Tiempo de lectura: 10 min.

América Latina se encuentra en un cambio de rasante. La prosperidad lograda durante el boom del precio de las materias primas se ve dañada por la crisis que atraviesan numerosos países, acuciada en algunos de ellos por dogmatismos políticos de izquierda. Latinoamérica deja atrás su década de oro, pero lo que viene no tiene por qué ser otra década perdida, como la de los años ochenta. Es el momento propicio para las reformas y para los proyectos de integración de mercados: ambos como medios para asentar unas economías aún muy dependientes de la exportación de unos pocos productos y para tratar de recobrar los estándares democráticos, menospreciados por ciertos gobiernos. Más de medio continente avanzará probablemente en esa positiva línea, pero el bolivarianismo, aunque en situación de pérdida de apoyo, amenaza con lastrar la situación allí donde se agarra.

En los últimos cinco años, el largo ciclo de bonanza de la economía latinoamericana —un notable progreso económico y social generalizado— se ha visto truncado. La llamada década de América Latina, de 2004 a 2013, acabó cuando se produjo el pronunciado descenso del precio de las materias primas, sobre todo de los minerales e hidrocarburos, cuya exportación constituye la mayor parte de ingresos de buena parte de los países de la región.

Las bases para el crecimiento se habían puesto ya en los años noventa, cuando la consolidación de regímenes democráticos y las medidas de choque contra la galopante inflación previa permitieron aprovechar una nueva época de crecimiento económico mundial. El salto económico fue especialmente notable entre 2004 y 2008, con un aumento del PIB del 5,2% de promedio anual en la región. Luego la crisis financiera global atemperó algo las cifras en muchos países, si bien en ciertos lugares los números siguieron siendo altos. Aún hoy, acabado el ciclo expansivo general, Perú, Bolivia y Paraguay continúan con crecimientos superiores al 3% del PIB, tal como ocurre en las naciones de Centroamérica, cuyas economías dependen menos de la exportación de materias primas.

Esa buena marcha económica a lo largo del decenio facultó reducir el paro en la región, de un promedio del 11,3% en 2004 al 6,2% en 2013. También hizo posible una importante mejora en la distribución de riqueza, de manera que si en 2002 la población latinoamericana que vivía en la pobreza era del 44%, en 2014 se había reducido al 28%, de acuerdo con las cifras de la Cepal, la organización de las Naciones Unidas para el desarrollo de Latinoamérica. Por su parte, la clase media pasó del 23 al 34%.

Los mayores ingresos del Estado, no obstante, sirvieron también para alimentar la corrupción y para diseñar un sistema de programas sociales cuyo fin primordial era el clientelismo electoral. Eso ocurrió sobre todo en países con grandes ingresos por petróleo (o gas), cuyo precio por barril pasó de diez a cien dólares a lo largo de la década. Sobre esa ingente disponibilidad de capital se asentaron los populismos de izquierda de Venezuela, Bolivia, Ecuador y, con dinámicas internas algo distintas, de Brasil y Argentina. México y Colombia, países en los que el sector petrolero tiene también importante peso, en cambio, utilizaron los recursos para mejorar el propio entorno de inversiones.

El desplome del precio del crudo a partir de junio 2014 —a finales de ese año había caído a los 45 dólares por barril, lo que supone una depreciación del 60% en pocos meses— marcó el brusco cambio de signo. En el caso de los minerales, su depreciación había comenzado un poco antes, a un ritmo más moderado, debido a la gradual desaceleración de la economía china: a la vez que bajaba el precio, también lo hacían los volúmenes de hierro y cobre —también grano de soja, por citar los tres principales productos— que Pekín importaba de Sudamérica. En los últimos años, el área de Latinoamérica y el Caribe se había convertido en el cuarto socio comercial de China, solo por detrás de Estados Unidos y sus vecinos asiáticos de Japón y Corea del Sur, de ahí la influencia en la región de cualquier variación en la economía china. En 2014, el valor de ese comercio bajó por primera vez desde 2009.

Las dificultades presupuestarias que todo esto supuso para los gobiernos latinoamericanos comenzó a tener consecuencias políticas. El caso más palmario ha sido el de Venezuela, donde el cese de la entrada en caja de ingentes ingresos petroleros ha llevado al colapso económico e institucional del país, que está sumido en una grave crisis humanitaria por falta de alimentos y medicinas.

