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«En el centro de las tinieblas medievales, el Año Mil,
antítesis del Renacimiento, ofrecía el espectáculo de la
muerte y de la estúpida prostemación… Por consiguiente,
la historia del Año Mi¡ es posible. Pero es la
historia de una primera infancia, que balbucea,
inventa».
Georges Duby

Lo que ocurre es que seguimos utilizando viejos conceptos e intentamos que la nueva realidad encaje en esos conceptos viejos, como quien culpa al pie crecido por no caber en el zapato del invierno afrontar en el siglo XXI (como la quiebra del equilibrio ecológico de  anterior, sin comprender que necesitamos ideas renovadas para ordenar un tiempo renovado. Si el futuro será distinto del presente, parece lógico suponer que vendrá con exigencias políticas diferentes y que nuestras réplicas tendrán también que ser diferentes.

LAS IDEAS POLÍTICAS TAMBIÉN TIENEN FUTURO

Las grandes cuestiones que deberemos la Tierra, las migraciones humanas a gran escala, la crisis del concepto de Estado-nación, la aparición de ejércitos privados y monedas privadas, el movimiento masivo de capitales o el renacimiento de las «guerras santas») no pudieron ser ni sospechadas por los filósofos clásicos. Son nuevas. Realmente, la historia del pensamiento político no ha terminado como alguien quiso suponer hace muy poco, pero tampoco ha llegado a sus conclusiones definitivas, como intuyeron muchísimos más. Puede darnos la sensación de que presenciamos el final de la historia de la sabiduría, como pudo pasarles a los europeos del Año Mil, porque no se nos ocurre fácilmente por dónde sigue su curso. Porque asistimos a metamorfosis tan profundas, que nuestro presente adopta la incierta expresión de un porvenir. Porque nos ha tocado vivir el punto en el que se bifurcan los caminos de la historia prevista y de la historia real. Sólo por eso, porque sentimos una honda destemplanza cuando nos sentimos desfasados e incapaces de imaginar la idea siguiente, ineptos para formular algo más en política. Sin embargo, ese desasosiego será sólo momentáneo. La historia continúa (¿porqué no iba a hacerlo?) y el problema es, y será, si disponemos de los instrumentos teóricos adecuados para afrontar tal continuación.

El modo ideológico de pensar nos convenció de que la teoría política debía anteceder siempre a la realidad, imaginarla, programarla o prefigurarla, de manera que la acción política se limitara a la transformación y conversión del universo palpable en otro universo antes imaginado, programado o prefigurado. Por eso, hoy cunde tanto desconcierto cuando comprobamos que está sucediendo lo contrario, que las prácticas civiles y sociales pueden preceder a las hipótesis mentales que las justifican. Que, más o menos, siempre ha debido de ser así. ¡Menudo chasco!

El pensamiento ideológico lo solventaba todo (explicaba el pasado, justificaba el presente y preveía el futuro) y lo hemos perdido, se ha deshecho. Más grave, hemos comprobado que no siempre acertaba. Como alguien dijo, las ideologías fueron como un par de gafas o como unos anteojos que hacían ver el mundo tal y como resultaba filtrado por sus cristales. Lo que ahora nos sucede es que, liberados de tales lentes, cuando la tozuda realidad ha desbordado los estrechos cauces de las previsiones ideológicas, somos todavía incapaces de reconocer el paisaje. Mantenemos las mismas nociones, las mismas discusiones, las mismas separaciones, los mismos términos, las mismas clasificaciones y el mismo lenguaje que utilizábamos cuando mirábamos a la sociedad desde las ideologías preconcebidas, pero el cuadro ya no es el mismo. Insisto, no es que la historia de la filosofía política haya acabado, sino que ha variado radicalmente su rumbo, que se ha ido por donde nadie esperaba. Principalmente, es que han cambiado las preguntas y, por eso, suenan anacrónicas y oxidadas las respuestas.

