Tiempo de lectura: 10 min.

No hay duda de que la mejor manera como un hombre podría poner a prueba su aptitud para relacionarse con la común variedad del género humano sería descolgarse a la ventura por la chimenea de cualquier casa y procurar congeniar todo lo posible con la gente que encontrase dentro. Esto es esencialmente lo que cada uno de nosotros hizo el día en que nació». La escena central de la película Los amigos de Peter (Kenneth Branagh, 1992) consiste en una sentida glosa de esta cita de Gilbert K. Chesterton hecha por el protagonista ante el expectante silencio de sus amigos. Teniendo en cuenta que el cine es el gran excipiente de las tendencias sociales, podríamos utilizar esa secuencia para visualizar hasta qué punto un Chesterton autor de aforismos se ha ido haciendo, en estos setenta y cinco años que han pasado desde su muerte, con un papel principal entre la crítica y el público.

Hoy se le cita tanto que a menudo se hace con una leve petición de excusas del tipo «como decía Chesterton, quién si no» o «volviendo a Chesterton» o «G. K. C., naturalmente, pensaba» o «como ya saben, Chesterton escribió»… Propagando sus mejores frases, hay una cuenta en Twitter (@ChestertonQuote) que remite a un blog monográfico. En todas las páginas de citas de la Red, incluyendo, por supuesto Wikiquote, se le dedica un generoso apartado. Se ofrecen almanaques y calendarios con sus pensamientos. Muchos estudiosos y articulistas lo tienen como constante referente intelectual, casi como un estribillo. Incluso se le atribuyen citas apócrifas, que es un estadio de celebridad que solo alcanzan los más grandes: no es suyo aquello tan repetido de «Cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que no crean en nada, es que se lo creen todo», aunque bien podría haberlo sido. Numerosos libros se dedican a recoger sus pensamientos: Chesterton. Las quintaesencias (selección de Ramón Setantí, Ediciones de la Gacela, Madrid-Barcelona, 1941), G. K. Chesterton, The Apostle of Common Sense (Dale Ahlquist, Ignatius Press, San Francisco, 2003), The Wisdom of Mr. Chesterton (Dave Armstrong, Saint Benedict Press, Charlotte, North Caroline, 2009), Ciudadano Chesterton, una antropología escandalosa (José Ramón Ayllón, Palabra, Madrid, 2011) o The Quotable Chesterton (Kevin Belmonte, Thomas Nelson, Neshville, 2011), entre otros. Por último y quizá lo más importante, puede observarse entre los fervientes lectores de Chesterton una admiración más viva aún a sus ideas, expresiones, imágenes y hasta anécdotas, que a cualquiera de sus títulos concretos, incluidos los de la serie del padre Brown, que tanta celebridad le dio en vida.

Estamos ante una paradoja netamente chestertoniana: se impone el autor de aforismos, aunque él, que practicó con maestría casi todos los géneros, desde la poesía hasta la novela policíaca, pasando por el ensayo, el columnismo, la narración, la oratoria, la hagiografía, el teatro y la autobiografía, nunca los escribió. Su réplica a un poema de T. S. Eliot sí podría ser, en cambio, un atisbo profético de lo que está pasando. Eliot había rematado su poema, crítico con el mundo moderno y su hondo nihilismo depresivo, augurando que acabaría apagándose tristemente en un susurro. Chesterton, más partidario de enfrentarse a la modernidad que en representarla, declaró que él acabaría con una explosión. Y ciertamente, lo de los aforismos chestertonianos parece un estallido atómico, cuya onda expansiva no deja de aumentar. A la vez, la imagen de Domingo, el misterioso personaje que, a pesar de su ya considerable envergadura, sigue creciendo en las páginas finales de El hombre que fue Jueves (1908) se está convirtiendo en la mejor metáfora de la propia talla intelectual de Chesterton. Su consideración como pensador, por mucho que él se considerase apenas un «alegre periodista» (a jolly journalist), es cada vez mayor y más reconocida incluso entre los filósofos mediáticos (Fernando Savater, por no ir muy lejos) y entre los expertos de mayor peso en sus respectivos campos: Harold Bloom lo admira como crítico literario, George Steiner pone una traducción de Chesterton como el paradigma de lo que ha de ser una traducción de poesía y Étienne Gilson, el gran experto en filosofía medieval, reconoce que su librito sobre santo Tomás de Aquino es insuperable. Por muy humilde que fuera, que lo era, esto agradaría por fuerza a quien afirmó: «Un hombre no puede llegar a ser lo bastante sabio para ser un gran artista sin ser al mismo tiempo lo bastante sabio para desear ser un filósofo».

