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Ver productos7 de octubre de 2024 - 11min.
Rogelio Núñez Castellano es investigador asociado del Real Instituto Elcano. Doctor en Historia Contemporánea de América Latina por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset de la Universidad Complutense de Madrid. Profesor en la Universidad Francisco de Vitoria en el Máster de Acción Política, Fortalecimiento Institucional y Participación Ciudadana en el Estado de Derecho.
El régimen venezolano se ha convertido en un problema no solo para la estabilidad regional, sino para la gobernabilidad mundial. Por cuatro razones. En primer lugar, por el desafío que supone la consolidación de un régimen autoritario, que parece seguir el sendero de la Nicaragua de Daniel Ortega. En segundo lugar, por la crisis migratoria de alcance regional que ha provocado. En tercer lugar, por los problemas de seguridad asociados al narcotráfico y la penetración en Venezuela del crimen organizado. Finalmente, por su papel en una geopolítica en la que China, Rusia e Irán tratan de socavar la hegemonía de EE. UU. Ante esos desafíos, la comunidad democrática internacional no ha dado con la tecla necesaria para enfrentarse a un régimen autoritario que, de consolidarse en el poder, podría ser un actor capaz de alterar la gobernanza regional y mundial.
La comunidad internacional puede y debe jugar un papel que es importante, pero no decisivo. Ni las opciones dialogantes de gobiernos de izquierda como los de Colombia y Brasil, ni las posiciones más duras de la UE y Estados Unidos, han hecho mella en un régimen que cuenta con aliados internacionales (China en lo financiero, Rusia en defensa e Irán en lo económico), además del arma del petróleo. Nicolás Maduro cuenta, además y de momento, con el apoyo de los diferentes grupos que conforman el régimen: militares, inteligencia y facciones del partido oficial. En este contexto, es la oposición la que debe jugar el papel decisivo. Para lograrlo, debe mantenerse firmemente unida, sin dividirse como en el pasado, manteniendo una estrategia única y clara, así como una propuesta atractiva e ilusionante para la población y pragmática hacia el poder. Esto último implica que los jerarcas del régimen lleguen a asumir que los costes de aceptar una derrota sean menores a los de quedarse y resistir. La oposición debe diseñar un puente de plata para el madurismo a la vez que provoca quiebras en el interior del aparato del régimen.
La Venezuela de Nicolás Maduro se ha convertido en un grave problema no solo para la estabilidad regional sino también para la gobernabilidad mundial. Ante este reto, sin embargo, la comunidad internacional y la latinoamericana no han encontrado una respuesta eficaz. La crisis venezolana (económica entre 2015 y 2022, y actualmente político-institucional) golpea los equilibrios internacionales y regionales por cuatro razones. En primer lugar, la consolidación de un régimen autoritario, que parece seguir el sendero de la Nicaragua de Daniel Ortega, desafía y compromete a las democracias liberales mundiales en un contexto en el que estas encaran el creciente auge de alternativas iliberales (de Bolsonaro y Bukele a Orban y Putin, pasando por la China de Xi Jinping) y cunde la sensación de que asistimos a una crisis general de las democracias en el mundo.
En segundo lugar, los problemas, económicos antes y ahora institucionales, han desembocado en una crisis migratoria de alcance regional que afecta a los países vecinos (sobre todo Colombia) y repercute también en EE. UU. y en otras naciones latinoamericanas. Casi 8 millones de venezolanos han salido del país desde 2015.
En tercer lugar, la incapacidad del estado venezolano, penetrado por el crimen organizado, para ejercer el monopolio de la seguridad ha provocado que guerrillas como el ELN colombiano ejerzan un control de facto en la frontera colombo-venezolana, a la vez que han florecido bandas narco-paramilitares con creciente capacidad de penetración y hegemonía territorial. Además, Venezuela se ha convertido en un agujero negro para la seguridad regional y existe el riesgo de que se transforme en un estado fallido o un narcoestado autoritario represivo: de este país ha surgido una banda criminal con creciente poder (el Tren de Aragua) que tiene presencia desde Chile a EE. UU. Venezuela es, también, punto de tránsito y plataforma de la droga por el aumento de los volúmenes de cargamentos de cocaína hacia el Caribe y principalmente Europa. Un informe del Miami Herald reveló que, tras la crisis de la industria petrolera y agrícola, el régimen recurrió al narcotráfico para financiarse.
