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Apesar de los avances científicos y tecnológicos sin precedentes en la historia de la humanidad, tenemos la sensación de que no hay paralelismo entre la evolución tecnológica y la capacidad de nuestros gobiernos para aprovechar su potencial. Mientras el resto del mundo va tomando conciencia de la oportunidad que representa esta coyuntura, la respuesta de las Administraciones se limita a pequeños intentos, pruebas limitadas, sin masa crítica, que constituyen apuestas de muy baja intensidad. En general, las Administraciones públicas no quieren asumir riesgos ni salir de su zona de confort. Acaban ateniéndose a los precedentes rutinarios o comprando ideas ya consolidadas que casi siempre vienen del exterior y tienen poco o nada que ver con su propia tradición y cultura. Pero, sobre todo, renuncian a liderar experiencias innovadoras que podrían servir como proyectos tractores de buen gobierno, crear escuela y desarrollar conocimiento y aprendizaje para luego ampliar su influencia fuera de ese ámbito original.

En España hemos celebrado nuevas elecciones en junio tras apenas seis meses desde la última votación en diciembre de 2015. La incertidumbre afecta no solo a la formación de Gobierno, sino también al planteamiento de los partidos políticos sobre la solución de los principales problemas públicos. El quid de la cuestión está en saber cómo van a hacer eso que pretenden hacer.

El papel lo aguanta todo, pero gobernar es muy difícil y gestionar los asuntos públicos muy complicado.

He ahí una razón adicional en nuestro país para un incremento del interés por la gestión pública y el desarrollo de una conciencia cívica sobre lo que es y representa esa parcela de actividad clave para nuestra economía y competitividad. Su relevancia objetiva no ha pasado desapercibida para las grandes escuelas de negocio en España (por cierto, entre las mejores del mundo) y casi todas ellas incluyen en sus programas más prestigiosos ediciones dirigidas expresamente a responsables y gestores públicos. Sin embargo, el conocimiento profundo sobre los mecanismos y condicionantes de la gestión en el sector público no lo suelen tener los expertos empresariales ni los profesores universitarios, sino los gestores públicos que se dedican profesionalmente a un ámbito de actividad que tiene sus propias reglas del juego.

Con este artículo queremos contribuir a hablar de renovación e impulso de la gestión pública en España, pero no desde la lejanía teórica de un ensayo académico estricto, sino desde la cercanía de la aproximación a una política pública concreta: la gestión de la ciencia pública. El objetivo es determinar qué falla hoy en la gestión de lo público y apuntar, a partir de una experiencia concreta, propuestas que permitan su impulso y renovación en un contexto tan desafiante como el que nos toca vivir.

Para ello, vamos a centrarnos en el nivel operativo —el cómo— que es donde normalmente solemos fallar. El nivel estratégico —el que se refiere al qué y al por qué— está mucho más controlado en las organizaciones públicas y viene determinado por los políticos o impuesto por el ordenamiento jurídico. El marco de actuación específico de la gestión pública es el nivel operativo, siempre al servicio de los fines marcados por el Gobierno que dirige la Administración. El terreno intermedio entre política y Administración es, a su vez, el campo de juego de los directivos públicos, bisagra determinante e imprescindible en la pugna cotidiana entre políticos y funcionarios. Ese «terreno de nadie» es precisamente el campo de la gestión pública con mayúsculas. De ahí para abajo está la ejecución y la verdadera burocracia.

¿Qué falla en la gestión de lo público?

El campo de análisis es tan amplio y complejo que, como casi siempre ocurre con las cuestiones importantes, conviene parcelarlo en trozos más pequeños y fáciles de abordar. El sistema que nos parece más adecuado para contemplar el problema en su conjunto consiste en diseccionarlo por capas de actuación: los políticos, las cúpulas administrativas y los demás funcionarios.

Los políticos

Así como las empresas lo arreglan todo con tecnología, las Administraciones lo quieren arreglar todo con leyes. Los políticos confían los resultados de sus programas a la aprobación de una nueva ley en cada sector que, por lo general, viene a cambiar absolutamente todo lo que hubiera con el Gobierno anterior. La tentación más a mano son leyes centralizadoras y omnicomprensivas que, con escasa visión estratégica, aplican a todas las organizaciones públicas, sin distinción, los mismos principios y reglas de funcionamiento, reduciendo el margen de maniobra de los gestores prácticamente a cero. Leyes que deshojan tantas disposiciones superpuestas que no cabrían en ninguna biblioteca; leyes que complican tanto las cosas en una sociedad global, tecnificada y heterogénea, que parece que no aspiran a ser cumplidas; leyes donde el bien común desaparece de los textos o es una hoja de cálculo infinita con números en lugar de personas. El buen gobierno parece una cuestión de procedimientos, cuanto más complejos mejor, que sustentan decisiones muchas veces irracionales aunque basadas en el interés concreto del propio gobernante o sus afines.