Pero teniendo en cuenta que él no escribió aforismos, este estallido de su obra en miles de pequeños trozos de metralla, ¿supone un descuartizamiento de su pensamiento o, incluso peor, una jibarización del cada vez más desmesurado autor? Contestar a esta pregunta resulta apremiante para los que le admiramos tanto a él como a sus citas.

Por suerte, G. K. C. enseguida calma nuestras inquietudes. En su libro póstumo Autobiografía (1936) declaró: «Nunca he tomado en serio mis libros, pero tomo muy en serio mis opiniones». Disfrutaría, en consecuencia, viendo cómo sus opiniones se escapan de sus libros. De que se las tomaba con una seriedad máxima, da un testimonio vibrante su estrecho colaborador W. R. Titterton en el libro G. K. Chesterton, mi amigo (1936), cuando imagina la cantidad de obras exquisitamente literarias que Gilbert sacrificó para dedicar sus energías a librar la batalla intelectual y política.

Una de sus ideas más queridas era la valoración del hombre común, así que también celebraría que, mediante la difusión de sus aforismos, se pongan sus opiniones, que él en tanto tenía, al alcance de todos, casi como refranes populares. No exagero cuando insisto en que tenía sus opiniones en altísima consideración. Conjugaba su humildad, bastante injusta con él mismo, con un justo orgullo intelectual. Véase: «Mi verdadero juicio sobre mi obra es que he echado a perder un buen puñado de ideas excelentes». Un buen puñado de ideas excelentes sería un título redondo para una colección de sus citas.

Nos consta, además, que Chesterton apreciaba extraordinariamente las antologías de pensamientos o aforismos de otros. Defendió una edición abreviada de Vida de Johnson en un prólogo que recoge en G. K. C. as M. C. (1929) con estas ponderaciones: «El arte de seleccionar no ha sido inventado por los editores modernos. […] Ninguna gran filosofía, ninguna gran religión, han sido fundadas en un diario sino en algo así como un álbum de notas o recortes. […] El hecho de hacer selecciones de la obra de un escritor es el coronamiento de su fama; es la prueba de su inmortalidad». Hizo otra apasionada defensa del género en Tipos diversos (1908). Tan enérgica y brillante que debemos citarla por extenso:

La selección Pensamientos de Maeterlinck es una compilación extraordinariamente útil y encomiable. Son muchos los críticos modernos que ponen objeciones a la labor de cortar y pegar la obra de un autor coherente que es necesaria para obtener este tipo de libros, pero, si sometemos la cuestión a una consideración más profunda, descubriremos que esta perspectiva no es del todo acertada. Maeterlinck es un gran hombre, y este proceso de mutilación lo acaban sufriendo todos los grandes hombres tarde o temprano. Acabar arrastrado y descuartizado, con la cabeza clavada y expuesta sobre una estaca en alguna ciudad y la pierna izquierda clavada y expuesta sobre una estaca en otra ciudad distinta ha sido la señal característica del gran patriota. Y también ha sido la señal característica del santo que esos pedazos comenzaran a obrar milagros en algún momento. Lo mismo ha ocurrido con todos los grandes hombres del mundo. Por negligente y descuidada que pueda ser la versión de Maeterlinck o de cualquier otro autor que encontramos en una selección como esta, será sin duda mucho menos negligente y descuidada que la versión, la parodia, la absoluta distorsión de Maeterlinck que las futuras generaciones habrán de oír y los críticos de un futuro lejano están llamados a considerar.

Nadie puede albergar ninguna duda razonable acerca de que no hemos conocido sobre Cristo, Sócrates, Buda o san Francisco más que un simple caos de extractos, un simple libro de citas. Pero de esos epigramas fragmentarios podemos deducir su grandeza con la misma claridad que podemos deducir a Venus del torso de Venus o a Hércules ex pede Herculem. Si no supiéramos, por ejemplo, acerca del Fundador del cristianismo ninguna otra cosa más allá de que hubo una vez un maestro religioso que vivió en un país remoto y en el transcurso de sus peregrinaciones y discursos continuamente se refirió a sí Mismo como «el hijo del hombre», solo con eso podríamos saber que fue un hombre de una casi inconmensurable grandeza. Si sucediera que las edades futuras no conservasen más testimonio de Sócrates que el de haberse hecho merecedor del título del más sabio de los hombres por saber que no sabía nada, estas deberían poder deducir, a través de la altura y energía de su civilización, la gloria de Grecia. El reconocimiento de esas compilaciones aleatorias, como la que E. S. S. y Mr. George Allen han elaborado recientemente, es bastante seguro. Son las puras y pedantes ediciones literales, las obras completas de este o aquel autor, las que caen en el olvido. Son libros como este los que han revolucionado el destino del mundo. Grandes cosas como el cristianismo o el platonismo nunca se fundaron sobre ediciones coherentes; todas han sido fundadas sobre álbumes de recortes.