Con el retroceso de capital a libre disposición comenzaba a retroceder también la marea del dominio social bolivariano. En diciembre de 2015 la oposición logró una amplia mayoría en las elecciones parlamentarias de Venezuela. Un mes antes, el kirchnerismo fue desalojado de la presidencia argentina; en marzo de 2016, Evo Morales perdió un referéndum para poder optar a la reelección en Bolivia. Simultáneamente, en Brasil se tramitó el impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff, a raíz de escándalos de corrupción que arrastran también a su antecesor, Luiz Ignácio Lula, y erosionan el poder que había llegado a tener el Partido de los Trabajadores brasileño.

La previsión de ese declive de popularidad del bolivianismo, y por tanto el riesgo de perder la ayuda económica que recibe de Venezuela, fue una de las razones por las que Cuba abrió el diálogo secreto con Estados Unidos en 2013, justo tras la muerte del benefactor Hugo Chávez. Si La Habana había intentado compensar la pérdida de las subvenciones soviéticas, a raíz de la caída del telón de acero, con el petróleo venezolano, ahora buscaba un nuevo salvavidas financiero. El restablecimiento en 2015 de plenas relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba, en cualquier caso, constituye uno de los principales acontecimientos de los últimos años en Latinoamérica, como también lo son las negociaciones del Gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC. El desarrollo de ambos procesos va a tener un gran protagonismo en el nuevo quinquenio ya comenzado.

LA HORA DE LAS REFORMAS Y LA INTEGRACIÓN

En un entorno de más dificultades económicas, los gobiernos latinoamericanos están llamados a aplicar los próximos años un mayor pragmatismo en sus políticas presupuestarias. «Con menos ingresos disponibles para pacificar poblaciones nerviosas, los nuevos gobiernos probablemente serán económicamente más pragmáticos que sus predecesores», asegura un informe de Stratfor. Esta firma de inteligencia global pronostica que posiblemente los líderes de izquierda se abstendrán de nacionalizaciones en masa o de hostigar a compañías extranjeras: «alentarán inversiones en lugar de ahuyentarlas».

En esa línea, la nueva coyuntura económica debería forzar a América Latina a hacer reformas. El Fondo Monetario Internacional propone dos tipos de mejoras, destinadas a conseguir que el crecimiento no esté tan ligado a condiciones externas. En primer lugar, la diversificación de la estructura productiva, orientada hacia una reindustrialización, así como un avance tecnológico en los procesos de explotación de bienes naturales para ganar en competitividad. También debería haber una diversificación del comercio con China, para que no estuviera tan limitado a las materias primas. En segundo lugar, Latinoamérica debería hacer importantes progresos en integración regional, algo que comenzó a procurarse en la década de 1990, pero que con el tiempo perdió inercia. Junto a estos dos objetivos, el FMI apunta la mejora de la calidad de la educación y la inversión en infraestructuras.

Lubricante ideal para todo eso sería un incremento del precio del petróleo, que los expertos creen que a corto plazo se situará por encima de los cincuenta dólares el barril, aunque las previsiones al alza están tardando en cumplirse. En cualquier caso, difícilmente América Latina va a conocer en el futuro un desarrollo que aumente su peso relativo en la economía global. Adrián Bonilla, anterior responsable de la red FLACSO, la institución creada por la ONU para el desarrollo de las ciencias sociales en Latinoamérica, estima que, si se hacen bien las cosas, el continente americano, descontado Estados Unidos y Canadá, seguirá generando el mismo 8% del PIB mundial. La previsiones del FMI para 2030 apuntan precisamente a ese mantenimiento de la cuota de la producción de riqueza general.

Pero para ello deben tomarse medidas. La más comúnmente citada, como ya se ha hecho referencia, es la imperiosa necesidad de integración de mercados, en un continente cuya principal característica física es la fragmentación provocada por la cordillera de los Andes y la selva de la cuenca del Amazonas. «Fragmentada como está, América Latina no tiene capacidad para los niveles de desarrollo que pretende. La integración no es un lujo, sino una necesidad», afirmó Enrique García, presidente de la Corporación Andina de Fomento (CAF), en un reciente encuentro en Washington dedicado a las perspectivas de desarrollo regional. En ese acto, Enrique Iglesias, antiguo presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), lamentó que hasta ahora a Mercosur le haya faltado el empuje de sus dos principales socios, Brasil y Argentina. Por su parte, Augusto Latorre, economista del Banco Mundial, advirtió que el crecimiento que necesita la región no vendrá de la demanda doméstica de cada país, sino de la integración de mercados nacionales, pero no concebidas esas uniones islas, sino como medio para la interacción global.

