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Playing Cards 1: Spades
Ex Machina (Canadá). Robert Lepage (director). Estreno mundial del XXIX Festival de Otoño en Primavera. Teatro Circo Price, Madrid (13-5-12).

El casamiento, de Nikolaï Gogol
Comédie-Française (Francia). Lilo Baur (director). Teatros del Canal, Madrid (24-5-12).

Entitled
Quarantine (Reino Unido). Richard Gregory (director). La Casa Encendida, Madrid (26-5-12).

Las criadas, de Jean Genet
Bárbara Lennie, Fernanda Orazi y Tomás Pozzi. Pablo Messiez (director). Sala Cuarta Pared, Madrid (2-6-12).

El camino solitario, de Arthur Schnitzler
tg STAN (Bélgica). Teatros del Canal, Madrid (3-6-12)
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—Y tú, ¿compras o vendes?

Quizás hoy no haya frase más sencilla para definir la identidad de alguien, su posición frente a los demás, al mundo y a sí mismo. La escucho plana, hueca, impertinente, en la representación de Playing Cards 1: Spades, la última creación del director de escena canadiense Robert Lepage. Una obra que transcurre en un escenario circular de apenas una veintena de metros de diámetro. En tan angosto espacio se las arregla para levantar un lujoso hotel de Las Vegas, un desierto próximo y una garita militar en pleno Bagdad. La pregunta no tendría más importancia si no hubiese sustituido a otras desde hace bastante tiempo, si de verdad no fuera hoy la única pregunta que a menudo nos hacemos entre nosotros.

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Playing Cards: Spades, de Robert Lepage ® Erik Labbe

Mientras en la calle empiezan a notarse los efectos de una crisis incierta, en el interior de los teatros se cuela esta miopía cultural, que cae como una tela imaginaria sobre las cabezas de los personajes que han pasado por el Festival de Otoño en Primavera de Madrid. No es difícil comprobar cómo esa mercantilización de la propia ha anulado otras preocupaciones y horizontes que atraviesan El camino solitario, de Arthur Schnitzler, una obra escrita en 1904, probablemente cuando todo empezó a desmoronarse. Como recuerda Philipp Blom en Años de vértigo (Anagrama, 2010), en la Viena de entonces «la diplomacia de los Habsburgo se parecía a un vals vienés: primero giraba a la derecha, luego a la izquierda, y después daba vueltas y más vueltas hasta que los bailarines volvían al punto de salida, siempre girando y girando sin llegar nunca a ninguna parte». En este caldo de cultivo, cuando la Ilustración de los tiempos de María Teresa y José entre en crisis con la modernidad, en Viena surgirá un frente de vanguardia cultural que hará las veces de referente, una especie de «estación meteorológica del fin del mundo», que dirá Karl Kraus. Bajo sus previsiones abundarán personajes como los de Schnitzler, como ese músico de 83 años que toca el piano en un café del Prater vienés «ante niñeras y soldados» y que, entre pieza y pieza, se gira hacia atrás y pregunta a los viandantes: «¿Creen que esta obra tendrá éxito?». Todos los días seguirá tocando hasta el final del día, cuando ya todo su público hace tiempo que se habrá ido.

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El camino solitario, de Schnitzler. ® Tim Woubers

Los actores de la compañía de teatro belga tg STAN tienen que lidiar en el escenario de El camino solitario con objetos como una cafetera, una tostadora, una máquina de calentar agua para el té o un tocadiscos. Todos ellos, aparatos que tienen que ver con un tiempo que se acaba y que urge, máquinas inapelables que miden el paso de la existencia. Julian Fichtner, el pintor que protagoniza la obra, es muy consciente de ese metrónomo interior. Su vida transcurre entre un deseo por quedarse, por conservar lo que le rodea, y una irrefrenable pulsión de huida. «Una vida sin dolor es tan penosa como una vida sin felicidad», escucharemos en boca de uno de los personajes. Toda esta complejidad es trasladada por la compañía belga desde el comienzo, cuando escuchamos a través de los altavoces It’s gonna rain de Steve Reich, una de las piezas experimentales del minimalismo musical, como si fuera un presagio que de la fragmentariedad, de elementos aparentemente inconexos, se pueden extraer significados incluso más ricos. Los actores, con un leve acercamiento corporal, intercambian sus papeles a lo largo de la obra, como si el mismo personaje pudiera ser muchas personas a la vez o el mismo actor, muchos personajes al mismo tiempo. De cara al espectador, resulta más difícil seguir la historia de Schnitzler, pero plantea a la vez una incógnita fascinante: ¿Qué ocurre cuando dos actores in-terpretan al mismo personaje? La experiencia de tg STAN nos revela que nunca acaba siendo el mismo personaje. Hay algo en la subjetividad del actor que se traslada al personaje de forma inapelable. De algún modo, su personaje es parte inseparable de él.

