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Los dos últimos veranos Roger Scruton ha convocado Scrutopia, un curso de nueve días para veinte alumnos que es mucho más que un curso. El nombre remite a un lugar. Es todo lo contrario, por tanto, a una utopía; y es un lugar y un nombre que giran alrededor del filósofo. No se engaña a nadie, desde luego. Me hallaba entre los veinte privilegiados del último agosto.

El lugar físico está en Cirencester, en los míticos Montes Cotswolds, corazón de Inglaterra, en la Royal Agricultural University. No hay la mínima contradicción entre el lugar académico, Scrutopia, y el lugar físico, porque sir Roger Scruton vive allí, en Sunday Hill Farm, arraigado al paisaje como un tejo, y porque su filosofía defiende el asentamiento y el amor a una tierra, a su paisaje y su cultura

Vídeo del último curso estival en Scrutopìa.

Algo más difícil lo tiene el viajero o peregrino que acude de lejos. El sistema de megafonía de los trenes británicos debe de estar estratégicamente planeado para que el extranjero no vaya a pensar que sus años de estudio del idioma de Shakespeare le otorgan la más mínima carta de naturaleza. Lo que no deja de ser un privilegio: Inglaterra se le ofrece como espectáculo desde el primer instante y, para facilitar las perspectivas, marca las distancias. Si en Scrutopia se va a defender el sentimiento nacional, ¿qué mejor método que hacer que los foráneos echemos de me- nos nuestra tierra, y no solo en el comedor? El clima, sin embargo, no estuvo a la altura de la estrategia, y fue delicioso. Un final de agosto dorado como las piedras de los Cotswolds.

«¿Por qué la filosofía importa?»

La planificación del curso es sencilla, transida de pragmatismo inglés. Cada mañana, Roger Scruton da una clase de tres horas que se hacen cortas, apenas interrumpidas para un té. En ellas repasa todos los temas de interés personal, a los que ha dedicado uno o varios libros. Empezamos con «¿Por qué la filosofía importa?», como si los que hemos llegado a Scrutopia — algunos cruzando medio mundo, desde Hong Kong o Lima— para oír a un filósofo no lo tuviésemos claro. Más tarde, descubriríamos que hay participantes muy concentrados en la candente cuestión política, y comprendemos que la apología de la filosofía fue agua de mayo, si ese refrán tiene sentido en Inglaterra. Al día siguiente, Scruton se preguntó «¿Por qué la belleza importa?», y seguimos con el arte, la cultura, la música, la política, la caza, la amistad, el amor, la religión, la literatura y, como fin de fiesta, el arte de escribir. A cada rato nos preguntaba con angustia: «Are you happy so far?»Sería porque todo lo que explica lo ha escrito ya en sus libros y no sabe qué le hemos leído y qué no y cuánto recordábamos. «Estamos muy contentos», respondíamos, agradecidos, sinceros.

Por las tardes, la mujer de Scruton, Sophie, guiaba las excursiones a lugares y actos relacionados con las lecciones de la mañana, de manera que el apego inglés a lo concreto y práctico y su aversión a las teorías etéreas terminaban quedando claros. Asistimos a una glamurosa caza del zorro, a dos conciertos, en uno de los cuales sir Roger tocó Beethoven al piano, visitamos diversos monumentos de la comarca, entre ellos, la casa natal de Thomas Hobbes de Malmesbury para hacer una inmersión completa en una línea de filosofía política; y celebramos una cena de gala con múltiples brindis y enjundiosos discursos. Si añadimos que el solo y solícito asistente del curso era Sam Scruton, hijo del matrimonio, calibraremos hasta qué punto estábamos ante una convocatoria que era, más que personal, familiar. No dejaba de ser una lección implícita, porque Scruton pone, por encima de cualquier constructo ideológico, la economía familiar, que lo pequeño es hermoso, las antiguas maneras y el rechazo a las grandes corporaciones, a la producción industrial y al capitalismo deslocalizado. Scrutopia ¿no es un ejemplo de artesanía intelectual que recuperaba a la familia como unidad de producción, igual que en los tiempos de la Merry England y de los tres acres de tierra y una vaca? Aunque en Sunday Hill Farm los acres son cien y ya no hay vacas, sino caballos, uno llamado «Winston» en honor a Churchill.

Cada mañana, Scruton da una clase de tres horas que se hacen cortas, apenas interrumpidas para un té. En ellas repasa todos los temas de interés personal, a los que ha dedicado uno o varios libros.