En este momento, por poner un ejemplo, cualquier crisis financiera puede destruir cientos de millones de dólares (o mejor, millones de euros, que aún es una divisa virtual que nadie usa para comprar sus naranjas o sus coles) que nunca existieron más que en la imaginación de los analistas bursátiles y, lo que es peor, tal «pérdida » es capaz de arruinar regiones enteras. ¿Es eso capitalismo? ¿Dónde queda aquello de que unos aportan los fondos y otros el trabajo, cuando el dinero ya puede ser sólo expectativa de una expectativa de algún título intercambiable como si fuera dinero? ¿Dónde queda aquello, cuando los operarios dejan de vender su trabajo para intercambiar su conocimiento o cuando reciben su salario por aportar sólo información? ¿Dónde, cuando algunas empresas tienen presupuestos superiores al de la mayoría de los Estados, cuando la sociedad anónima mejor valorada puede carecer casi por completo de patrimonio empresarial o cuando algunas compañías reparten entre sus clientes «puntos canjeables » por bienes y servicios que son más apreciados que muchas monedas nacionales?

Es así, seguimos hablando de soberanías territoriales y de separación de poderes públicos, de derechas y de nuevas izquierdas, de burgueses comprometidos y de cuarto poder independiente, de deuda externa y de tercer mundo, de fondos monetarios y de solidaridad pactada por jefes de Estado, a un planeta habitado por empresarios tan poderosos como monarcas y políticos, votados por millones de personas, que tienen menos influencia en las condiciones de vida de esas personas que el responsable de ventas de cualquier multinacional mediana; a un planeta habitado por trabajadores ricos, trabajadores pobres de lugares ricos, trabajadores sin trabajo y trabajadores pobres y sin trabajo de lugares pobres; a un planeta que plantea preguntas generales y sólo obtiene contestaciones nacionales, que tiene problemas generales y sólo recibe soluciones nacionales, regionales o locales, sólo soluciones pequeñas y parciales.

Encarar esos retos, los nuevos retos, es la misión de cualquier propuesta política que pretenda ser actual, útil y factible. Ahora bien, aunque resulte cierto que la aparición de nuevas cuestiones asegura y garantiza la pervivencia histórica de la filosofía política, también es verdad que, para poder volver a pensar bien, primero habrá que examinar y describir una realidad que ha cambiado tanto como para vaciar nuestros discursos anteriores. Primero habrá que mirar otra vez, y otra vez comprender antes de retomar nuestra reflexión. Primero habrá que reanudar la recogida de muestras, abandonar los prejuicios y esforzarse por observar ese mundo que ha resultado ser como es, y no como los principios ideológicos decían que debía ser. Primero habrá que explorar.

Internet, en este sentido, será uno de los territorios inéditos para nuestra contemplación, como otra primera infancia que balbucea, que inventa los signos del tiempo que puede venir.

UN ESCENARIO PARA INTERNET

Muchas veces se ha puesto de relieve que la imprenta no es más que un desarrollo tecnológico que permite reproducir, rápida y abundantemente, un texto, y que lo que resultó auténticamente revolucionario en el siglo XV no fue su invención, sino su presentación a una sociedad que la necesitaba, que la estaba esperando. De hecho, sabemos que la impresión mediante tipos móviles (es decir, caracteres sueltos dispuestos en fila) fue descubierta por los chinos y los coreanos antes que los europeos y que los fundamentos de esta técnica ya habían sido utilizados por nuestros artesanos textiles para estampar sus tejidos, al menos un siglo antes de que viese la luz la Biblia de Gutenberg. La imprenta, por lo tanto, no cambió la dirección de la Historia; podría haberla cambiado cada vez que fue «inventada» con anterioridad a 1450; fue la Historia quien utilizó, cuando le convino, la fuerza de una imprenta «vuelta a inventar», para cambiar su propio rumbo. Pues bien, esto sucede también con Internet.