El desarrollo efectivo del Mercado Común del Sur debiera ser la gran noticia económica de los próximos años. Si una zona transfronteriza de Sudamérica está especialmente llamada a un notable progreso, esa ha sido siempre la que va del tercio sur de Brasil a la mitad norte de Argentina, con Paraguay y Uruguay en medio. Lo que está dictado por la geografía y el clima quiso ser aprovechado finalmente en 1991 con la puesta en marcha de Mercosur. Pero la unión aduanera se vio lastrada primero por inestabilidad económica de Brasil en los años noventa y luego por la inestabilidad doméstica de Argentina en la década siguiente; después vino el boom de las materias primas, que hizo que cada país se concentrara en sus exportaciones hacia terceros países. Así, en 2013 el comercio intrarregional era solo el 15,5% del comercio total conducido por sus miembros.

Los cambios políticos operados en Brasilia y Buenos Aires debieran servir para reactivar este club comercial. En el caso de Brasil, no porque Dilma Rousseff no estuviera ya suficientemente comprometida con la idea, sino porque la necesidad de una nueva política económica obliga a reducir el proteccionismo brasileño y por tanto aconseja apostar aún más por Mercosur; en el caso de Argentina, porque Mauricio Macri ha recuperado la bandera del libre comercio que había sido enterrada por el kirchnerismo. En esa nueva dinámica que pone las razones económicas por encima de las políticas, Venezuela tiene poco espacio en Mercosur, donde entró en 2012 como estrategia del bolivarianismo. Solo dejando a un lado a Venezuela, al menos de momento, la organización puede avanzar en sus propósitos originarios.

Un avance de Mercosur permitiría equilibrar el esfuerzo comercial de las dos mitades de Sudamérica, esta encarada hacia el Atlántico y la que se encuentra al oeste de los Andes, articulada en la Alianza del Pacífico (Chile, Perú, Colombia y México), organización que desde su creación en 2011 ha dado un importante salto. En los próximos años, esa alianza se beneficiará del aumento de los contactos con Asia y del crecimiento de esa región. El éxito de ese club llevará a otros países a llamar a su puerta, como ya ha hecho Costa Rica. Otro candidato podría ser Ecuador, en el supuesto de que en ese país se produzca un cambio político.

Ambos pulmones comerciales seguirán contando con el oxígeno que aportan las relaciones con China. La moderación del crecimiento chino ha contribuido al fin del ciclo de bonanza de la economía latinoamericana, pero eso no quiere decir que las importaciones de materias primas que ordene por Pekín no vayan a seguir siendo importantes. Así, el plan de cooperación entre China y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) para el periodo 2015-2019 prevé un comercio anual por encima de los 500.000 millones de dólares. No obstante, en esa relación van a ir adquiriendo un creciente peso las inversiones financieras directas, que pueden llegar a 250.000 millones de dólares en el conjunto de los próximos diez años. Las consecuencias del fin del boom de las materias primas debiera llevar a los gobiernos latinoamericanos a introducir ciertas correcciones en los acuerdos con el gigante asiático. A pesar del enorme volumen de ese comercio, «casi no hay pensamiento estratégico en el hemisferio [occidental] orientado a cómo maximizar los beneficios», advierte el Atlantic Council, un think-tank de Washington, en un informe dedicado a analizar cómo ese comercio «puede ser un win-win», es decir, que lleve a ganar a las dos partes. Entre los consejos están más transparencia de los acuerdos bilaterales, un mayor papel de los organismos multilaterales para supervisar ciertas cláusulas y fomentar una política de reciprocidad.

HUIDA HACIA DELANTE DEL BOLIVARIANISMO

El fin de la década expansiva, ya se ha dicho antes, augura una agenda de mayor pragmatismo económico y rigor presupuestario para los próximos años. Además, aconseja la adopción de reformas que permitan poner las bases para un crecimiento menos sujeto a ciclos externos. Pero políticamente no todos los países responderán de modo adecuado. La previsible mayor inestabilidad social y política puede dificultar la aprobación de las soluciones correctas, por más que los recortes vayan a ser generalizados.