Finalmente, Venezuela se ha transformado en una pieza codiciada dentro del juego geopolítico mundial gracias a sus recursos petroleros y a que Caracas es útil para el juego que despliegan China, Rusia e Irán en pos de socavar la hegemonía de EE. UU. apoyando a regímenes anti status-quo. En su deseo de romper el cerco internacional, el régimen aprovechó la necesidad de Washington de acceder a fuentes de energía confiables tras la crisis ucraniana para alcanzar un pacto con la Casa Blanca: EE. UU. liberaría a figuras prominentes del régimen, aligeraría las sanciones y volvería a adquirir petróleo venezolano. A cambio, el régimen aceptó la expulsión de inmigrantes venezolanos y accedió a celebrar elecciones transparentes, justas y en igualdad de condiciones.
Para la Casa Blanca, que también valoró tener un suministrador fiable de petróleo y una alternativa energética (eso explica que otorgara a Chevron una autorización limitada para reanudar la extracción de crudo, tras el deshielo entre gobierno y oposición en 2023) lo más importante era detener la presión migratoria. Venezuela no es, hoy en día, energéticamente relevante. La crisis de su sector petrolero solo permite exportar 300.000 barriles diarios, un 0,3% del mercado, cuando la producción mundial de petróleo supera los 100 millones de barriles diarios. El tema migratorio es, en el actual contexto electoral, lo que explica la política estadounidense hacia Venezuela, por su incidencia en los comicios de noviembre. Los venezolanos han llegado a ser el 25% de todos los migrantes que llegan a EE. UU. Por eso, a pesar de la actual deriva autoritaria de Maduro, EE. UU. no ha interrumpido la relación petrolera, puesto que hacerlo golpearía a la economía venezolana y como consecuencia reimpulsaría la presión migratoria, elemento desestabilizante social y electoralmente para EE. UU.
El régimen de Maduro plantea a la comunidad democrática internacional, por lo tanto, un desafío aún sin respuesta: cómo actuar ante un régimen autoritario para evitar que se consolide en el poder y se transforme en un actor capaz de alterar la gobernanza regional y mundial. Ejemplos como el de Venezuela, y antes la España de Franco o la Cuba de Fidel Castro, ponen en evidencia que la comunidad internacional tiene un rol importante pero acotado y que el futuro de ese tipo de regímenes se decide finalmente en su propio territorio, ante su propia ciudadanía y en relación con su propia capacidad —o incapacidad— para gestionar sus contradicciones internas.
Prueba de ello es que el respaldo internacional a Juan Guaidó (2019-2022) no sirvió para que el régimen de Maduro acabara colapsando. Cincuenta países reconocieron —la UE y EE. UU. entre ellos— a Guaidó como presidente interino, pero su poder efectivo y capacidad de acción fueron mínimos, sus decisiones erráticas y equivocadas y además no logró aglutinar a toda la oposición: siempre fue visto como el hombre de Leopoldo López.
Tampoco las sanciones han resultado efectivas para destruir al régimen que, gracias a las fracturas de la comunidad internacional, ha encontrado apoyos para eludir esas sanciones, como ya hiciera Castro desde los años 60 aliándose con la URSS. Ahora, en la actual crisis, ni la postura dialoguista y mediadora de la Colombia de Petro y el Brasil de Lula, ni la posición más dura de la UE y EE. UU. han logrado hacer mella en el régimen y en sus intenciones de continuar por la senda del autoritarismo.
Además, la presión externa de esa comunidad internacional, al encontrarse dividida, es todavía mucho menos efectiva porque el régimen encuentra huecos por donde acceder a recursos para sobrevivir. China, Rusia e Irán han ayudado a Maduro a sortear las sanciones impuestas por Estados Unidos desde el gobierno de Donald Trump. Le han otorgado respaldo político y alimentado la economía paralela venezolana. Esa combinación del apoyo de China en lo financiero, de Rusia en defensa y de Irán para vender petróleo le han dado tanto cobertura política como soporte económico.
Un régimen de esta naturaleza, que cuenta con recursos abundantes propios (el petróleo), tiene capacidad para diseñar estrategias donde la presión internacional puede ser neutralizada, al menos en gran parte. Por lo tanto, la continuidad del régimen depende sobre todo del apoyo social que recibe y de la existencia de un bloque de poder unido y sólido que lo sostenga. Maduro, que carece de los elevados ingresos petroleros y el carisma que explican el periodo de hegemonía de Hugo Chávez (1999-2013), ha logrado mantener unida a la élite chavista y conservar —por convicción o por clientelismo— una parte del apoyo social, que ronda el 35% si damos por ciertas las cifras de la oposición tras las elecciones del 28 de julio.