Internet, en pocas palabras, es la conjunción de una gran red de interconexión de otras redes informáticas menores con un lenguaje común, lo que permite a todas las computadoras conectadas comunicarse directamente. Una tecnología que posibilita que cualquiera se encuentre con cualquiera, en cualquier momento y con independencia del lugar del mundo en el que cada uno esté, para intercambiar imágenes, sonidos o datos, en tiempo real. Pero, con todo, Internet no es una novedad, no es un descubrimiento inesperado. En algún sentido, no es más que la fusión en un solo instrumento de todos los avances tecnológicos (televisión, radio, teléfono, ordenador…) que, a lo largo del siglo XX, han mejorado nuestra capacidad de convivencia, nuestras condiciones de trabajo y nuestras oportunidades culturales y de ocio. Por eso, lo que sucede con Internet, lo que convierte a Internet en un avance revolucionario (como ocurrió con la imprenta), no es su naturaleza espectacular sino el marco político, económico y social, en el que aparece. No produce el mismo efecto la llegada de Internet a Chicago que a Tanzania, porque, obviamente, las condiciones generales de Chicago no son las de Tanzania y, por lo tanto, la exigencia civil de una tecnología como Internet no es igual en Chicago que en Tanzania.

Internet no es, por lo tanto, la piedra filosofal sino la piedra angular que le faltaba al marco de nuestra edad, y la hemos encontrado. Por decirlo con otras palabras, la conmoción que provoca el caso no está causada por la Red sino por la mezcla de la Red con la civilización que la aguardaba. Por eso, antes que intentar analizar y atender algunas necesidades políticas provocadas por ese fenómeno al que llamamos Internet, bueno será que nos detengamos un instante ante el escenario en el que se está desarrollando, que atendamos un segundo al panorama social y cultural en el que está creciendo. Y, en síntesis, tales condiciones de escena, sin ánimo de agotarlas, podrían consistir en las siguientes:

Primera. La concepción, cada vez más extendida, de la globalidad planetaria como una nueva sociedad, como una sociedad emergente que surge ante nuestros propios ojos. No debería ser necesario insistir mucho en esto. Sin embargo, recordaremos que, en los últimos siglos, la expansión de los medios de comunicación y de transporte hizo desaparecer las distancias entre los pueblos, que la desaparición de las distancias trajo consigo el desplazamiento frecuente de personas, de bienes y de ideas, que de aquellos viajes ha venido la presente tendencia a la fusión de culturas y que de la fusión está surgiendo, y surgirá con más fuerza en el futuro, la idea de la asociación de todos en un mundo común. La Red, en este sentido, sería la conclusión lógica de un proceso de aproximación (¿de compresión?) universal iniciado hace ya mucho. En términos arquitectónicos, la gran vía de la comunicación general en un planeta que ha reducido su tamaño y que ha minimizado sus dimensiones1.

De alguna forma, Internet es el patio interior del gran edificio de vecinos en el que se ha convertido la Tierra: un espacio libre al que todos los moradores de la casa pueden acceder sólo con abrir su ventana y enseñar un poco la nariz, para sumarse a esa conversación permanente, coral y de contertulios volubles, que el ojo del patio distribuye gratis por entre sus esquinas y sus sombras. Allí, como en la Red, de ventana a ventana, de pantalla a pantalla, puede hacerse casi todo sin moverse del sitio (desde recuperar un calcetín hasta conversar con las amigas, o enviar recados galantes, o cotillear los secretos ajenos, o vender pan, o cambiar cromos, o consultar alguna duda médica, o pedir prestado un libro o un poco de aceite, o, con las mejores intenciones, iniciar una campaña destinada a obtener el silencio de los niños en la hora de la siesta)2.