En ese sentido, los nuevos partidos, sin experiencia de gobierno antes de las elecciones municipales de mayo de 2015, ilustran perfectamente ese afán de todos los políticos por obtener resultados inmediatos gestionando las políticas públicas para los suyos antes que para toda la sociedad. Esa perspectiva limitada, sin visión de conjunto, proporciona una mala lectura de la realidad y termina poniendo de manifiesto una incapacidad, no para definir políticas, sino para gestionarlas. Aunque traen nuevas ideas y quieren hacer las cosas de un modo diferente, terminan topándose con lo que hay: leyes, procedimientos y funcionarios que los cumplen.

Los políticos minusvaloran a los funcionarios, a los que ven más como un problema que como una ayuda. Su desencuentro la mayoría de las veces no es ideológico, sino que proviene de considerarlos un obstáculo y no mediadores necesarios entre sus intenciones y la realidad. Es muy posible que los partidos políticos acierten en identificar problemas, canalizar descontentos y movilizar a la población, pero luego fracasan en saber gestionar el beneplácito ciudadano conseguido a través de los votos. En lugar de contar con los técnicos de la Administración, preparados profesionalmente para gestionar la complejidad de los problemas públicos, convierten a los suyos en técnicos antes que contar con los profesionales. El resultado conocido y no siempre eficiente es la injerencia política en un terreno que debería estar reservado a los funcionarios.

En el nivel político anida otro fallo importante del sistema: la copia de técnicas «externas» de gestión, nacidas en la empresa privada, y que desde el año 2000 comenzaron a implantar en las Administraciones de media Europa tecnologías de gobierno que funcionan en cuatro tiempos: definen indicadores estadísticos, fijan objetivos a alcanzar, determinan el tiempo de realización y, finalmente, comparan los resultados obtenidos en distintas instancias y por distintos empleados. El problema es que estos modelos, cuyo objetivo inicial era luchar contra la pesada burocracia, están creando nuevas disfunciones al reemplazar la ética del servicio público por la competitividad entre empleados y los logros colectivos por los individuales. Así, ni se sale del imperio del procedimiento ni se avanza en las reformas; solo se hace lo de siempre pero con la ilusión de «quedar bien».

Las cúpulas administrativas

Los directivos públicos, en su inmensa mayoría funcionarios, juegan un papel determinante en la ejecución y también en el diseño de las políticas públicas. A ese nivel coexisten dos problemas fundamentales con fuertes conexiones entre sí: el corporativismo y la visión uniformizadora de la organización.

Los grandes cuerpos de funcionarios han dominado siempre el ministerio de su sector respondiendo a la lógica de que son expertos en la materia y nadie mejor que ellos para gestionarla. Sin embargo, saber de un sector de actividad como especialista no implica en absoluto saber gestionarlo. La gestión requiere de conocimientos, técnicas y habilidades específicas que nada tienen que ver con ser abogado, médico, ingeniero o documentalista; razón que llevó en su día a la creación de cuerpos generales que sí poseen esa preparación y parten de una perspectiva integral de la organización no limitada por las condiciones e intereses de un grupo profesional determinado. Frente a la visión institucional de conjunto, los especialistas de alta cualificación en sus materias pueden llegar a generar erudición baldía si al tiempo no son capaces de solucionar los problemas de su entorno o reinterpretar el mundo y a sí mismos al ritmo de las transformaciones. El corporativismo mal entendido o llevado al extremo es una suerte de nacionalismo que tiende a definir, exista o no, un enemigo contra el que batallar, que indefectiblemente suele ser la burocracia.

Si al tradicional corporativismo administrativo unimos la visión jerárquica, jurídicoformal y centralizadora de la actividad pública que por deformación profesional tienen todos los funcionarios, no es de extrañar que su tendencia natural (y su ejecución práctica) derive en innumerables instrucciones y procedimientos para hacer lo que hay que hacer no importa dónde. Basta observar los efectos causados por la aplicación obligada de los mandamientos de la Comisión para la Reforma de la Administración Pública (CORA) que, pese a sus buenas intenciones, se ha convertido de forma generalizada en una pesadilla para los gestores. O mencionar los innumerables y crecientes controles a todos los niveles administrativos que cercenan la energía de los gestores, que se va en controlar y dejarse controlar, solapando informes en un proceso que nunca acaba porque se retroalimenta a sí mismo. Además de volverles locos, impide a los gestores públicos atender con mayor esmero los asuntos a los que deberían dedicarse si tuvieran tiempo para ello. El control se convierte casi en un fin en sí mismo y los funcionarios controladores en «pequeños emperadores» que, como Nerón, gestionan Roma a su conveniencia y terminan por achacar su incendio a los cristianos, sin intentar siquiera apagar el fuego. Si seguimos así, acabaremos teniendo más gente controlando que haciendo.

