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»Un tiempo espléndido avanza, avanza aceleradamente, es como unmar-azul-mahónel viento!».
Blas de Otero

Durante el siglo XX nos acostumbramos a pensar que la teoría política (la ideología) debía anteceder siempre a la práctica política, que primero había que diseñar un proyecto de «mundo mejor» y después, acto seguido, construirlo. Los últimos tiempos nos están demostrando que la praxis ideológica tiene que adaptarse, en muchas ocasiones, a una realidad que circula más rápida que nuestra imaginación, de modo que todos nuestros planes y programas de mejora de la sociedad (¡nuestros prejuicios ideológicos!) se vienen abajo empujados por una Historia que no se queda quieta, que no se queda parada esperando que la contemplemos.

Llamamos, con cierto desdén, «maquiavelismo» a la realización más pragmática de la acción de gobierno. «Maquiavélico» es el gobernante que adopta sus decisiones según la conveniencia de las circunstancias y no según un plan ideológico bienintencionado y preconcebido. Pues bien, si tenemos en cuenta que nuestra vida presente empieza a no ser previsible y que no disponemos, en estos momentos, de una doctrina política capaz de anticipar o programar los caminos más justos del porvenir, la ausencia de reflexión política sobre Internet bien podría interpretarse como el inicio del maquiavelismo político a gran escala, provocado antes por nuestra incapacidad de imaginar el porvenir que por la voluntad racionalizada de nadie. En otras palabras, de la política de la ideología (de las respuestas pensadas) podríamos estar pasando a la política automática (de las respuestas inmediatas); de una política que se sentía obligada a apoyarse en proyectos filosóficos previos, podríamos estar pasando a una política que, a duras penas, se adapta a las necesidades del día a día. Y no es que queramos que las cosas sean así, es que, simplemente, las cosas son así, y sorprende que no hagamos cotidianamente el esfuerzo de reconocerlo.

Quizá ésta sea la primera vez en la historia de los seres humanos en que sus dirigentes estén gobernando sin un universo imaginario previo que justifique la cruda realidad «tal cual es» y, al mismo tiempo, prometa a los desfavorecidos una nueva realidad futura, mejor y más justa, si no se quiebra el «estado natural de las cosas», si cada uno cumple con su función social. En la medida en que nuestras biografías empiezan a avanzar más rápido que nuestra imaginación y que, por lo tanto, no puede hacerse filosofía o doctrina política que justifique por qué las cosas son como son, podríamos estar llegando a un punto en el que tampoco hubiera programas, proyectos o propuestas políticas que garantizasen a ninguno de sus seguidores cómo las cosas podrían llegar a mejorarse. Por eso, nuestros políticos, hoy, son más administradores que filósofos, más funcionarios que ilustrados, más Diocleciano que Marco Aurelio.

Sea como fuere, lo cierto es que hay algunas consecuencias políticas claramente provocadas por Internet y por la multiplicación de redes que ya pueden detectarse y que, sin ánimo de ser exhaustivo, podrían ser las siguientes:

1. Internet está poniendo de manifiesto la incapacidad de los Estados para actuar en el espacio global. Los Estados y las organizaciones supranacionales compuestas por Estados son institutos demasiado pequeños para ejercer su influencia sobre la maraña inmensa de la que está compuesta la red. Es como si una Comunidad Autónoma, o mejor una Diputación Provincial, quisiera regular la malla de carreteras de toda España, así de incompetente se manifiesta cada Estado cuando quiere dictar una ley sobre Internet. Los problemas que plantea Internet son planetarios y los instrumentos de los que disponen las administraciones para afrontarlos tienen siempre ámbito regional o, incluso, local.

Cada día son más frecuentes las grandes fusiones de empresas internacionales (ya sean del sector del automóvil, del bancario o del de las telecomunicaciones) y sin embargo, paradójicamente, también son más frecuentes las disoluciones de Estados y Naciones por movimientos separatistas, nacionalistas, regionalistas o localistas. Parece como si el poder económico tendiera a concentrarse al compás de la agrupación de mercados que está produciendo Internet, mientras que, en el mismo acto y en sentido inverso, el poder político tendiera a disgregarse, ignorando la concentración de culturas y sociedades que está produciendo Internet.