Si nuestro universo tiene hoy la proporción de una aldea, era lógico suponer que buscaría los caminos para que la conexión de unos con otros fuera tan fluida como la de los aldeanos y, una vez obtenida esa conexión a través de Internet, no debe sorprendernos que la idea de la sociedad planetaria se promocione con tanta eficacia y rapidez. La gran malla mundial no es la causante de aquel proceso que conocemos como globalización, pero tampoco su consecuencia. Sin Internet, la globalización se produciría igual, pero con Internet se está produciendo mucho más deprisa. Tan deprisa, que es fácil distraerse y no darse cuenta. De hecho, aquello que hoy conocemos como Internet, la triple u>, empezó a funcionar hace sólo cuatro años, en 1994, y en esos cuatro años ya ha reunido 130 millones de usuarios en todo el planeta. Ninguna innovación tecnológica o social ha tenido nunca un crecimiento tan espectacular. Internet, por lo tanto, no es la causa ni el efecto de la globalización, simplemente es su motor.

Segunda. La falta de una organización mundial capaz de afrontar y resolver los problemas mundiales. Hasta hace bien poco, lo internacional era el resultado de la suma de todo lo nacional, las cuestiones comunes provenían de la agregación de intereses particulares, intereses nacionales, y sus respuestas eran siempre individualizadas por las naciones participantes en el planteamiento, desde su máxima soberanía y libertad. Ahora nos enfrentamos a problemas colectivos (como la destrucción de la naturaleza, el tráfico ilegal de drogas o la separación entre la opulencia y la miseria, por ejemplo) que no admiten soluciones polifónicas, problemas generales que exigen salidas compartidas y coordinadas por todos los países de la Tierra, y descubrimos, con tanta incapacidad de reacción como asombro, que no sabemos, no podemos o no queremos organizar la diversidad en beneficio del interés planetario.

Internet, ya se ha dicho, es el espacio por el que crece la globalización, su motor, y, por eso, el espacio global. Por un lado, al ser un terreno comunal, es un territorio imposible de ser regulado por un solo Estado, o por un conjunto de Estados concretos3 y, por otro lado, al ser un campo libre de jurisdicción, resulta ser el hueco por el que se expansiona todo aquello cuya naturaleza le exige un grado tal de pluralización que necesita saltarse las fronteras humanas. Resulta, así, que Internet podría ser el cauce adecuado para dar remedios universales a las incertidumbres universales (aquéllas que las naciones no resuelven de forma unánime). Y, al mismo tiempo, al resultar un lugar indivisible que ninguna nación puede hacer suyo, podría constituir el espacio donde empieza a organizarse un orbe sin países.

En parte por esto existe la Red, porque no ha habido ninguna autoridad mundial que la haya podido programar o gobernar4, y quizá por eso sea la propia Red la que ayude a que aparezca semejante autoridad mundial. Quizá, como siempre, algún día futuro nos parecerá que Internet llegó en el momento oportuno o que su desarrollo se produjo en un terreno abonado. En definitiva, lo seguro es que los primeros metros del camino que deberían buscar nuestros pasos en el próximo milenio hoy se recorren por empedrados digitales.

Tercera. La secesión radical entre la apariencia de poder y el poder efectivo. En realidad, siempre ha sido posible distinguir el poder cierto del poder aparente. Lo que es característico de nuestro tiempo es que ambos se encuentran muy distanciados.

Durante los siglos XVIII, XIX y XX, hemos dirigido la reflexión democrática acerca de la naturaleza del poder, principalmente hacia la limitación y el control del poder público. Primero, porque resultaba ser el único legitimado en última instancia por el principio democrático. Segundo, porque la organización de los pueblos y las naciones humanas en Estados presuponía la delegación teórica de toda la fuerza privada en ellos. Y tercero, porque, establecido el Estado de Derecho y en virtud de la regla del imperio de la Ley, cualquier poder particular quedaba siempre justamente sometido a ese poder público y democrático. De este modo, una certeza intuitiva respecto de la supremacía máxima del poder público, construida y asentada a lo largo de muchos años de lucha ideológica, se acomodó en el inconsciente contemporáneo y nos llevó a creer que, al amparo de los Estados democráticos, no existía otro poder con auténtica trascendencia política que no fuera un poder público. Y así era, al menos mientras hubiera fronteras.

