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Sobre el arte de leer es un libro breve (basado en una conferencia) acerca de un empeño inmenso. Hacen falta unas orientaciones que funcionan como brújula. Luri las da en su libro. He simultaneado su lectura con el exuberante volumen de Terry Eagleton Cómo leer literatura, mucho más frondoso. Me han divertido por igual, pero sobre el arte de leer se aprende más en Sobre el arte de leer.

Sobre el arte de leer. Plataforma editorial. 82 págs.

Y eso que Luri lo hace tan bonito como Eagleton. Para explicar qué es la literatura, recurre al ejemplo de Mark Twain y se marca este breve aforismo que es una imagen caudalosa: «Hacer literatura es desviar el curso del Misisipi con tu mera pluma para hacerlo desembocar en la historia de las letras».

¿Por qué no leen los jóvenes? Para remediarlo -apunta Luri- tienen que sentirse interpelados por la narración

Para empezar, Gregorio Luri hace una defensa del libro de papel. Ni engolada ni nostálgica. Se trata sencillamente de un invento insuperable, «como la rueda o el bacalao al pil-pil» (Luri dixit) y está científicamente medido que captamos mucho mejor lo que leemos en el libro de papel; y todavía más cuando son textos más extensos.

Entrando en materia, hay una crítica breve, como una daga, contra «la imposición buenista de una literatura que tiene más prisa por cambiar el mundo que por comprenderlo» y que, por tanto «no nos ofrece buena literatura sino buenas intenciones fáciles de leer». Es una cuestión esencial, casi el eje del libro, porque, cuando Gregorio Luri se pregunta por qué no leen los jóvenes y qué podríamos hacer para remediarlo, explica que tienen que sentirse interpelados por la narración. Lo que se consigue a través del «De te fabula narratur» horaciano de toda la vida. Lo malo es que cuando una literatura está más preocupada en sermonearte o en adornar clichés, tabús y tópicos que en arremangarse con la realidad se produce una desconexión irremediable. El lector no puede reflejarse en un espejo de nieblas.

La importancia de la realidad reaparece constantemente, de ida y vuelta. «El buen lector distingue entre la estructura profunda y la estructura superficial», siendo la profunda la realidad a la que el texto hace referencia. Los vacíos fácticos de un lector, si superan el 20%, hacen imposible una lectura con conocimiento de causa. Esta condición previa se puede comprobar con los resultados de curiosas investigaciones: un lector mediocre, pero aficionado al béisbol, entiende mucho mejor una crónica deportiva que un avezado lector ignorante del deporte. Así, los textos sobre el trabajo de la madera los entendían mucho mejor los hijos de los carpinteros; y eso llevó, como recuerda Luri, al pedagogo Pestalozzi a exponer esta intención: «Hemos de educar a los niños como si sus padres fueran científicos». Gregorio Luri no deja pasar la ocasión de corregir el tiro y propone: «Hemos de educarlos para que sean ciudadanos libres de la república de las letras».

En esta frase se palpa la íntima conexión entre todos los muy amplios y diversos campos de interés de Gregorio Luri, desde la pedagogía, pasando por El deber moral de ser inteligente, hasta las implicaciones políticas de La imaginación conservadora. La necesidad que tienen niños de aprender a leer rápido en la escuela para estar en condiciones de practicar la lectura lenta en la universidad no es un mero cambio de velocidades. El avance de la sociedad se juega en esos ritmos.

La gran conversación

También Gregorio Luri parte del soneto de Francisco de Quevedo «Retirado en la paz de estos desiertos» para explicar que leer es vivir en conversación con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos. Y no sólo con ellos: Platón pensaba que el pensamiento es el diálogo del alma consigo misma. Sólo que para hablar con uno mismo, hace falta llegar acostumbrado al trato con los grandes del pasado.

El libro culmina, pues, con una invitación a leer a los clásicos y a hacerlo con tanta confianza como reverencia. Luri aplaude a aquel obispo que a uno que llamaba «Pablo» a San Pablo le sugirió: «Podías al menos haberlo llamado don Pablo». Los clásicos, «si se han vuelto difíciles, no es por su culpa». Tenemos que exigirnos a nosotros y, luego, a los demás, como decía un profesor de piano a un alumno descuidado, para disculparse por su nivel de severidad: «¿Quién si no va a defender a Mozart de lo que le haces?»

Gregorio Luri retoma la imagen de que, leyendo a los clásicos, somos enanos a hombros de gigantes; y remonta las fuentes de esa idea. Lo interesante es que sube hasta al mito griego del gigante Orión que llevaba de lazarillo a Cedalión. De ahí se desprende una inesperada exigencia. Ya no es sólo que nosotros gocemos de mejores vistas aupados confortablemente en los mullidos hombres de los más grandes. También es que ellos, ciegos, no ven el presente sin nosotros y, por tanto, no pueden andar con paso firme hacia el futuro. Hay aquí, implícita, de nuevo, otra exigencia conservadora a lo Edmund Burke: los enanos del presente ayudamos a que los gigantes del pasado lleguen a las tierras del futuro sin mayores tropiezos. La gran conversación tiene todavía muchos interlocutores a los que alcanzar, pues se establece entre los que fueron, los que somos y los que serán.

De paso, entendemos, en una última iluminación, por qué un libro en principio enfocado a iluminar los inicios del arte de leer en la infancia nos ha podido interesar tanto. Sin lugar a dudas, para entrar en el reino de la lectura también tenemos que hacernos como niños, esto es, como enanos en el sentido coloquial de la palabra. Es una condición milenaria para auparnos a los hombres de los gigantes.

Poeta, crítico literario y traductor.