Con todo, el problema básico a este nivel es la ausencia de una función directiva pública de carácter profesional, agravada por la coexistencia de un sistema de cuerpos en el acceso a la condición de funcionario y un sistema de puestos para organizar la estructura que parte de la base de que cualquier funcionario vale por igual para ocuparlos dentro de su grupo de clasificación. Un despropósito que descapitaliza la especialización en las grandes tareas administrativas y produce desajustes graves en determinados sectores de los que los funcionarios suelen huir por resultar poco atractivos, hacia otros con mejores condiciones pero cuya idiosincrasia desconocen o para los que no están preparados.

Los funcionarios

Como sistema de gestión, la burocracia no siempre fue mala ya que logró garantizar la continuidad de una organización más allá de las personas concretas que la integran estableciendo criterios racionales de actuación y consolidando las rutinas. ¿Cuál es ahora el problema? Sencillamente, la permanente medición de las acciones —mayores y menores, trascendentes o no—, que hace la actividad administrativa más repetitiva y próxima a la organización taylorista del trabajo. Desde hace un tiempo, los trabajadores públicos se desentienden de las labores importantes porque no forman parte de las estadísticas, al tiempo que realizan con exceso de celo otras menos cruciales pero que sí se miden y controlan. Al final, adquieren la capacidad de registrar los resultados que más les convienen y son plenamente conscientes de que quien tiene el poder de decisión es quien manipula y controla datos e información. Esto, sin olvidar que los procedimientos suelen priorizar la medición de resultados numéricos frente al buen desempeño, lo que produce una «degradación profesional» no solo a nivel funcionarial sino también en la jerarquía clásica, sustituida ahora por un nuevo poder: el de la cuantificación.

nuestro modelo de función pública es profundamente irresponsable

en el sentido de que a los funcionarios les puede dar igual hacer que no hacer o hacerlo bien o mal. Es más, muchos han aprendido que lo mejor es no hacer nada porque, si no arriesgan, nada tienen que temer de una organización impersonal que premia la medianía y la continuidad y evita las ideas diferentes que se salen del carril establecido. Nuestra cultura penaliza el fracaso asociándolo con negligencia u holgazanería y considerándolo malo, mientras que en el mundo empresarial cada vez se tiende más a celebrarlo, poniendo en valor a los que trabajan muy duro durante meses en algo que finalmente no resulta frente a los que hacen lo de siempre y nada significativo o distinto sucede. Un eslogan de ejecutivos exitosos se condensa en la máxima: «recompensa fracasos excelentes y castiga éxitos mediocres». Las empresas han comprendido que el «branding interno» es algo más que comunicación y marketing, es el compromiso de los empleados con un propósito del que forman parte.

Nuestra cultura penaliza el fracaso asociándolo con negligencia u holgazanería y considerándolo malo, mientras que en el mundo empresarial cada vez se tiende más a celebrarlo

A estas alturas del siglo XXI, se demanda cada vez más que las organizaciones inviertan en mejorar su gestión y conseguir resultados sostenibles y sobresalientes. El reclamo de la excelencia representa un compromiso con la buena gestión y facilita crecer en confianza y competitividad, apostando por hacer cada vez mejor lo que nos identifica y diferencia del resto. ¿Qué estamos haciendo en la Administración? No vamos a perder tiempo en describir los lastres del modelo del que ya hemos dado algunas pinceladas. Nos interesa más insistir en la urgencia de proporcionar a los empleados públicos un nuevo modelo de gestión con el que puedan identificarse y que les permita sentirse valiosos, dando un nuevo valor a lo que hacen y proporcionando también un nuevo valor a la sociedad.

La gestión de la ciencia

El objetivo de este artículo no es escribir una tesis genérica sobre la gestión pública, sino proporcionar una visión práctica y real a través del análisis de un ámbito específico de la acción administrativa: la ciencia. Para cumplir ese propósito, seguiremos las mismas pautas de reflexión utilizadas para describir el contexto general de la gestión pública; es decir, analizaremos sus diferentes niveles de actuación. Primero, la política científica; a continuación, la dirección y gestión de la ciencia y, finalmente, la infraestructura administrativa al servicio de la ciencia.

La ciencia es un ámbito estratégico para el futuro de nuestro país, lo suficientemente singular como para analizar en detalle sus diferentes elementos e interacciones entre ellos y lo suficientemente generalizable como para identificar los elementos comunes con el resto de las políticas públicas. La ciencia es un campo de estudio privilegiado en el que experimentar con nuevos modelos de gestión que permitan estar a la altura de los grandes desafíos institucionales, y un escenario tan dinámico, heterogéneo y complejo que constituye un laboratorio de nuevas ideas no solo en el terreno científico tradicional, sino también en el de las modernas ciencias sociales. Las propuestas de gestión se enmarcan en la estrategia definida por la Unión Europea para aprovechar las ciencias humanas como materias transversales a integrar en el diseño de las políticas científicas de los países europeos, maximizando los beneficios sociales de la inversión dedicada a la investigación en ciencia y tecnología.