Últimamente, sin embargo, la situación, de hecho, ha cambiado mucho. La globalización de la economía, la aplicación de las nuevas tecnologías de la comunicación al intercambio de bienes y servicios, y la ausencia de una autoridad democrática universal, han provocado la aparición de grandes potencias privadas capaces de operar de forma alegal en el espacio internacional y de eludir, por lo tanto, cualquier tipo de sometimiento a ningún poder público con límites territoriales. Estas potencias privadas tienen aptitud para tomar decisiones que afectan a las vidas de las personas, con independencia de lo que los poderes públicos representativos digan al respecto. Es decir, ejercen un auténtico poder de trascendencia pública pero de origen privado y, lo que resulta más alarmante, nos han sorprendido sin una doctrina política, coherente y útil sobre la legitimación democrática del poder privado.

Aparentemente, el poder público de los Estados sigue siendo el único poder definitivo sobre sus territorios y, sin embargo, la realidad demuestra que la globalización reclama poderes globales y que, al no prestarse las naciones a componer una autoridad efectiva de semejante dimensión, los grandes poderes privados están ereciendo más que los controles públicos que podrían democratizarlos. De hecho, con la inestimable colaboración de los debates abiertos por los nacionalismos y los localismos5, lo cierto es que vemos los poderes públicos cada vez más separados, confrontados y debilitados, en tanto que los poderes privados se fusionan, se agrupan o se funden para encarar eficazmente el proceso de unificación de economías y costumbres que vivimos. Los poderes públicos nacionales, democráticos y representativos aparentan seguir controlando todas las decisiones que afectan a la vida de las personas, pero la verdad es que ese tipo de decisiones, cada día que pasa, son tomadas o condicionadas más frecuentemente por grandes potencias privadas y transnacionales. Internet es ejemplo y consecuencia de este dilema político de poderes que, por ahora, sólo está planteado para quien lo quiera ver. Los Estados democráticos (que son quienes tienen la legitimidad suficiente como para regular las condiciones en que se desarrolla la vida de las personas) no pueden, aunque quieran, actuar fuera de su circunscripción. No tienen poder, por lo tanto, para actuar en la Red. Las compañías privadas que han desarrollado y mantienen Internet, por su parte, podrían impedir, dificultar o colapsar, técnicamente la existencia de la Red. Tienen poder, por lo tanto, sobre la Red. Luego, la pregunta básica sobre cómo organizaremos Internet tiene el mismo fondo que otra que apenas ha sido planteada por ahora y que reza así: «¿Cómo democratizaremos la globalidad?». Y entre las dos componen una parte fundamental de la continuación de la historia del pensamiento político.

¿EL COMIENZO DE LA DEMOCRACIA GLOBAL?

Está claro que Internet ha introducido un cambio en nuestro modo de vivir y en nuestro modo de relacionarnos, y es obvio que tal cambio ha de tener consecuencias políticas (por más que a mayoría de los políticos crea que por no saber lo que es Internet se encuentra a salvo de sus efectos). La duda que puede quedarnos afectaría al optimismo o al pesimismo con el que contemplemos el porvenir digital, pero no a la condición digital de ese porvenir. En otras palabras, podemos discutir sobre cuáles serán las ventajas e inconvenientes políticos que Internet provocará, pero resulta indiscutible que tendrá ventajas e inconvenientes en el campo político. Pondré dos ejemplos actuales.

