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La revista que usted tiene entre las manos es un lujo. Sí, ya sé que usted lo sabe, y que por eso la tiene entre las manos, pero es un lujo en muchos aspectos y cabe dentro de lo posible que alguno de ellos se le escape. Por ejemplo, el hecho de que aquí se publican artículos articulados, reportajes reposados, entrevistas atentas y análisis analíticos no es, ni mucho menos, una sarta de obviedades y redundancias. Para este artículo se me ha concedido un margen generoso de 3.000 palabras. Sí, sí: no 30 ni 300 ni 3.000 caracteres, 3.000 palabras. Nada más que el hecho de que se haya hablado de palabras y no de caracteres, alegra el alma. Cada vez es más raro. Con la aceleración de la vida, hemos entrado en la cultura de lo hiperbreve, cuyo símbolo es Twitter, o sea, los 140 caracteres como límite máximo infranqueable.

Y no es solo Twitter, sino todo. «Característico de una época explosiva es el fragmento», ha anotado Ramón Eder, y es imposible discutirle el diagnóstico. ¿Qué se hizo de la vieja oratoria del foro? Los discursos políticos actuales son ráfagas de lemas inconexos y datos comprimidos, precocinados ambos para caber en los titulares de prensa, que es lo único que se ojea, se asegura. La opinión de la calle se comprime en pintadas y pancartas. La publicidad se contrae en eslóganes pegadizos, exentos de cualquier información relevante, para que sean más asimilables. La cultura —ay, la cultura— se dispensa en citas enlatadas. La música, en estribillos en serie. La narrativa, en microcuentos. El teatro, en pasacalles. El arte, en happenings. La poesía, en haikus, en el mejor de los casos. Incluso los poemas más largos se desintegran y pierden la coherencia interna, con cada verso queriendo ir por libre, y consiguiéndolo. La que la crítica considera última poesía española resulta en esto un fiel reflejo de su época: espejo roto en mil fragmentos, extrema exactitud al representar el estado social. Incluso las relaciones personales se jibarizan en sms, whatsup, «toques» o apresurados correos electrónicos. Las tertulias de antaño, ahora —cuando aún coincidimos y no estamos consultando nuestros dispositivos móviles— se fraccionan en nerviosos soliloquios sordos, interrumpiéndonos unos a otros.

Por eso descansa tanto esta revista en nuestras manos. O tener un rato largo para permanecer en silencio. O leer en paz un novelón decimonónico. O la poesía comme ilfaut, con su coherencia interna, su trabazón versal y su música callada de soledad sonora. Hay muchas realidades que, por su complejidad, necesitan de tiempo y paz para ser pensadas y entendidas. El carácter terapéutico de una gran sinfonía nadie puede ponerlo en duda, y de seguir así terminará por ser objeto de prescripciones médicas. La extensión como un cuidado paliativo acabará siendo imprescindible.

Pero nosotros, hijos legítimos de nuestro tiempo, tenemos que ser todoterrenos, y estar bien dispuestos para lo largo, cuando se pueda, y para lo corto, cuando toque, que hoy por hoy va a ser casi siempre. Al empacho de lo breve, hay que enfrentarlo, pues, con una doble estrategia. Defender como gato panza arriba ese espacio que necesitamos para lo más lento. Y entrenar a la vez nuestros reflejos para que lo breve no sea necesariamente insustancial e intrascendente. Si lo corto y rápido es el ritmo   de nuestro tiempo, no podemos volverle la espalda, a riesgo de quedarnos atrás. Hoy, más que nunca, hemos de asumir con Luis Valdesueiro (Peguerinos, Ávila, 1953), que «las palabras que sobran pesan más que las que faltan».

