamente monolítica, con palabras asépticas y sedantes» (Martínez). El lenguaje políticamente correcto, en suma, como ha dicho Eugenio del Río, se ha convertido hoy en una enfermiza ocultación de la realidad a través del eufemismo.

A algunos promotores del lenguaje políticamente correcto o de determinados usos eufemísticos quizá les mueva la idea de que, al desterrar las expresiones «incorrectas» (disfemísticas, sexistas, xenófobas, etc.), se eliminen los problemas de la vida social (violencia doméstica, racismo, discriminaciones por razón de sexo, etc.). Y es, sin duda, muy justo que se favorezca un uso «preciso» del lenguaje que, en lo posible, evite malentendidos o falacias. Pero el que mediante un uso más «correcto» del lenguaje «pudieran desterrarse del mundo dificultades reales y esenciales de la vida práctica, es una ilusión ingenua e incluso peligrosa: de hecho, el engaño, la mentira, la alevosía pueden expresarse tan bien (si no mejor) mediante un uso preciso del lenguaje como por uno impreciso» (Coseriu). Se trata, pues, de no exigir al lenguaje corriente lo que no puede dar.

La utopía de un lenguaje axiológicamente neutro (Grado cero)

A veces la manipulación lingüística se produce como consecuencia de intentar usar un lenguaje neutro desde el punto de vista valorativo. Pero ese intento se ha demostrado utópico desde el momento en que las palabras que nombran realidades humanas (acciones, hábitos, etc.) llevan normalmente aparejada una valoración ética (o estética, cognitiva) de lo que designan; basta con abrir el diccionario por cualquier página y leer las definiciones de comadrear, corrupto, decrépito, desfalco, escarnio, hipocresía, infamia, mentira, violación, etc. Algunas palabras fuertemente valorativas e insultantes son, incluso, de acuñación reciente: homófobo, maltratador, negacionista… Y esto ocurre en todas las lenguas naturales conocidas.

«Por supuesto que el lenguaje no es una guía infalible, pero contiene, con todos sus defectos, una gran cantidad de intuición y experiencia almacenada. Si se empieza por no hacerle caso, él tiene el modo de vengarse luego» (C. S. Lewis). Si «limpiamos» la lengua de las palabras que contienen valoraciones, contenido axiológico (negativo o positivo, como por ejemplo, además de las antes citadas, las voces robo, asesinato, chantaje, traición, tortura, prostitución, aborto, eutanasia…, o abnegación, inocencia, sinceridad, solidaridad, virtud…), estamos difuminando nuestra propia conciencia y, en suma, nuestra humanidad. La «limpieza léxica» lleva inevitablemente aparejada una cierta «limpieza cognitiva», y con frecuencia también una «limpieza ética». Y lexicográfica: son cada vez más frecuentes las peticiones de diferentes colectivos a la Real Academia Española para que modifique, suprima, añada palabras o acepciones, contra el uso establecido y comúnmente aceptado.

Así, por ejemplo, el Bloque Nacionalista Galego (BNG) presentó en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley para eliminar del Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) dos acepciones de la palabra gallego, ga: la 5.ª, propia de Costa Rica («tonto, falto de entendimiento o razón»); y la 6.ª, propia de El Salvador («tartamudo»). Se trata de «acepciones ciertamente vejatorias y xenófobas, aunque no exactamente contra los gallegossino contra los españoles (gallegos, por extensión, es como se denomina coloquial y despectivamente a los españoles en general, y no solo en esos dos pequeños países sino también en otros tan extensos como Venezuela). Lo sorprendente es que el diputado justifique la petición de supresión en una consideración xenófoba: la de que ambas acepciones proceden de “dos países pequeños y de poca trascendencia que no son representativos”» (Martínez).

Otro botón de muestra. En la 4.ª acepción del DRAE, para el adjetivo gitano, na, figura el significado, de uso coloquial, «que estafa u obra con engaño». La presidenta de la Asociación de Mujeres Gitanas Yerbabuena, Pilar Heredia, califica de vergonzoso que en el DRAE figure la voz gitano con esa acepción, prueba «de que el término gitano se ve con desprecio y vamos a pedir que se retire porque alimenta actitudes xenófobas». Y el académico José Antonio Pascual contesta: «El término gitano se usa todavía con esa acepción en la calle. Y porque nosotros lo cambiemos en el diccionario no va a cambiar la realidad social » (El País, 25-6-2006).

A lo que aspiran los buenos diccionarios de la lengua, en la medida en que pretenden ser obras de carácter práctico, es a dejar constancia del uso real de las palabras por parte de los hablantes. Los diccionarios históricos, además, tendrán que reflejar el uso lingüístico de épocas pasadas. Carece, por tanto, de sentido, criticar a los diccionarios. Las críticas habrá que hacérselas a la sociedad, a los hablantes, si en su comportamiento son machistas, racistas, homófobos, etc.

Final

Con la facultad humana de hablar, como decía Gorgias, se pueden llevar a cabo «divinísimas obras». Pero también, la historia es testigo, se pueden perpetrar atrocidades sin cuento. Las palabras corrientes de las lenguas, por sí mismas, fuera del uso que se les dé en el habla, no son ni mentiras, como quería Nietzsche, ni argumentos irrefutables hacia una determinada conclusión. No son camisas de fuerza para el pensamiento. El pensamiento puede liberarse del lenguaje, como muestran las traducciones de un idioma a otro.

Las palabras, por ser la primera aprehensión del mundo por parte de los seres humanos, contienen, eso sí, conocimiento de las realidades del mundo, experiencias humanas, intuiciones certeras. Despreciar esas «oscuras certezas » (Chesterton) que incorporamos al aprender un idioma nos hace mentalmente más vulnerables. Porque, como ha escrito Sven Birkerts «el lenguaje es la capa de ozono del alma, y su adelgazamiento nos pone en peligro». Jugar con las palabras es jugar con la vida (Kafka).

Catedrático de lengua española. Instituto Cultura y Sociedad. Universidad de Navarra