Contando con el beneplácito casi expreso del autor, podemos comprobar ahora que tanto intelectual como estilísticamente están muy justificadas las citas chestertonianas, los libros, almanaques y páginas web que las coleccionan y esta querencia nuestra a usarlas sin cesar. El mexicano Alfonso Reyes, uno de sus primeros traductores al español, apuntó que Chesterton es un hombre de una sola idea: «En apariencia, Chesterton es un paradojista. Pero, a poco leerlo, descubrimos que disimula toda una filosofía sistemática. Sistemática, monótona: cien veces repetida con palabras y pasajes muy semejantes a través de todos sus libros». En realidad, Reyes llama la atención sobre el hecho de que, siendo Chesterton un hombre con múltiples ideas sobre todo, estas siempre versan y se apoyan sobre una idea de la totalidad: sobre el todo. Y vuelta: la idea debe sostenerlo todo para que Chesterton la considere válida: «Solo está realmente convencido de su creencia el que la ve comprobada por todas las cosas a la vez».

Ese concepto unitario y universal fue el catolicismo, al que Chesterton llegó por descarte del resto de filosofías, incapaces de dar una explicación coherente de todo y de ser fieles al fondo de alegría cósmica que él percibía en la existencia. Ya desde mucho antes de su conversión, no había tema que tocase que no implicara a la ortodoxia. «La religión es exactamente la cosa que no puede ser dejada al margen, porque lo incluye todo», resumía. Si esa idea única que lo cubre todo adquiere la forma de una cúpula, es una cúpula romana. Lo que explica la claridad latina que Jorge Luis Borges señala en su obra: «En algún tiempo (y en España) hubo la distraída costumbre de equiparar los nombres y la labor de Gómez de la Serna y de Chesterton. Esa aproximación es del todo inútil. Los dos perciben (o registran) con intensidad el matiz peculiar de una casa, de una luz, de una hora del día, pero Gómez de la Serna es caótico. Inversamente, la limpidez y el orden son constantes en las publicaciones de Chesterton. Yo me atrevo a sentir (según la fórmula geográfica de M. Taine) peso y desorden de neblinas británicas en Gómez de la Serna y claridad latina en G. K. C.».

Esa coherencia y esa claridad permiten algo fundamental: que cualquier frase de G. K. C. sea aprehendida a la primera y transmita su visión del universo. Desactivan uno de los mayores riesgos de las citas: el de hacer decir cualquier cosa al autor, usando sus palabras lo mismo para un roto que para un descosido. Cada fragmento de Chesterton, por pequeño que sea, funciona como un holograma de la obra completa que se extiende a lo largo de los 36 volúmenes de los Collected Works de Ignatius Press. Sus citas no son simples extractos ni recortes más o menos aleatorios.

El catolicismo chestertoniano les da también el respaldo de un sólido sistema moral. Lo que atañe al tema que nos ocupa por dos razones. Primero, porque el género aforístico, como demuestra el hecho de que a sus padres modernos los llamemos «los moralistas franceses», exige una eticidad potente, exigencia que ha heredado de sus clásicos y que todavía, a trancas y barrancas, en positivo o en negativo, conserva. Para el pensamiento débil va mejor el párrafo largo y vaporoso, y viceversa. En segundo lugar, porque la inversión de valores de la modernidad, que Chesterton profetizó como nadie y combatió como ninguno, le permiten aunar en su pluma la defensa honda de la ortodoxia con un ataque desternillante a los nuevos dogmas. Esta situación la describió Borges: «Recurre a la paradoja y al humour en su vindicación del catolicismo. Eso importa invertir una tradición, erigida por Swift, por Gibbon y por Voltaire. Siempre el ingenio había sido movilizado contra la Iglesia». Chesterton lo supo: «El acto de defender cualquiera de las virtudes cardinales posee hoy toda la hilaridad de un vicio».