Aquella época creyó felizmente superada la que dibuja Nikolaï Gogol en El casamiento, una pieza satírica emparentada con El inspector, que la Comédie-Française lleva al escenario sobre un planteamiento surrealista. Sobre la base de unos soberbios actores, como suelen ser los que integran esta compañía, la obra de Gogol cuenta los líos y las situaciones de enredo que se crean como consecuencia de la acción de una casamentera, que pretende organizar una suerte de concurso para determinar quién se casará con su protegida. Las diversas situaciones que se crean con esta decisión, que recrea las convenciones sociales de entonces, adquiere en manos de Lilo Baur una cercanía con el teatro del absurdo. La ironía es que aquellas convenciones, fruto de la posición de una clase determinada, han dado lugar a otras, no muy diferentes, en la moderna sociedad de consumo.

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El casamiento, de Gogol. ® Cosimo Mirco

Cabría preguntarse si alguna vez el teatro ha dejado de reflejar la complejidad del caos donde los espectadores se reconocen cada noche, sea cual sea el momento de la historia en que contemplan una obra cualquiera. Quizá el hombre siempre ha estado en crisis, intentando explicarse a sí mismo y su relación con los demás, desde que los griegos situaron a la tragedia como nexo cultural de la nueva polis, aunque no siempre fueran crisis de tipo económico como en la que estamos inmersos. El director de escena británico Peter Brook recuerda en su autobiografía Hilos de tiempo que el teatro «es un fugitivo destello de vida, que nos recuerda que en el mundo nada es lineal, ni permanente, ni simple». No lo es en absoluto la relación que nos va descubriendo Jean Genet en Las criadas, donde el odio entre los personajes, enmascarado en una relación profesional y familiar entre las criadas —que son a la vez hermanas— y la señora de la casa, resulta frenético. Una y otra juegan a desdoblarse entre el papel de su propia vida y el de su señora. Así que la primera señora que conocemos es la ficticia encarnada por Clara. Cuando entra en escena la verdadera, comprobamos que en realidad tenemos ante nosotros tres señoras distintas: cada una de las dos imaginadas por las criadas y la que aparece por la puerta esa misma mañana. Para ellas, la señora es un es-perpento: una mujer sola aquejada de una salvaje megalomanía, que trata de impregnar a todo lo que le rodea.

Quizá por ello Pablo Messiez escoge en su propuesta escénica a un actor bajito y regordete para travestirlo y convertirlo en la obsesión de las criadas. Nada es lo que parece, nos advierte un narrador introducido por él para abrir la obra, donde pueden ocurrir cosas como que «un ventilador es una ventana». Así que toda la realidad que se presenta va a estar tamizada por la visión deformadora de ellas. El espectador sospechará que algo amenaza con no cuadrar entre el atildado y burgués comportamiento de la señora y la interpretación de Tomás Pozzi, con barba, yendo de un lugar a otro. Difícil equilibrio que se solventa con una meritoria actuación, pero que amenaza con sepultar a las otras dos actrices, Bárbara Lennie y Fernanda Orazi, demasiado veloces en el decir de sus textos. Corremos el riesgo de que nos pase como a los personajes ideados por Genet, que a fuerza de deformarlo todo viven en una irrealidad que terminará por arrastrarlas al abismo. Messiez escribe en las notas al programa que ha visto la obra a la luz de esta crisis donde cualquier excusa parece que ha sido buena a la hora justificar conductas inmorales. Como ocurrirá en el escenario de El camino solitario, las criadas y la señora definen su posición en el mundo en relación a los objetos. En el caso de ellas, los utilizan para que sus representaciones sean la misma realidad. Para la señora, las propias criadas son unos objetos más de los muchos que posee. Las tendrá cerca cuando la soledad ataque y las alejará cuando necesite reafirmarse en la relación de jerarquía que se cobra cuerpo cuando todos se encuentran fuera de la esfera íntima de la habitación. Sin embargo estos objetos serán muchas veces imaginarios, que ocuparán un lugar esquemático en una habitación delimitada por un haz de luz.