Para Nicholas Negroponte, «mientras los políticos tienen que cargar con la historia, emerge en el paisaje digital una nueva generación liberada de muchos de los viejos prejuicios. Estos niños digitales están libres de limitaciones tales como la situación geográfica como condición para la amistad, la colaboración, el juego o la comunidad. La tecnología digital puede ser una fuerza natural que propicie un mundo más armónico»6. En sentido contrario, Sartori ha señalado que «nuestra libre participación activa termina, o corre el riesgo de terminar, del siguiente modo: los locuaces acabarán por obstruir Internet con su necesidad de expresarse (sus graffiti), y los demás se dedicarán a los videojuegos, al vídeo-jugar. Es verdad que el vídeo-niño podría saber y preguntar cuántos discursos pronuncia el Papa cada día. Pero esto no le interesa y ni tan siquiera sabe quién es el Papa»7.

La ciencia y la tecnología puede que sean neutrales en el laboratorio, pero no lo son, en absoluto, en manos de un sólo Estado, y mucho menos en poder exclusivo de las corporaciones privadas. La aplicación o inaplicación que se hace de la ciencia y de la tecnología tiene mucho que ver con los principios democráticos. Hemos aceptado con demasiada confianza el dogma según el cual la ciencia y la tecnología son neutrales y, sin embargo, esto resulta cada vez más falso. Por eso, se puede ser pesimista u optimista, pero no se puede ignorar que el desarrollo tecnológico va a influir y transformar nuestras convicciones políticas más profundas.

Pese a la tranquilidad con que algunos contemplan el porvenir, Internet nos plantea tres grandes encrucijadas a las que urge encontrar una salida filosófica y política. Son las siguientes:

Primera. La posibilidad de que caminemos hacia una separación radical entre un mundo conectado a la Red, con más y mejores oportunidades educativas, comerciales, laborales, sanitarias, etc., y otro mundo desconectado por causas geográficas, económicas o culturales. La facultad de acceso a Internet debería configurarse como un nuevo derecho fundamental en el futuro.

Segunda. La posibilidad de que hayamos perdido toda capacidad de decisión sobre el proceso que seguirá el desarrollo tecnológico, de modo que lo que haya de venir no sea ya la consecuencia de una opción nuestra, sino la obvia continuación de una aplicación tecnológica anterior. Que algo pueda hacerse técnicamente podría llegar a ser un argumento suficiente para que, sin más, se hiciera, sin atender otras consideraciones de oportunidad, conveniencia o legitimidad. Las nuevas tecnologías nos permiten hacer muchas más cosas de las que, probablemente, nosotros queremos hacer.

Tercera. Si Internet sigue creciendo al ritmo que lo hace, si sigue creciendo el montante del comercio electrónico, si sigue creciendo el número de comunidades virtuales o si sigue creciendo la cantidad de teletrabajadores, por ejemplo, habrá que organizar la Red democráticamente, antes de que se ordene desde los grandes poderes privados, los propietarios de las calles y los portales de la aldea digital. La ausencia de autoridad en la Red puede facilitar en el futuro el imperio de la fuerza en la Red.

Si queremos elaborar un discurso político que sirva al tiempo que vivimos, necesariamente tendremos que contemplar el tiempo que vivimos, utilizar su lenguaje y atender a sus preocupaciones. Los antiguos griegos formularon una teoría de la democracia para la ciudad; los filósofos europeos ampliaron el ideal democrático al tamaño de la nación; ahora nos corresponde a nosotros empezar a pensar en la relación que une al principio democrático con la globalidad. La Historia no se detiene y la política tampoco. Por eso, estoy convencido de que, algún día, los historiadores nos contemplarán y dirán: «A finales del siglo XX, con la caída del Muro de Berlín, el cambio de milenio e Internet, podemos fijar el final de la Edad Contemporánea y el principio de la Edad…»