Las sociedades latinoamericanas han vivido la década de oro con bastante estabilidad política. Allí donde el PIB seguirá creciendo por encima de la media probablemente continuará habiendo ese mismo clima. Es el caso singular de Perú, donde la calma tras la ajustada victoria de Pedro Pablo Kuczynski en abril de 2016 demostró una consolidación institucional nada desdeñable en un entorno que ha visto mermados los estándares democráticos. En cualquier caso, el consenso básico dependerá de la cooperación entre Kuczynski y la mayoría parlamentaria de Keiko Fujimori. En Chile, Paraguay y Uruguay los respectivos procesos electorales de los próximos años pueden alterar el tono del debate, pero de momento nada indica que vaya a deteriorarse sustancialmente la paz social.

Más incógnitas presentan México, donde la presidencia de Enrique Peña Nieto ha malogrado las expectativas que generó, y sobre todo Brasil y Argentina, donde la enconada lucha política puede minar los esfuerzos de los respectivos gobiernos para enderezar la economía. Por lo demás, casi todos los países están expuestos a la general ola anti establishment que se observa en muchos lugares del mundo, aprovechada por diversas formas de populismo.

Donde diríase que la inestabilidad está asegurada es en las plazas fuertes del bolivarianismo. El menor apoyo social cosechado en varias votaciones recientes llevó a hablar del fin de ese particular populismo de izquierdas; sin embargo, lo que puede suceder en varios casos es una fuga hacia delante. Así, lo previsible es que varios de esos regímenes aceleren su deslizamiento por la pendiente de un creciente autoritarismo, en caso de no ser sustituidos. Es la senda que recorre Venezuela, donde el interés del chavismo por esquivar la Asamblea Nacional, controlada por la oposición desde diciembre de 2015, ha llevado al Gobierno a romper del todo el orden constitucional. Se produzca o no un recambio interno de Nicolás Maduro a partir de comienzos de 2017, el chavismo seguirá dirigiendo el poder al menos hasta las presidenciales de finales de 2018.

Igual huida hacia delante está protagonizando Daniel Ortega en Nicaragua, cuya esposa concurrirá como candidata a la vicepresidencia en las elecciones del próximo año, vetadas por el sandinismo para la mayor parte de la oposición. En Ecuador, la Alianza País de Rafael Correa ha recurrido a extrañas operaciones, como la importación de fusiles no solicitados por las Fuerzas Armadas y la formación de grupos de choque callejeros, algo que no encaja en los supuestos democráticos y siembra sospechas. También en El Salvador, la antigua guerrilla del frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) ha dado muestras de acoso a la oposición, mientras que hay dudas de que en Bolivia Evo Morales acepte de buena gana irse a casa cuando termine su mandato.

De ese mismo poso contrario a la democracia liberal, y con el mismo eficiente asesoramiento cubano del que algunos de los movimientos citados se han beneficiado, pretende surgir la nueva formación política de las FARC, la guerrilla colombiana. La implementación del acuerdo de paz que pueda alcanzarse tras el fallido plebiscito va a ocupar los próximos años. Posiblemente podrá llevarse a cabo sin críticos sobresaltos, pero la fortaleza que puede adquirir la izquierda podría condenar a medio plazo al país a una cierta ingobernabilidad, lo que perjudicaría el estirón económico que prevén los colombianos.

La mayor estridencia a la que está abocada el bolivarianismo va a alterar la convivencia en las organizaciones multilaterales regionales. La celac, que reúne a todos los países de la Organización de Estados Americanos (OEA) menos Estados Unidos y Canadá e incluye a Cuba, y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) surgieron en 2010 y en 2011, respectivamente, como iniciativa principal de Brasil y las naciones del Alba (en el caso de la CELAC también hubo interés de México, luego venido a menos), mientras que el resto de países dejaron hacer. Hoy esa dinámica se ha roto, por lo que es de esperar menos acuerdos y más roce entre delegaciones, al tiempo que la CELAC y Unasur perderán algo del protagonismo que habían alcanzado. De hecho, la oea ya ha recuperado su posición predominante, además con informes críticos contra Venezuela y Nicaragua, en términos con los que pocas veces la organización se había expresado.

Periodista