Lo bueno es que la brevedad, cuando no es limitación de pensamiento, es ascesis: «Ve ligero, aunque te pese», ha aconsejado Luis Gallero (Barcelona, 1954). A eso tenemos que aspirar, redimiendo lo breve irremediable gracias a lo intenso inmejorable. Para entrenarnos, valen los microcuentos y los haikus, pero nada como un contacto asiduo con esos aquilatados productos de la inteligencia que han conseguido ser diminutos sin renunciar ni a la hondura ni a la altura: los aforismos. La lectura de los grandes escritores del género, desde los clásicos moralistas franceses, como Chamfort o Joubert, pasando por los de ayer, como S. J. Lec y Jules Renard, hasta llegar a los de hoy mismo, como el ya citado Ramón Eder o Enrique Baltanás, se convierte en un manual de supervivencia casi imprescindible para transitar por las redes virtuales y las calles analógicas sin perder ni el paso —por el lado de la prisa— ni la visión panorámica —por el lado del pensamiento—. Frente a la sobredosis de brevedad, los aforismos nos ofrecen una cura por homeopatía.

La sociedad humana, experta en supervivencias, busca instintivamente aquello que podrá sanarla. Hasta ahora en la España contemporánea había un cierto desapego hacia el aforismo, con notables (Unamuno, Bergamín, Machado) excepciones; desapego que ya había notado Juan Ramón Jiménez:

Es curioso que el aforismo, tan popular en España en forma de refranes y sentencias y tan frecuente en la escritura de algunos clásicos antiguos españoles (san Juan de la Cruz, Quevedo, Gracián), no sea semilla propia de más escritores españoles contemporáneos, como lo ha sido y lo sigue siendo de la escritura jeneral europea. [Nota manuscrita reproducida por Sánchez Romeralo en Ideolojía (Barcelona, 1990)].

Sin embargo, coincidiendo con la acelerada fragmentación del discurso público en todos sus ámbitos, estamos asistiendo de los años ochenta hasta ahora a un aumento del interés por el género sin precedentes. El intento compensatorio de una sociedad constreñida a lo breve es una clave interpretativa irrenunciable de este proceso, aunque hay, como es natural, otras causas. El escritor de aforismos Fernando Menéndez, en esa línea homeopática, no ha dudado en titular algunas de sus entregas más sutiles como Grafittis (2011) o Pintadas (2012), respondiendo así directamente a los grafittis y pintadas callejeras originales, entablando un diálogo en plano de igualdad, pero sin ensuciar los muros, y subiendo el nivel de exigencia.

En buena medida, esto responde, como digo, a un instinto de conservación cultural y social que no está dispuesto a renunciar a la profundidad en aras de una brevedad impuesta. A partir de los años ochenta del siglo pasado hubo una recuperación de los grandes maestros, y algunos empeños editoriales especializados en el aforismo, tanto clásico como contemporáneo, como los realizados por Edhesa y Península, y al que últimamente se ha sumado la colección «A la mínima» de la prestigiosa editorial sevillana Renacimiento. La exquisita colección «La Veleta» de la editorial granadina Comares también acoge colecciones de aforismos, sensibilidad a la que no son ajenas ni Tusquets, en Barcelona, ni Pre-Textos, en Valencia. En los últimos años, pues, estamos asistiendo a «una expansión sostenida y silenciosa del género», que ha estudiado con mucha precisión el profesor José Ramón González en el informado prólogo que precede a su espléndida antología Pensar por lo breve. Aforística española de entre siglos. Antología, 1980-2012 (Ediciones Trea, Gijón, 2013).