La gran lección de Scrutopia es la coherencia de Scruton. Cuesta algo más encontrarla en sus libros, uno tras uno, pues son muchísimos y cada cual inmerso en su tema. En el curso, en la rápida sucesión de las clases diarias, se podía ver cómo todo iba cristalizando en una scrutologíaSu esteticismo está transido de contenido político y su religión hunde sus raíces en la belleza. Las preguntas de los asistentes servían para aclarar los extremos. Incluso por vía negativa: si un tenaz centroeuropeo se empeñaba en redondear geométricamente las teorías, era llamado al orden: al orden desordenado del sentido común y del reconocimiento de la inagotable complejidad del mundo. Cuando sir Roger disertó sobre la religión, un joven filósofo brasileño preguntó dónde quedaba la trascendencia, pues solo había hablado del papel comunitario y civiliza- torio de la fe. Scruton replicó con los versos de T. S. Eliot: «Pero aprehender el punto de intersección de lo intemporal con el tiempo, es una ocupación para el santo», y nos aseguró que él santo no era. También explicó que la fe, para un anglicano, es una dinner jacket que uno se pone y quita según entre o salga de la iglesia. En efecto, los que fueron al servicio anglicano del domingo nos contaron luego a la minoría católica que allí tocó el órgano con una devoción intensa.

Contacto personal con el pensador

La oportunidad de contacto personal, que deja espacio para lo anecdótico, no se daba por casualidad. Scrutopia la propicia. Al modo oxoniense, cada alumno podía celebrar una entrevista privada con Scruton para recibir orientación y consejo. Por experiencia personal y por los comentarios de mis compañeros, puedo dar fe del compromiso de Scruton con esta autoimpuesta labor de tutor.

Curso universitario de verano, sí; campamento de letraheridos, también; fin de semana campestre, claro; pero, sobre todo, Scrutopia es un simposio platónico.

Ahora bien, el trato más intenso, importante y trascendente era cada noche. Tal vez alguien se haya extrañado de que, entre las clases de Scruton, no se dedicase una al vino, siendo el libro que dedica a la materia (líquida) una de sus mejores obras ya desde su mismo título cartesiano: Bebo, luego existoAl vino dedicábamos –Scruton el primero– todas las noches, antes, durante y después y mucho después de las cenas, gracias a invariables botellas de borgoñas blancos y burdeos rojos, de diversas marcas y categorías, pero innumerables siempre. La conversación se iba animando progresivamente (una concesión al progreso que sí se hizo en Scrutopia). Era, nuevamente, una praxis de las tesis scrutonianas: en este caso, la de que el vino saca a relucir las almas.

Al principio quizá tuvimos la sensación de que llegábamos a un campamento juvenil, con sus clases, sus actividades, sus excursiones, etc. No nos importó sentirnos niños porque, frente a los grandes del pensamiento y del arte, todos somos enanos en hombros de gigantes. La Royal Agricultural University puso todo de su parte, con sus novelescas instalaciones neogóticas, para que también nos sintiésemos en unas jornadas académicas. Los conciertos, las cenas, la partida de caza, los tés ininterrumpidos, los pasteles caseros de la anfitriona y la hospitalidad atenta, que llegó hasta abrirnos las puertas de Sunday Hill Farm, nos hicieron sentirnos parte de una novelesca house partyPero fueron el burdeos, el borgoña, el oporto (una noche), mi añoranza del jerez, las cenas desenfadadas alrededor de Scruton, las risas, la amistad, los coloquios profundos y los ligeros los que daban a Scrutopia su cuarta dimensión. Curso universitario de verano, sí; campamento de letraheridos, también; fin de semana campestre, claro; pero, sobre todo, Scrutopia es un simposio platónico, con Scruton ejerciendo de Sócrates británico. Cicuta la hubo, para que no faltara nada, pero fue, por suerte, simbólica. La expulsión o el rechazo de la universidad y de los circuitos de la intelligentsia todavía escuece a Scruton, que ve en Scrutopia un territorio libre, un refugio donde las imposiciones de lo políticamente correcto —repetía— no tienen cabida. «We few, we happy few, we band of brothers»estuve a punto de recitar, a voz en grito, si me hubiese salido la voz, digo, el acento.

Cuando acabó el curso, la melancolía de las despedidas llegaba mitigada por la certeza de que volvíamos al lugar de nuestras raíces, tan trascendentales, como se nos había explicado por activa y por pasiva. En el viaje de vuelta, la megafonía ferroviaria, ya con la satisfacción del deber cumplido, se mostraba por fin piadosa, casi pidiéndonos disculpas por aquel recibimiento cerril. Volvíamos alegres porque no nos íbamos: Scrutopia es un lugar cuyo centro está en Cirencester y, más concretamente, en Sunday Hill Farm, pero cuyas fronteras llegan allí donde habite un scrutopianoAunque en mi rincón de Scrutopia se lea tanto a Saavedra Fajardo como a Burke, y en el de Vancouver a Jordan B. Peterson, y en el de Lima a Nicolás Gómez Dávila, y en Río de Janeiro a Olavo de Carvalho. En eso (como sostiene Scruton) está la gracia, naturalmente, y en traernos, de contrabando, un libro de Carvalho en la maleta, entre otros.

Poeta, crítico literario y traductor.