El enfoque interdisciplinar de la gestión pública permite aventurar conclusiones obtenidas de la experiencia práctica en organismos científicos que pueden servir de referencia o inspiración para otras organizaciones del sector público con la misma tensión por mejorar su funcionamiento. Después de todo, hace más de cinco mil años que los seres humanos vienen produciendo conocimiento acerca de la razón y la pasión que entraña la convivencia en comunidades de personas que exploran lo que significa luchar contra la adversidad y hallar lo que motiva a sus congéneres a colaborar entre ellos para alcanzar sus metas. Ese mismo espíritu subyace en la literatura sobre management y acompaña a los buenos gestores en organizaciones de no importa qué naturaleza, públicas o privadas. Pero ya lo explicó Cervantes de manera extraordinaria e ingeniosa en El Quijote: «Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todo son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las ciencias todas».

La política científica

Todo Estado debería tener una referencia en su ciencia. La sociedad busca una mirada limpia para comprender el mundo y esa mirada puede proporcionarla la comunidad científica. Siempre, claro, que exista una organización capaz de gestionar los recursos puestos a su servicio y al de los investigadores. Sin embargo, parece como si la política científica no le interesara a la sociedad ni tampoco a los investigadores.

Al no poseer valor comercial a corto plazo, la ciencia queda relegada de las prioridades políticas o de las preocupaciones ciudadanas más inmediatas. Los recortes impuestos por la crisis han supuesto un freno al impulso de la I+D+i que conoció nuestro país de 2000 a 2009, sin que hayamos sido capaces en ese tiempo de generar los procedimientos y la cultura que hicieran rentable esa inversión. Mucha ciencia se ha utilizado políticamente para construir identidades, los planes nacionales han definido a veces prioridades políticas en lugar de objetivos científicos y en ocasiones se ha despilfarrado construyendo grandes edificios y laboratorios magníficos que, a día de hoy, están vacíos o superan en costes de mantenimiento lo que se produce en el plano científico. En definitiva, producimos buena ciencia pero tenemos pendiente traducirla en producto interior bruto; producimos mucha ciencia pero está por ver que la gestionemos con calidad. Por otro lado, el malestar de los investigadores con los recortes y las políticas uniformizadoras alimenta su ancestral reivindicación contra la burocracia y su pretensión de escapar de leyes y normativa que les son de aplicación porque forman parte de la Administración General del Estado. Todo lo cual hace muy difícil la gobernanza del sistema y socava las posibilidades de renovación del modelo de I+D+i.

Dejando a un lado la demanda de muchos investigadores de hacer de las instituciones científicas un territorio sin ley, no se puede eludir el hecho de que, a finales de la pasada legislatura, la nueva Ley de Régimen Jurídico del Sector Público fue aprobada contra la oposición expresa del mundo científico. Por contraste, en ese momento no se consiguió aprobar el contrato de gestión del CSIC, pendiente desde su conversión en agencia estatal en 2007. Las contradicciones de la política llevaron a pocos días de aprobarse la citada ley —que establece la desaparición de las agencias estatales— a la creación de una nueva Agencia Estatal de Investigación para agrupar todas las fuentes de financiación de proyectos científicos.

La verdadera razón de que no se llegue a aprobar el contrato de gestión del CSIC seguramente no reside en que un Gobierno en funciones no pueda tomar decisiones tan estratégicas (cuando sí puede decidir remitir a Bruselas un nuevo Plan de Estabilidad o acordar la devolución de una paga extra pendiente a los funcionarios). Más bien, tiene que ver con el recelo generado por la supuesta irresponsabilidad de los organismos públicos de investigación, que han dispuesto de grandes capacidades para crear institutos, construir instalaciones científicas o poner en marcha programas de personal con un coste inmenso y no siempre las han utilizado bien.

Siguiendo el esquema que se aplica en todo el mundo, nuestro sistema público de I+D+i se basa en que los investigadores compitan en convocatorias abiertas por conseguir financiación para sus proyectos. Desafortunadamente, esas convocatorias se rigen por la Ley de Subvenciones, pensada para dar dinero a particulares y no para que la Administración acometa las políticas que le corresponden. El control sobre el gasto ligado a una subvención es enorme y resulta exageradísimo si se aplica al dinero que se da a sí misma la Administración para investigar. Contrasentido todavía más llamativo si quien controla las subvenciones a la ciencia y hace la auditoría de los proyectos de investigación es… una empresa privada contratada al efecto. En definitiva, se están gestionando como si fueran ministerios los organismos públicos de investigación que, contra toda lógica, reciben el mismo trato que los «particulares».

producimos buena ciencia pero tenemos pendiente traducirla en producto interior bruto; producimos mucha ciencia pero está por ver que la gestionemos con calidad

Además, como toda la investigación que se hace es competitiva y descansa en la capacidad de los investigadores de obtener recursos, resulta casi imposible hacer investigación orientada; es decir: investigación dirigida a materializar líneas de desarrollo que se consideren preferentes o valiosas para el país. La autoridad científica suele encontrar dificultades para «encargar» en un momento dado a los mejores científicos de distintos organismos y con carácter proactivo una investigación concreta con un fin de interés nacional (por ejemplo, la investigación preventiva sobre el ébola).