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Entitled, de Quarantine. ® Simon Banham

«A un espacio vacío —dice Peter Brook— puedo llamarlo escenario desnudo. Un hombre camina sobre ese espacio vacío mientras alguien le mira; eso es todo lo que se necesita para que tenga lugar el acto teatral». La pregunta que surge es si es posible trascender ese espacio vacío, extender más allá de sus límites imaginarios. En Entitled, un montaje creado por la compañía británica de teatro experimental Quarantine, la obra empieza antes y continúa mucho después que la propia obra en sí. Partimos de un espacio vacío que poco a poco va llenándose con todo el equipo necesario. Mientras se monta y se pro-cede a señalizar con cinta adhesiva los primeros límites del escenario, vemos a los actores ensayar. «Estoy actuando», afirma una de las bailarinas al comienzo, como si fuera necesario recalcar la frontera que debe existir entre realidad y ficción. Antes de empezar a cantar y probar el sonido, nos cuenta cosas de su vida. Probablemente ella no se llama Joanne Fong, ni tiene 41 años, ni es bailarina. «No sé si podré hacer esto dentro de dos años», nos confiesa otra, mientras reflexiona sobre lo que supone el hecho de renunciar, de dejar de hacer algo que hacías.

Cuando la obra está lista para comenzar ocurre algo inesperado. De repente, vemos cómo se empieza a desmontar el escenario, como si la obra ya hubiera transcurrido. La obra les ha dejado huella y mientras recogen el equipo empezamos a conocer nuevas historias de sus vidas que van a ocurrir en el futuro. Por ejemplo, uno de ellos cantará Romeo and Juliet en un karaoke donde conocerá a la que será su mujer. O un día, después de haber muerto, un grupo de descendientes suyos descubrirán en el desván de casa una caja con fotos y vídeos. En uno de esas cintas podrá verse a él mismo representando esta obra. Entitled proyecta algo que no ha ocurrido en el tiempo de la obra pero es posible que ya haya sucedido en la realidad. Al final, despegan las cintas del suelo, quizá la última señal de que ahí se representado una obra de teatro, para dejar el espacio vacío.

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Las criadas, de Genet. ® Javier Naval

Hay algo misterioso en el teatro. A pesar de desvelar todos sus trucos, el engaño permanece. Podemos presenciar una obra basada en todo lo que ocurre entre bambalinas y que se presente ante nosotros tan verosímil como la propia realidad. Al igual que la obra de Quarantine, las obras de Robert Lepage también tienen una conexión con lo mágico en todos los recursos que utiliza sobre el escenario. Las frecuentes transiciones que utiliza son capaces de llevarnos desde el desierto iraquí a una piscina de un hotel de Las Vegas en un abrir y cerrar de ojos. Por la forma de trabajar de Lepage, que va construyendo la obra a medida que ensaya, la obra irá cogiendo solidez con las representaciones. Muchas veces, sus cambios de escena parecen trucos de magia. No es extraño para alguien que ha reconocido abiertamente su deuda con el cine: no en vano uno de los pioneros del primer cinematógrafo, Georges Méliès, era mago.

Lepage sube al escenario circular de Playing Cards 1: Spades la ilusión de un montaje cinematográfico, fruto del obligado punto de vista que fuerza al espectador al elevarlo más de un metro para que la acción discurra casi a la altura de los ojos. Cuenta una historia, en ocasiones demasiado rocambolesca, que gira sobre dos ciudades que están rodeadas por un desierto: Las Vegas y Bagdad. En ambas, las cincuenta y dos cartas de la baraja de póker encierran todos los secretos de la vida. El director canadiense ha estrenado en Madrid la primera de las entregas de una tetralogía, correspondiente cada una de las partes a un palo de la baraja. En Spades, mientras los soldados americanos juegan con unas cartas que representan los cargos del régimen iraquí que deben ser apresados, en Las Vegas un puñado de soñadores se confía a ellas para cambiar su suerte de una vez por todas. Esta ciudad es una moderna Mahagonny donde está erigido el gran templo del juego, del azar, donde pasado y futuro pueden verse separados radicalmente, en medio de un presente fugaz e irreal. Tanto que el mismo hecho de jugar evade, suple y llega a crear una realidad paralela. Cuando los sueños fracasan, se impone una huida hacia adelante. «Saltar o morir abrasados», dice uno de los personajes, que recuerda a aquel diálogo de la tragedia de Esquilo, donde Prometeo confiesa a la deidad los dones que había proporcionado a los mortales. Además de darles el fuego, dice: «Aparté a los mortales de ver su muerte por anticipado». «¿Y qué medicina hallaste para esa enfermedad?», le reclamaron.

—«Puse en ellos ciegas esperanzas».

Periodista y crítico musical