El crítico Martín Mercader define el aforismo con una enumeración greguerística que despliega lo mucho que tiene que ofrecer, como antídoto, jugando en el mismo terreno de la fragmentación en que vivimos:

Epifanías cazadas al vuelo en la telaraña del lenguaje. Rastros legibles de los merodeos y los hallazgos de la conciencia. Ensayos instantáneos ultraconcentrados. Encontronazos entre la mente y la vida que hacen ver las estrellas y permiten fotografiarlas. Pasadizos secretos entre neuronas, imágenes y palabras. Atajos para salir del laberinto y volver a entrar en él. Golpes de estado de gracia. Relámpagos inscritos en lápidas de aire. Sentencias adelgazadas hasta el esqueleto por la ironía, la poesía o el humor. Sabiduría liofilizada, soluble en la experiencia ajena. Arcos voltaicos entre la inteligencia y la experiencia cuyos chispazos condensan gotas de idioma. Mónadas con ventanas, con puertas, con chimeneas, con cuenta en Twitter. Estados cuánticos de indeterminación entre la filosofía y la poesía. Meteoritos memorizables. Rayos congelados que exigen rumia pero que nunca se digieren del todo. Hitos que parecen puntos de llegada pero son en realidad punto de partida. Deslumbramientos privados trasvasados a contenedores portátiles para llevar a cualquier lector a cualquier tiempo… [«En estado de aforismo», revista El cuaderno, n.º 44, abril de 2013, pp. 12-17].

Resulta una constante de los aforismos contemporáneos este mirar con el rabillo del ojo el tiempo intensivo e hiperactivo que nos ha tocado vivir, y replicarle, en los dos sentidos casi contradictorios del término: imitándolo e irritándolo. Un aforismo esencial de Carlos Castilla del Pino coge al toro por los cuernos: «¿Estar al día? Sí, pero ¿en qué?, ¿para qué? No precipitarse; y en la duda, lo mejor es estar al día con uno mismo». También urge la defensa del sentido frente a tanto discurso vacío. Vicente Núñez recuerda que un aforismo «siempre va más lejos que el texto que lo porta». E insiste, yendo a lo esencial: «Lo demoníaco es actuar sin ser». Núñez advierte, mediante sus aforismos, tanto contra las frases huecas y los eslóganes utilitarios como contra el frenético activismo que nos domina, dos caras de una misma moneda.

Pero toda medicina requiere unas instrucciones de uso y exige un trato cuidadoso. Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) nos previene contra ciertos efectos secundarios: « (Ojoconmigo.) Desconfíen siempre de un autor de pecios [nombre que él da a sus aforismos]. Aun sin quererlo, le es fácil estafar, porque los textos de una sola frase son los que más se prestan al fraude de la “profundidad”, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol».

En la búsqueda de la dosis justa, Andrés Ortiz-Osés (Tardienta, Huesca, 1943) da con una precisión indispensable: «El aforismo no es un lenguaje limitado, sino un lenguaje-límite». Y para predicar con el ejemplo, consigue un prodigio con solo cambiar de orden los sintagmas de una frase hecha: «Corazón que no siente: ojos que no ven». No se puede decir más con menos, como ven.

Entre los actuales escritores de aforismos españoles, destaca Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952). Respaldado por la autoridad de sus propias frases breves, deslumbrantes y lúcidas, hay que atender a sus reflexiones sobre el género. Las ha dispersado entre sus aforismos: «Lo contrario a la falsa profundidad, que es despreciable, es la falsa superficialidad, que es admirable». «Lo importante de un epigrama no es que enuncie una verdad, sino que rompa el cristal de una mentira». «Hay que ser muy claro, pero nunca demasiado». «Es bueno que una frase esconda otra». Y ha condensado su conocimiento teórico y práctico del género en el epílogo de su último libro, El cuaderno francés (Huacanamo, Barcelona, 2012):

El aforismo, cuando es bueno, es una frase feliz, es una verdad irónica, es filosofía cristalizada, es una flecha que da en el blanco, es la inteligencia buscando una salida y encontrándola, es humor refinado, es una enorme minucia, es la gracia de la brevedad, es ética sutil, es la ligereza de la gramática, es cinismo superior, es un verso irrefutable, es un fragmento lúcido, es la elegancia de la sintaxis, es una manera de decir arcaica y moderna a la vez, es lo contrario a un mamotreto, es un juego de palabras revelador, es una paradoja inquietante, es una autobiografía de una línea, es una definición inolvidable, es sabiduría lapidaria, es alegría instantánea, es un espectáculo subversivo, es la nostalgia del latín; el aforismo, cuando es bueno, es el erotismo de la inteligencia.