Es evidente que resolver esos problemas requiere compromisos de los poderes públicos; pero alcanzarlos es harto complicado en la medida en que esos compromisos se suelen aplicar a sectores productivos y los organismos públicos de investigación son en muchos casos multisectoriales y no productivos strictu senso.

La dirección y gestión de la ciencia

La dificultad que encarna la gobernanza de un sistema como el descrito deriva en parte de que la estrategia de política científica, suponiendo que exista una, no está normalmente en manos de gestores públicos sino de científicos, sin formación administrativa, que han sido llamados a ocupar los puestos directivos. Frente a niveles políticos que van y vienen, la profesionalidad en la gestión de la ciencia (como en cualquier otro ámbito) la ponen las estructuras administrativas permanentes que dan continuidad y estabilidad a las políticas. El elemento natural que hace que una organización progrese de verdad y perdure en el tiempo es la gestión. Sin embargo, la consecuencia directa de haber fundamentado el sistema en la obtención de recursos es que el investigador se convierte en el eje y protagonista del sistema en detrimento de la organización que tiene detrás, le paga el sueldo y le pone el laboratorio o la infraestructura que necesite.

Un científico es un especialista en una rama del saber, un creador en busca de nuevos conocimientos; en cierto modo, un artista que necesita libertad e incluso anarquía para investigar. En ese mundo, la ciencia se invoca como un fetiche y es una palabra mágica que autoriza o deslegitima cualquier actuación. Para los investigadores, los problemas de la ciencia provienen siempre del sistema burocrático y nunca tienen nada que ver con ellos. Cuando acceden a un nivel alto de responsabilidad, por regla general, tardan un tiempo en comprender que han entrado en el terreno de la gestión y que este tiene diferentes reglas del juego que hay que saber manejar, para lo que se requiere la preparación necesaria. Con un alto concepto de su capacidad intelectual, están convencidos de estar preparados de sobra para cualquier cosa, incluida, por supuesto, la de dirigir y gestionar recursos y personas. Sin despojarse de sus creencias, muchos siguen desde sus cargos institucionales en lucha activa contra la burocracia, sin darse cuenta de que ya forman parte de ella.

Aunque sea relativamente fácil alinear una organización con el objetivo de ganar dinero, hacerlo con el objetivo de fortalecer lo permanente y común resulta verdaderamente difícil. Si, además, hay que conseguirlo con seres tan individualistas e independientes como los científicos, con un fuerte desapego por lo institucional, es casi misión imposible. A lo largo de los años se ha ido consolidado entre muchos de ellos un «derecho a pedir» que forma parte de su cultura y que se esgrime frente a una obligación de servicio de la organización pública de turno, que opera con recursos escasos y un número cada vez más reducido de efectivos.

Por ello, contar con estrategias claras basadas en un diagnóstico permanente de los problemas, diseñar un modelo y unos instrumentos de gestión integradores y liderar procesos de transformación capaces de renovar nuestras grandes instituciones científicas resulta vital, porque nunca tendremos una ciencia excelente sin una gestión excelente.

La infraestructura administrativa al servicio de la ciencia

Al margen de las universidades, la ciencia en nuestro país se realiza básicamente a través de Organismos Públicos de Investigación (OPI) y de investigadores que, tras años de contrataciones temporales en instituciones científicas diversas, nacionales y extranjeras, se convierten en funcionarios públicos. Guste o no, se considere bueno o malo, nuestro sistema de I+D+i se integra plenamente en el marco de acción de las Administraciones públicas y se rige por el derecho y los principios administrativos. Contra lo que pudiera pensarse, a los investigadores no les disgusta ser funcionarios y depender del Estado, al que así pueden exigir como si tuvieran más derecho que nadie. El problema es que quieren lo mejor de ambos mundos y suspiran por las ventajas y oportunidades del mundo privado con la seguridad de lo público. En el peor de los casos, prefieren operar con las reglas más laxas que permite la autonomía a las universidades. Pero lo que odian con todas sus fuerzas y describen como la causa de todos los males es vivir mediatizados por la burocracia administrativa, a la que no ven más fin que cercenar continuamente sus aspiraciones.

La seguridad de un empleo público y el respaldo de los presupuestos generales del Estado es un privilegio al alcance de todos los que quieran hacer el esfuerzo, pero comporta también deberes y obligaciones y el sometimiento a la ley y al derecho. Hacer frente a una crisis económica global o a un déficit estructural importante porque se ha gastado más de lo que se ingresaba, exige adoptar medidas de ahorro, contención del gasto y reequilibrio de las cuentas públicas. Más allá de consideraciones de oportunidad política o conveniencia económica cuidadosamente definidas, no vale esgrimir que la ciencia merece más que otros sectores que también sufren los recortes.