2. Internet ha abierto un nuevo espacio planetario en el que los poderes privados son infinitamente más poderosos que los poderes públicos. La red ha sido diseñada, desarrollada y se sostiene por la actuación y los productos de grandes compañías multinacionales a las que las administraciones públicas del planeta sólo han ayudado indirectamente y de forma desigual. La tecnología que hace posible que exista la «aldea global» es de propiedad privada, las vías por las que circula la información son de propiedad privada y también la mayor parte de los datos que circulan son de propiedad privada. Si un conjunto de Estados del mundo quisiera alterar el desarrollo de Internet e intervenir decisivamente en las cosas que suceden en el «ciberespacio» le resultaría tan difícil como a un río endulzar el agua del mar. Sin embargo, cualquier persona medianamente informada es capaz de citar por lo menos el nombre de cinco empresas transnacionales que, sólo retirando sus productos del mercado por ejemplo, podrían colapsar, romper, retrasar o modificar el crecimiento y el mantenimiento de la red tal y como la conocemos. Toda la doctrina político-jurídica sobre el Estado de Derecho, la división de poderes públicos, el sometimiento de todo poder privado a la actuación neutral de la Administración o la atribución al Estado en exclusiva de toda actuación coactiva sobre la libertad de las personas, está quedando claramente en cuestión por la peculiar forma en la que Internet está haciendo de la comunidad de naciones un solo pueblo internáutico.

3. Internet ha provocado una nueva separación por castas entre los seres humanos, entre personas conectadas y personas desconectadas, y esta división cada día será más patente y más dramática. Si acceder a la red significa disponer de más y mejores oportunidades para el empleo, para la cultura, para el ocio o para relacionarse con los demás, lo lógico, desde el punto de vista del principio de igualdad, es que todos tengan las mismas posibilidades de acceso y, sin embargo, es obvio que hay continentes enteros, por no hablar de regiones o poblaciones rurales que, hoy por hoy, ni están conectadas ni lo estarán en mucho tiempo. El acceso a Internet debe ser igual para todos, sin que pueda existir discriminación por razón de la capacidad económica, de origen geográfico o de ancho de banda en la red, de otro modo dividiríamos la raza humana en dos clases de personas: la de aquellos que tienen oportunidades y derechos y la de aquellos que, sencillamente, no se enteran.

4. Internet pone en cuestión la existencia de intermediarios en la vida política (como hace con el resto de las actividades humanas) y abre, por lo tanto, con una amplitud insuficientemente valorada por ahora, un debate sobre la pertinencia de la democracia representativa cuando la democracia directa se ha hecho técnicamente posible. La transmisión de datos a través de las redes está eliminando a los intermediarios comerciales, financieros y culturales, y la pregunta a la que nadie ha respondido aún es la siguiente: ¿y por qué no a los intermediarios políticos? ¿Por qué no suprimir los representantes políticos cuando las nuevas tecnologías hacen factible la posibilidad de una democracia directa? Es verdad que la democracia directa no tiene por qué ser mejor que la democracia representativa, incluso es verdad que para grandes colectivos humanos la democracia representativa es mucho más justa que la democracia directa, pero lo cierto es que, tal y como están creciendo las vías de comunicación masivas y las redes de transmisión de datos, los sistemas democráticos de representación política necesitan ya en este momento de una justificación teórica nueva y adaptada a las exigencias del tiempo que transitamos.

5. Internet hace que pasemos de un estado de escasez de información a un estado de sobreabundancia de información. En Internet el número de productores de información es igual al número de receptores de información. Ya no hay unos pocos medios suministrando información a millones de lectores o televidentes, en Internet; hay tantos medios de comunicación como lectores o televidentes dispuestos a atenderles. Esto quiere decir que la competencia entre los medios de comunicación es infinitamente mayor, pero también que el valor de la información se deprecia: primero, porque la fiabilidad de la información sobreabundante es menor que la fiabilidad que le atribuíamos a las noticias dadas por los medios de comunicación tradicionales; y segundo, porque tener acceso a información ya no es un privilegio, el privilegio ahora mismo es tener acceso a «información filtrada». Para los medios de comunicación el problema en Internet ya no es: «¿cuántos me escuchan?», sino: «¿realmente me escucha alguien?». Para el receptor de información el problema en Internet ya no es dónde está la información sino qué información desechar.