Además, y en este contexto esto es aún más decisivo, el gobierno de Maduro tiene el apoyo irrestricto de los diferentes grupos que conforman el régimen: la alta jerarquía de las FFAA, gracias a la presencia de Vladimir Padrino, el control de la Guardia Militar, la Policía Nacional Bolivariana y muy especialmente de los cuerpos de inteligencia y contrainteligencia. Además, tiene la lealtad de las diferentes facciones del partido oficial, el PSUV, y el control del aparato e instituciones del estado. Eso es lo que le ha permitido blindarse cuando ha tenido que hacer frente a las acometidas de la oposición (en 2013, 2017-18, 2019 y 2024). Así pudo atravesar la recesión que vivió el país cuando el PIB per cápita se contrajo un 74,2% entre 2015 y 2019 y sufrió agudos fenómenos de hiperinflación y devaluación de la moneda. El descalabro económico expulsó a más de siete millones de personas, en un país de 28 millones, la segunda mayor crisis migratoria internacional después de la de Siria.
Esos dos pilares (el chavismo social y el institucional), junto con el respaldo internacional, son las razones de la supervivencia del régimen y obligan a la comunidad democrática internacional a diseñar una estrategia múltiple, integral y coordinada en la que el rol decisivo es el que ejerce la oposición en el interior. Esta situación provoca que el papel internacional sea el de presionar al régimen mientras mantiene los canales de negociación abiertos y, sobre todo, acompaña y da cobijo y apoyo a la oposición.
La oposición necesita, en primer lugar, estar férreamente unida para conseguir hacer creíble y mantener el desafío al régimen, algo que con Edmundo González Urrutia y, sobre todo, con el liderazgo carismático y a veces mesiánico de María Corina Machado, el antichavismo ha conseguido tras décadas de divisiones. De hecho, el régimen, con Chávez y con Maduro, siempre jugó a resistir y alargar los conflictos para debilitar y dividir a la oposición. En 2013, ante lo que parecía un fraude electoral, la oposición se dividió entre los partidarios de aceptar el resultado (Henrique Capriles) y quienes proponían defenderlo en las calles. En 2017 el gobierno planteó un «diálogo trampa» con la oposición que acabó diluyendo la protesta en las calles. De igual forma, el régimen dejó que el «efecto Guaidó» se fuera apagando entre las contradicciones internas y el declinante apoyo internacional.
La oposición a un régimen autoritario, asimismo, necesita tener una estrategia única y clara, y sobre todo una propuesta atractiva e ilusionante para la población y pragmática hacia el poder. Es decir, lograr que los jerarcas del régimen se encuentren ante el dilema de que los costes de salida (aceptar una derrota) sean menores a los costes de quedarse y resistir. Y ahí es donde la oposición venezolana ha fallado. Desde el antichavismo no se diseñó un puente de plata para el madurismo que se juega en cada cita electoral mucho más que perder el poder. El chavismo se defiende como una bestia herida porque reconocer una derrota en las urnas podría significar el inicio de una vendetta política que acabaría con la dirigencia en la cárcel y con sus propiedades incautadas. Prueba de ese temor es que el régimen ha acabado incluso enrocándose sobre sí mismo: lo demuestra el nombramiento como ministro de Interior de un hombre como Diosdado Cabello, que encarna la línea dura.
Finalmente, la oposición necesita provocar quiebras al interior del aparato del régimen para conseguir que este se debilite por sus propias contradicciones internas. Si bien es cierto que ha habido diálogo con sectores blandos del chavismo, estos no han abandonado al madurismo porque la oferta no ha resultado atractiva para aumentar las fisuras al interior del régimen. Como señala Tamara Taraciuk, «el poder en Venezuela hoy no es monolítico». «Maduro no es Chávez: Chávez aglutinaba, Maduro compra lealtades. Esa fragmentación es una oportunidad. El aumento de la presión internacional para generar condiciones que lleven a una negociación requiere dos caminos paralelos. Uno es dejando claro a los que hoy se aferran al poder que hay un costo para lo que están haciendo. Por otro lado, son pocos los que están en una lista negra que a futuro les depara cárcel o exilio en un país que no sea democrático».
En definitiva, dado que el poder en el régimen de Maduro no es monolítico, sembrar las semillas de disenso en su seno es ahora más importante que nunca para romper el actual punto muerto con una combinación de incentivos y amenazas para alentar a los miembros del régimen a estar abiertos a una solución negociada.
Una escalada de la presión interna e internacional (con sanciones a la jerarquía del régimen chavista para afectar su cohesión) es clave para obligar al régimen a negociar desde una posición de inferioridad. A corto plazo, Maduro se siente fuerte (y más habiendo logrado que González Urrutia se marche del país) y su máxima de «resistir es vencer» tiene más vigencia que nunca. Sin embargo, a medio y largo plazo la senda de «nicaragüenizarse» y convertirse en un país paria puede sembrar las semillas de la disidencia interna como paso previo al final de la hegemonía chavista.
La imagen de cabecera, original de Myriam B, se puede encontrar aquí.