NOTAS
1 · En términos políticos, ¿quizá la Vía Apia del nuevo imperio?
2 · Son muchos los autores que hablan de la misma Red como la sociedad nueva, que conciben Internet como una gigantesca comunidad virtual compuesta por millones de adhesiones voluntarias. Esta idea resulta muy sugerente porque, si fuera así, estaríamos asistiendo al nacimiento de un nuevo pueblo tal y como lo soñaron los teóricos del contractualismo político. Los internautas serían los nuevos ciudadanos de esta nación compuesta por todos aquéllos que, huyendo del aislamiento y la brutalidad del estado de naturaleza, han decidido asociarse para constituir un conjunto fuerte y autosuficiente. Rousseau no andaría entonces muy lejos del planteamiento de algunas colectividades del mundo virtual, cuando reducía todas las cláusulas del contrato social a una sola, según la cual: «Al entregarse cada uno por entero [a la comunidad], la condición es igual para todos y, al ser la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa para los demás». En resumidas cuentas, el llamado «espíritu del enjambre», al que algunos ideólogos de la Red atribuyen su potencia transformadora en lo político y en lo social, no distaría casi nada de las formulaciones democráticas de la voluntad general de los viejos racionalistas.
3 · Es, incluso, tecnológicamente imposible establecer leyes que regulen la circulación por Internet. Bastaría con que un solo país no aceptase tal regulación para que, por su puerta, entraran y salieran, libremente y sin moverse de casa, todos cuantos estuvieran decididos a objetar activamente la norma.
4 · La naturaleza «no programada y no gobernada » de la Malla Mundial ha facilitado tanto su crecimiento espectacular como su concepción como sociedad emergente y alternativa. En la década de los sesenta, cuando la agencia gubernamental ARPA empezó a poner las primeras piedras en el camino de Internet, se buscaba una red de transmisión de datos militares sin un centro de gobierno, de tal forma que, fuera atacada por donde fuera atacada, nunca pudiera ser destruida (algo así como la Hidra de Lerna, aquella serpiente de numerosas cabezas que resultaba invencible porque éstas se reproducían y multiplicaban apenas eran cortadas). Pues bien, así se hizo, y la telaraña resultante carece de centro neurálgico, sólo tiene periferia. De este modo, la Red es sólo la infraestructura física por la que los distintos ordenadores, utilizando unos protocolos comunes de comunicaciones, se relacionan cuando y cuanto lo desean, pero nada más. Al menos, nada más que pueda ser manipulado materialmente. Por lo tanto, nadie gobierna la Red y no existe ningún órgano de administración del conjunto. De hecho, más allá de los protocolos y las convenciones para comunicarse o asignar nombres, no existen normas en Internet. Por eso la telaraña crece tan deprisa, porque no hay ningún aparato burocrático que tenga que aceptar y ordenar las nuevas incorporaciones. Los tejidos, los caminos por los que circulan los bits, están ahí desde hace mucho, son las mismas líneas que utilizamos para el teléfono, por lo que, si alguien quiere entrar en la Red, sólo tiene que utilizar el lenguaje convenido y entrar. Es así de fácil. Y por eso, también, es inmediata la consideración de la Red como una sociedad virtual. Porque, lo que en estos momentos es Internet ha nacido de la voluntad individual de millones de ciudadanas y de ciudadanos de sumarse, de añadirse, a una vía común de comunicación e intercambio y no de la decisión unilateral de ningún Estado u organización internacional. Es lo más parecido a una adhesión masiva al contrato social que hemos visto nunca.
5 · Habría que preguntarse también si el resurgir de algunos nacionalismos no es un efecto paradójico de la propia globalización, que exige a los poderes públicos que se concentren para ser efectivos, pero, al mismo tiempo, les condena a ser cada vez más particulares y más diferentes para seguir siendo representativos.
6 · Negroponte, Nicholas, El mundo digital, Ediciones B, Barcelona, 1995, p. 272.
7 · Sartori, Giovanni, Homo Videns. La sociedad teledirigida, Taurus, Madrid, 1998, p. 134.

Doctor en Derecho. Presidente de la Comisión Internet del Senado