Estilísticamente, su obra incita a la extracción de la cita breve. Ha recalcado Felipe Benítez Reyes: «Chesterton, ese autor al que hay que leer siempre con un lápiz en la mano, para subrayar fulguraciones y deslumbramientos». La primera frase que publicó en su vida, en un artículo para la revista de su colegio, es ya una inolvidable greguería: «El dragón es la más cosmopolita de las imposibilidades». Chesterton escribe, efectivamente, a llamaradas, a fogonazos, saltando de imagen en imagen, con una facilidad pasmosa para hacer visible un argumento, para dar con relaciones insólitas y para ofrecernos la comparación imposible y exacta. Su estilo, como una varita mágica, asciende sus frases a citas y estas a un género superior y autónomo: a aforismos, a greguerías, a máximas…

Por supuesto, la paradoja le da mucho juego; pero tengamos cuidado con el tópico de clasificarlo como un paradojista profesional. Su amigo Hilaire Belloc advertía del riesgo de entender por paradoja una «tontería por medio de contradicción» y no una «iluminación mediante una yuxtaposición inesperada». «Pensar —había definido Chesterton— es conectar ideas»; y a él, a menudo, al hacer la conexión le saltaba un chispazo sorprendente…, y luego se encendía la luz. Más que paradojas puras, a lo Zenón, lo que le caracteriza es la perspectiva del que contempla el paisaje boca abajo, haciendo el pino o dando una voltereta, en un ejercicio que repite insistentemente en sus libros, o el que lo mira por el envés, a la vuelta de un viaje, por ejemplo, y que, gracias a ese punto de vista dislocado, da con la increíble verdad. Lo deja claro Gabriel Syme en El hombre que fue Jueves: «¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que solo vemos las espaldas del mundo. Solo lo vemos por detrás, por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo de frente!…». Daré solo una muestra de este mirar las cosas por el otro lado. Tras tantas y tantas vueltas a la fe y a la razón como contrapuestas o complementarias, apunta Chesterton: «Es ocioso estar discutiendo la eterna alternativa de la razón y la fe. La razón es, por sí misma, artículo de fe». Y sentimos que tiene —además de gracia— razón.

La capacidad de ver lo mismo que todos de un modo único crea una mezcla de deslumbramiento y reconocimiento (o de originalidad y lugar común) que da su peculiar sabor a los mejores aforismos chestertonianos, o sea, a todos prácticamente. Y ahí estriba, en la medida en que se pueda desentrañar su misterio, esa condición que tienen de definitivos a la vez que inacabables. De un modo análogo, son serios y divertidos, aunque eso ya lo había avisado: «“Divertido” no es lo contrario de “serio”. “Divertido” es lo contrario de “aburrido” y de nada más».

Legitimado el hábito de citarle en pequeñas pero continuas dosis desde el punto de vista de la intención del autor, desde su pensamiento y desde su estilo, solo nos resta preocuparnos por el destino de los maravillosos libros de los que salieron tantos aforismos. ¿Quedarán, una vez saqueados, en un segundo plano? Mi impresión personal es que salen muy favorecidos del conocimiento previo de las citas. La brillantez de Chesterton puede, en una primera lectura, distraer de las sinuosidades de su pensamiento y del puro placer de seguirlo a través de sus largas oraciones. El lector, al estar familiarizado con su pensamiento y hasta con sus expresiones más deslumbrantes y generales, puede dejarse llevar tranquilamente por la brava corriente de los argumentos de sus narraciones o por el no menos bravo empuje de sus otros argumentos, los de los ensayos.

A esta impresión mía no le van a faltar ocasiones de contraste. Cada vez son más los lectores que acuden a Chesterton encantados por la magia de un aforismo leído en un artículo de prensa, escuchado en un comentario radiofónico, inspirando un poema o, incluso, citado en una película de éxito. Habrá quien, enfrentado por primera vez a cualquiera de sus libros, se sorprenda por la desmesurada anchura de un escritor tan afilado, pero serán muchos más los que aprendan a disfrutar la paradoja del fino autor de aforismos que no escribió sino numerosas narraciones trepidantes, larguísimos artículos gozosos y ambiciosos ensayos imprescindibles. Quizá sea la más personal de todas las paradojas chestertonianas.

Poeta, crítico literario y traductor.