Pese a todo, es cierto que la ciencia encaja mal en el modelo administrativo y que, sometida sin más a las grandes leyes y medidas generales, revienta todas sus costuras. No pocas veces la política científica entra en contradicción con la política administrativa y el resultado es claramente perjudicial para los intereses y requerimientos de la investigación. En ese sentido, resultan especialmente reveladoras las consecuencias de medidas centralizadoras que son aplicadas indiscriminadamente sin tener en cuenta la realidad concreta sobre la que recaen. Entre las más recientes, basta citar dos de sobra conocidas: la contratación de viajes y la adquisición de bienes y servicios informáticos. Para los organismos científicos, que tienen un alto nivel de incertidumbre en el uso de sus recursos, siempre supeditados al devenir de las investigaciones realizadas, es un absurdo y hasta una aberración imponerles el modelo estándar de viajes administrativos. El personal científico no asiste a reuniones en oficinas públicas de nuestro país o de nuestro entorno inmediato, sino que, en el marco de sus proyectos de investigación y con el dinero obtenido para su puesta en marcha, asisten a seminarios y congresos en ciudades de todo el planeta, realizan salidas de campo, misiones o expediciones en regiones de poco tránsito, o participan en workshops, reuniones o visitas de colegas en campus universitarios o instalaciones científicas con residencias propias y precios tasados. Lo mismo ocurre con la adquisición de hardware o software destinado a la investigación, que debería quedar fuera de los expedientes de contratación centralizada por razones no solo tecnológicas (están pensados para oficinas y no para laboratorios), sino también de plazos (necesariamente ajustados a cortos periodos de tiempo para no perjudicar la finalización y resultados comprometidos de los proyectos), e incluso razones de ahorro (casi inexistente al no ser homogéneos con los equipos disponibles, lo que supone incremento del gasto y pérdida de eficacia en mantenimiento). Pretender a toda costa que a la ciencia se le apliquen las reglas administrativas igual que al resto, sin margen de maniobra o flexibilidad, es volver locos a los gestores y aumentar la insatisfacción de los investigadores con un sistema que no consigue darles servicio, aunque está justamente para eso.

Debería considerarse qué coste tienen las distintas estructuras en funcionamiento para producir la utilidad social que generan y premiar (o, al menos, poner en valor) a las que lo hagan mejor.

Si no se pueden solucionar los problemas de todas las organizaciones públicas de la misma manera, tampoco se pueden tratar por igual organizaciones diferentes. El Gobierno debe decidir, si lo aprueban las Cortes, qué presupuesto se dedica globalmente a un sector concreto, pero debería dejar luego a sus responsables decidir cómo van a gastar la cantidad que se les asigne considerando el coste que genera y la utilidad social que produce. No es lo mismo el coste de dos oficinas del Servicio de Empleo si una atiende mil y otra cincuenta mil parados y tampoco es lo mismo el coste de un organismo de investigación con resultados científicos entre los mejores del mundo que el de la unidad estándar de un ministerio. Que acostumbremos a tratar todas las organizaciones del sector público por igual no quiere decir que le cuesten lo mismo al Estado ni que produzcan beneficios equivalentes para la sociedad de la que reciben los recursos. Debería considerarse qué coste tienen las distintas estructuras en funcionamiento para producir la utilidad social que generan y premiar (o, al menos, poner en valor) a las que lo hagan mejor. Lo mismo ocurre con los costes de personal, en los que no se permiten variaciones, de modo que cada funcionario percibe sus retribuciones de acuerdo con el puesto que formalmente ocupa al margen de su desempeño y contribución real.

ALGUNAS PROPUESTAS

Sin caer en el error de proponer soluciones fáciles a problemas complejos, se pueden plantear algunas propuestas con el objetivo anunciado de contribuir a la renovación e impulso de la gestión pública en un momento decisivo para el país y la capacidad de sus servidores públicos.

Ante los desafíos planteados en todos los ámbitos, muchas instituciones tienen la tentación de encerrarse en sí mismas y aislarse en su singularidad, pensando que en pequeñas comunidades será más fácil hallar solución a los problemas. En lugar de adaptarse a las exigencias de un entorno en transformación, pretenden desde la soberbia o la autocomplacencia que sean los demás los que se adapten a ellas. Es una tentación frecuente en organizaciones públicas que, como defensa preventiva, repiten hasta la saciedad que en la Administración las cosas funcionan de otra manera y no pueden aplicarse soluciones que se han extendido ya por casi todas las empresas y que pasan por transformarse e innovar en la forma de funcionar. Hagamos un poco de autocrítica y reconozcamos que eso no siempre es verdad.