En estas condiciones, los pensadores de lo político deben replantearse cómo seguir sosteniendo una opinión pública homogénea que permita mantener estables a grandes grupos humanos y permita adoptar decisiones democráticas a grandes colectivos de personas. Si, tal y como ya está ocurriendo, la información que recibimos cada día está más y más personalizada, llegará un momento en el que aquél que sólo desee recibir noticias de deporte no leerá ni verá ninguna otra información que no trate sobre «su tema», igualmente, el que sólo se interese por los ecos de sociedad no sabrá cómo habrá quedado el equipo español en la última competición europea y su opinión versará únicamente sobre los aspectos sociales. ¿Qué pasará cuando estas dos personas, con «sus temas» personalizados, coincidan en el rellano de la escalera mientras esperan el ascensor? Pues no pasará nada, no hablarán de nada, no se comunicarán. Lo que ocurrirá es que no tendrán un referente común sobre el que dialogar, porque lo que hoy conocemos como opinión pública y que forma parte de nuestro referente social habrá desaparecido, las individualidades se acrecentarán y será imposible entrar en el universo particular que cada uno se haya creado. Ante esta situación, los pensadores de lo político no podrán «conectar» con aquellos a los que, precisamente, va dirigido su mensaje.

6.Internet sustituye al individuo por la red y la creación individual por la inteligencia colectiva, por el pensamiento en red. Sustituye al sujeto por la comunidad, es el llamado «espíritu del enjambre». Son muchos los autores que hablan de la red como una nueva sociedad y conciben Internet como una gigantesca comunidad virtual compuesta por millones de adhesiones voluntarias. Esta idea resulta muy sugerente, porque si así fuera, estaríamos asistiendo al nacimiento de un nuevo pueblo tal y como lo soñaron los teóricos del contractualismo. Los internautas serían los nuevos ciudadanos de esta nación compuesta por todos aquellos que, huyendo del «estado de naturaleza», han decidido asociarse para construir un conjunto fuerte y autosuficiente.

 

Internet ha nacido de la voluntad individual de millones de ciudadanas y de ciudadanos de sumarse, de añadirse, a una vía común de comunicación e intercambio. No ha nacido de la decisión unilateral de ningún Estado u Organización Internacional. Podría incluso decirse que ningún Estado u Organización ha tenido hasta la fecha excesivo interés en fomentar la internacionalización de la Malla Mundial y que su crecimiento, como el de los grandes movimientos históricos, se ha producido de modo autónomo e inevitable. Es lo más parecido a una adhesión masiva al «contrato social» que hemos visto nunca.

Algunos conceptos que creíamos firmemente asentados, como el de propiedad intelectual o el del conocimiento universal, son francamente cuestionados por Internet y por los internautas. La pertenencia al enjambre empieza a ser una nueva forma de pertenencia a la sociedad, la forma en que se es ciudadano de la nación Internet.

Realmente ha llegado la hora de que empecemos a pensar en la nueva política del nuevo milenio. Los principios ideológicos elaborados a lo largo de los siglos XIX y XX tienen, en estos momentos, frente a Internet, el mismo valor que un texto del siglo XIII o del siglo XV. Un nuevo tiempo se avecina, y la defensa de la libertad y de la igualdad nos exigirá otra vez nuevos instrumentos teóricos para afrontarlo y vencerlo. No podemos conformarnos con lo que pensaron nuestros mayores para la Europa del racionalismo y de la modernidad cuando nos estamos adentrando en el planeta de la intercomunicación, del mestizaje y de la pluralidad. La historia de España nos demuestra que es mucho más peligroso permanecer al margen de las revoluciones tecnológicas que participar confiadamente en ellas.

Doctor en Derecho. Presidente de la Comisión Internet del Senado