Como se ve, el aforismo, cuando es bueno, es algo que no nos podemos permitir el lujo de desaprovechar. Lo necesitamos mucho. Tanto que, incluso a autores que no los escribieron, nos atrevemos a abordarlos desde una aforística retroactiva. El caso de Chesterton ya se estudió en Nueva Revista (n.º 136, «Chesterton, autor  sobrevenido— de aforismos»), pero no es el único: incluso Proust y santo Tomás de Aquino se nos presentan en pequeñas píldoras, tan manejables como memorizables. Con todo, centrándonos en los escritores de aforismos propiamente dichos, ¿por dónde empezar?

Si tuviera que ser por el principio, cómo no recomendar los Proverbios y el Libro de la Sabiduría de la Biblia, génesis del género. O los paradigmáticos clásicos franceses, editados en edición conjunta en 2008 por Almazara a cargo de José Antonio Millán Alba y estudio preliminar de Alicia Yllera. En un único volumen, los Pensamientos de Pascal, siguen Máximas y reflexiones de La Rochefoucauld, los Caracteres de La Bruyere, y el conjunto de los aforismos de Chamfort, del marqués de Vauvenargues y de Joubert, nada menos. Otro libro excelente para introducirse con fundamento es Efigies, antología del aforismo universal recogida por Cristóbal Serra en Tusquets (Barcelona, 2002), donde están representados Lao-Tsé, Chuang-Tsé, Heráclito de Éfeso, Marco Aurelio, Ramón Llul, Leonardo da Vinci, William Blake, Angelus Silesius, Pascal, Novalis, Swift, Lichtenberg, Vauvenarges, Joubert, Chamfort, Nietzsche, Péguy, Bloy, Claudel, Renard, Papini, Bergamín, JRJ, Lec, Chesterton y Carlos Edmundo de Ory. Es una selección muy personal, pero de persona muy bien informada, de clara inteligencia y contrastado carácter. Para Serra, «la poesía puede ofrecerse líquida en verso, y sólida en aforismo».

Con esos clásicos estaríamos cogiendo carrerilla: tiene especial interés saltar hasta las obras que miran frente a frente la fragmentación actual. Entre los escritores más imprescindibles, el pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila, tan impactante por la tersura de su expresión como por la osadía de su visión católica y reaccionaria de la vida, radicalmente antimoderna. Este año celebramos el centenario de su nacimiento, además. Él nunca pretendió escribir una obra relativista ni inconexa y, para avisarlo, insistió en llamar «escolios» a sus aforismos y remitirlos a un texto secreto, pero real y consistente. Une, por tanto, a la brevedad de sus deslumbrantes aforismos, la impresionante envergadura de una obra de peso, solo que implícita. Por el lado de lo fragmentario y por el de lo sistemático, nos ampara. Sus escolios completos están recogidos en Escolios a un texto implícito (Atalanta, 2009).

El gran mérito de la antología ya profusamente citada, Pensar por lo breve, al cuidado de José Ramón González, es que recoge la amplísima creación contemporánea española de aforismos con muy contadas ausencias. Su prólogo ofrece una exhaustiva información, la antología de textos es inmejorable y las notas introductorias a cada autor resultan muy ajustadas. El único peligro es que te pone en la tesitura, contagiado de entusiasmo, de comprar libros de casi todos los aforistas incluidos, que son cincuenta. A cambio, es un ejemplo de la mejor respuesta de nuestra cultura al órdago del desorden y de la rapidez. Pensar por lo breve es un repleto arsenal para la lucha a brazo partido y con las mismas armas contra la tesitura de lo diminuto e intrascendente. De él salimos ganando. Y mucho, y para largo.

Poeta, crítico literario y traductor.