En ese sentido, proponemos algunas posibilidades que ya se están ensayando en el terreno que nos ocupa: la gestión de la ciencia.

El plano político

Las políticas virtuosas no son resultado de una voluntad general transmitida desde las urnas y el parlamento a los gobiernos que, a su vez, las transmiten a los funcionarios para que las ejecuten. Las buenas políticas son el resultado de una confluencia de intereses y ajustes mutuos entre distintos grupos políticos, sociales y profesionales, cuyas contribuciones hay que mantener vivas respetando su autonomía, pero forzando su responsabilidad. De ahí que dejar las políticas públicas en manos de los políticos sea tan malo como dejarlas exclusivamente en manos de los gestores o, todavía peor, en manos de la maquinaria administrativa.

El no nato contrato de gestión del CSIC puede servir para ilustrar lo que podría ser una política virtuosa, en la medida en que permite vislumbrar cómo el nivel político puede impulsar con su aprobación una fórmula innovadora en un sector tan singular y estratégico como la ciencia, con la posibilidad añadida de exportar esa fórmula si funciona a otros ámbitos y sectores. Garantizando recursos estables al servicio de su misión estratégica, apostaría sin riesgo por la sostenibilidad de la primera institución científica española, eliminando las incertidumbres de estos últimos años en que se ha pasado de abundancias extraordinarias a restricciones extremas. Sometiendo el uso de los recursos asignados al compromiso y responsabilidad de los gestores mediante garantías acordadas y controlables, se promueve la autonomía imprescindible de los investigadores flexibilizando la aplicación de los principios administrativos. De igual forma, se intuye la fuerza integradora de un contrato de gestión que funcionaría como una «constitución interna» que a todos identifica con unos valores comunes. Incluso si nunca llega a aprobarse ni logra funcionar como catalizador de los cambios que se necesitan, el contrato de gestión del csic puede ser un gran ejemplo de «fracaso excelente», en la medida en que se replantea la gestión de un organismo público de investigación de una manera completamente distinta a como se había hecho antes, frente a la alternativa de hacer lo de siempre y que nada significativo suceda.

El plano institucional

Ese planteamiento «político» se traduce en el plano institucional en el esfuerzo desplegado por el CSIC para impulsar un modelo de gestión integrador en la multiplicidad de institutos, centros y unidades que lo componen (más de ciento treinta). Un modelo con visión de conjunto, capaz de armonizar en una única forma de actuación común la heterogeneidad y pluralidad organizativa que constituyen su santo y seña.

No es labor para una legislatura y sí una tarea trascendente a largo plazo que, más allá del cambio puramente organizativo, pretende transformar la manera de pensar y actuar y eso siempre implica un cambio cultural. Un desafío de ese calado no puede ser el objetivo inicial porque, lejos de motivar e ilusionar, lo que da es miedo. Miedo a perder las seguridades sobre las que se ha construido un saber hacer con prestigio dentro y fuera de nuestras fronteras; miedo a no tener capacidad para estar a la altura de las circunstancias. Sin embargo, es posible avanzar poco a poco contando con una estrategia clara que defina una visión de futuro que sirva de guía para desarrollar la misión encomendada.

A ese fin último contribuyen algunos proyectos estratégicos que, tanto en el ámbito interno como en el de la colaboración interadministrativa, son expresión de las posibilidades de mejora aparejadas a la buena gestión y las buenas prácticas, tanto si se dispone de pocos como de muchos recursos. Es el caso de las ayudas a la contratación de extranjeros que, apostando por atraer el mejor talento, representan más del 10% de los contratos que hace el CSIC, o del Catálogo de Servicios CientíficoTécnicos, que ha conseguido acordar criterios comunes y pautas conjuntas de actuación en relación con la clasificación y tarificación de más de 3.500 prestaciones. El resultado ha superado la tradicional compartimentación de actuaciones adoptando una visión integral de carácter institucional, además de colocarse a la cabeza de las exigencias de la Comisión Europea en el llamado Horizonte 2020. Otro proyecto —con el ambicioso objetivo de adaptar a los organismos de investigación la aplicación informática de gestión económica que se utiliza en toda la Administración del Estado y que no se les aplicaba porque el modelo general no contempla la generación de ingresos— ha conseguido no solo vencer resistencias internas, que preferían adaptar cada «cosita» en funcionamiento antes que repensarlo todo, sino también dar forma a un proceso innovador sustentado en una estrecha colaboración técnica entre el CSIC y los OPI y la Intervención General de la Administración del Estado.

Las personas

Los cambios estratégicos, tecnológicos y organizativos, por sí solos, no son relevantes si en una institución las personas siguen haciendo las mismas cosas de la misma manera. Es vital llegar a la convicción de que hay que cuidar de las personas que llevarán a cabo los cambios y transformaciones que una organización necesita. En instituciones orgullosas de su pasado, la mayor amenaza para el cambio oportuno es conceder autoridad a personas cuyo capital técnico y emocional está invertido en épocas precedentes que se han mitificado. Hay que ayudar a la gente a identificar su modelo a seguir, a hacerse las preguntas correctas sobre cómo conseguir aquello que aspiran alcanzar, e inspirarlas con una propuesta de valor que logre que aporten lo mejor de sí mismas.

En más ocasiones de las deseables, el mayor enemigo de las organizaciones es el fuego amigo. Vivimos tiempos de confusión, enigma y contradicción que hacen que algunos piensen que este país y esta Administración no tienen remedio. Pero reconozcamos que, aun con todos sus fallos, las instituciones funcionan. Empieza a resultar cansina la retahíla de lamentos que escuchamos a todas horas y se echa en falta un reconocimiento colectivo de lo mucho que estamos haciendo, en ciencia y en otros muchos campos de actuación pública. No nos conformemos con seguir siendo parte del problema o, peor aún, con echar siempre la culpa a los demás. No nos resignemos a que las cosas no tengan remedio, porque lo tienen y nosotros formamos parte de la solución.

Cultivemos las emociones que nos vinculan y no dejemos que nadie, ni siquiera el Gobierno, nos regale su propio proyecto de vida buena o de felicidad. En los organismos científicos, en los que conviven dos culturas tan diferentes que parecen antagónicas, urge especialmente construir un relato común entre investigadores y gestores que supere la desconfianza mutua y la eterna sospecha de que el otro es el enemigo y va a lo suyo. Frente al «sálvese quien pueda», reivindiquemos el avanzar juntos para conseguir objetivos comunes. El desafío no es una pelea a ver quién se lleva el gato al agua ni es una guerra a ver quién gana, es un trabajo en equipo en el que ganamos todos. Lo bueno de la gestión es que es una ciencia colaborativa que genera un sentimiento de empatía entre quienes han de actuar frente a los problemas y cree de manera práctica en la habilidad de las personas para mejorar su vida y su trabajo. Desde esa perspectiva, modernizar la gestión de la ciencia no es controlar, es innovar para mejorar y racionalizar para incrementar la competitividad.

¿Cómo se ha entendido esto en la gestión del CSIC? Con iniciativas pequeñas y modestas, pequeños pasos que abren camino a los pasos de gigante fortaleciendo la institución y fomentando la identidad corporativa. Algunos ejemplos pueden ser el desarrollo de una experiencia de formación directiva y gerencial que ha reunido a directores y gerentes en la reflexión sobre su papel institucional y la capacitación que requiere; el reconocimiento a la buena gestión a través de premios y bonificaciones a las mejores prácticas; la transparencia en la asignación de recursos mediante fórmulas que permitan a todos conocer su reparto, evitando que nadie se aproveche o beneficie del sistema a costa de los demás; la utilización de la comunicación a todo el personal en momentos de especial dificultad o que requieren explicar con claridad las medidas que se adoptan; o la celebración de sesiones en las que los participantes opinan de manera libre pero ordenada sobre los problemas y fortalezas de la institución y el mejor modo de construir su futuro. Sabiendo que siempre hay algo que corregir para mejorar.

CONCLUSIONES

Las reflexiones anteriores hablan por sí solas de las posibilidades reales de repensar nuestras instituciones y hacer de las organizaciones públicas viveros de innovación en la gestión, demostrando que la creatividad y la pasión por lo que se hace y cómo se hace no es una exclusiva del mundo de los negocios. Se lo debemos a los ciudadanos, pero también nos lo debemos a nosotros mismos.

Nos gustaría apuntar aún dos reflexiones finales para cerrar este breve análisis de nuestra realidad. La primera se refiere a que la gestión permite desarrollar sobre el terreno ideales políticos y programáticos que no suelen pasar de meras declaraciones si no descienden al terreno práctico de acciones y medidas concretas. La gestión es un instrumento muy eficaz para cambiar la realidad a la medida de nuestras necesidades; dado que tiene carácter transversal y multidisciplinar —como la innovación—, es capaz de articular las grandes ideas que se producen en el nivel político a través del trabajo de gestores públicos que se encargan, con responsabilidad y transparencia, de las políticas pequeñas, de las que se centran en el día a día y determinan el buen hacer de los organismos públicos.

La segunda reflexión tiene que ver con la conveniencia de actuar, al mismo tiempo, en la Realpolitik y en la Dreampolitik. Tan importante es poner la realidad frente a alternativas posibles, como soñar con lo imposible; tan decisivo es desarrollar prácticas continuistas o incrementalistas como abordar políticas transformadoras; tan valioso es generar grandes como pequeñas expectativas de cambio. Hay que aprender a tratar la crisis y la organización con la mano derecha, y la plantilla y sus emociones con la mano izquierda, convirtiendo a los directivos públicos en expertos en llevar sus organizaciones a un futuro para el que están de sobra preparadas.