Savonarola, el profeta desarmado

El contradictorio y poliédrico fraile reformó la política y las costumbres de Florencia

Estatua de Savonarola en Ferrara. Autor: Gianni Careddu. CC Wikimedia Commons
Estatua de Savonarola en Ferrara. Autor: Gianni Careddu. CC Wikimedia Commons
Ángel Vivas

Avance

«Extraordinario, contradictorio, poliédrico, exuberante», «figura apasionante por sus luces y sombras», Girolamo Savonarola, el fraile dominico que se hizo con el poder durante un breve periodo en la Florencia de finales del Quattrocento, sigue dividiendo las opiniones. Quizá por eso, el profeta desarmado, como le llamara Maquiavelo, sigue también despertando interés. Se publican obras suyas y es objeto de conferencias, como unas recientes en la Fundación Juan March. Brillante, intransigente, fustigador de todos los vicios, Savonarola promovió una doble reforma, política y moral, que desembocó en la hoguera de las vanidades a la que los florentinos arrojaron vestidos, joyas, cuadros… en la que probablemente participó el mismo Botticelli.

Él defendía la simplicidad de la vida cristiana, título de uno de sus libros, y esa simplicidad interior debía plasmarse en la sencillez exterior: la austeridad, el recato, la ausencia de lujos y vanidades. La simplicidad y la rectitud, dos caras de la misma moneda, son la base de la vida cristiana, y esta es la que promete la mayor felicidad tanto en el otro mundo como en este. Savonarola quería que los florentinos vivieran de acuerdo a la vida cristiana para que la ciudad fuera una nueva Jerusalén. Otra condición para eso era dotarse de una constitución más popular y menos oligárquica. Así, promovió reformas políticas enmarcadas en un discurso claramente republicano. Esa faceta es la que hizo que, cuatrocientos años después, los liberales que lograron la unificación de Italia lo reivindicaran.

Su elocuencia, su rigor, le ganaron numerosos seguidores (los piagnoni, llorones). Pero también enemigos, cuya confluencia acabó con él: los patricios opuestos a sus reformas (arrabiati), los jóvenes libertinos, esencialmente hijos de los anteriores, y el propio papa, al que se enfrentó. Objeto de un proceso político-religioso que ha sido calificado de «unilateral, sumarísimo y cruel», una «iniqva sentenza» para los liberales italianos del XIX, fue ahorcado y quemado su cuerpo en mayo de 1498. Algunos historiadores, singularmente Franco Cordero, han sido muy duros con Savonarola. Como sea, su figura (su mito) ha pervivido con la misma fuerza que debieron tener aquellos sermones suyos capaces de arrastrar a los florentinos a arrojar sus pertenencias superfluas a la hoguera de las vanidades.

ArtÍculo

Maquiavelo, en El príncipe, lo puso como ejemplo de «profeta desarmado», condición que desaconsejaba para los políticos innovadores, que necesitaban apoyarse, además de en la capacidad de convicción, en la fuerza. Girolamo Savonarola, que es de quien hablamos, no la tuvo, y por eso, escribe Maquiavelo, «se hundió junto a su nuevo orden, tan pronto como la multitud empezó a no creer en él». ¿Qué nuevo orden fue ese y cómo llegó la multitud a creer en Savonarola? ¿Quién fue este fraile dominico cuyo sonoro nombre se asocia a la hoguera de las vanidades, convertido recientemente en personaje de videojuego para adolescentes, y al que homenajea una placa, en el suelo de la plaza de la Señoría de Florencia, que recuerda la «iniqva sentenza» que lo condenó?

El profesor de la Universidad Rey Juan Carlos Jorge del Palacio, en unas recientes charlas en la Fundación Juan March, lo define como «extraordinario, contradictorio, poliédrico, exuberante». En otras charlas previas, dentro del mismo ciclo, el también profesor (y traductor y poeta… ) José María Micó se refirió a su «figura apasionante por sus luces y sombras».

¿Quién fue fray Girolamo Savonarola? Hay consenso sobre los hechos, pero no sobre su interpretación, afirmó Jorge del Palacio. Ya el historiador florentino Francesco Guicciardini, que tenía quince años en el momento de la muerte de Savonarola, muestra paladinamente su perplejidad ante la personalidad de este. «Yo estoy en duda y no he llegado a ninguna valoración definitiva, y por consiguiente voy a esperar, si vivo lo suficiente, el tiempo en que sea posible aclararlo todo», escribe en su Historia de Florencia, 1378-1509. Pero un poco antes ha sido mucho más claro: «Nunca, ni en nuestra época, ni en los tiempos de nuestros padres y abuelos, se vio a un religioso tan dotado de virtudes ni con tanto prestigio como él. Incluso sus adversarios admiten que era bastante docto en muchas disciplinas, en especial en filosofía, que conocía tan a fondo y utilizaba tan hábilmente en todas sus actividades como si él la hubiese inventado; pero sobre todo en la Sagrada Escritura, campo en que se cree que en varios siglos no hubo una persona que lo igualara».

Orador insuperable

Sobre las dotes oratorias plasmadas en sus famosos sermones, dice Guicciardini que «lo llevaron a superar ampliamente a todos los de su tiempo, en especial porque su elocuencia no era artificiosa y abstrusa, sino natural y comprensible; en la predicación tuvo tanto prestigio y tan numeroso auditorio que fue considerado como un hecho casi milagroso que haya podido predicar tantos años seguidos, y no nada más en las cuaresmas, sino en muchas festividades del año, en una ciudad en donde sobran inteligencias agudas y hasta quisquillosas, y donde los predicadores, por excelentes que sean, después de una o dos cuaresmas empiezan a aburrir». «Pero el meollo de su superioridad —añade el historiador, dando, de paso, alguna pista sobre los defectos del fraile— está en la bondad de su vida; sobre este punto aclararé que si tuvo algún vicio, este fue la simulación, efecto del orgullo y la ambición; los que observaron por largo tiempo su vida y sus costumbres no descubrieron ni un asomo de avaricia, o de lujuria, o de otras codicias y debilidades; al contrario, llevó siempre una vida ejemplarmente religiosa, llena de caridad, de oraciones, de observancia del culto divino, no en la exterioridad, sino en la sustancia».

Placa conmemorativa de la ejecución de Savonarola en Florencia. © Greg O’Beime, con licencia Creative Commons

Fueron esos sermones citados por Guicciardini los que hicieron popular a fray Girolamo, haciendo que la multitud creyera en él. Aunque no en un primer momento. Nacido en Ferrara en 1452, en 1474 ingresa en el convento de Santo Domingo de Bolonia. Se hace fraile en 1479. En una carta a su padre explica las razones de su entrada en religión: «Antes que nada, la gran miseria del mundo, las iniquidades de los hombres, las violencias, los adulterios, los latrocinios, la soberbia, la idolatría, las crueles blasfemias…» (citado por Juan Manuel Forte Monge en Girolamo Savonarola. La simplicidad de la vida cristiana. Biblioteca Nueva). El fraile, un hombre en el que no se halla la duda, al decir de Forte Monge, no se moverá en adelante de esa idea. En 1482 llega a Florencia. Sus sermones, en los que ataca a las grandes familias, así como al clero por su ignorancia y sumisión a los poderosos («Savonarola no deja a nadie sin reprimenda», dice Forte Monge), de estilo rudo y sin concesiones retóricas, no conectan con la gente. Los propios dominicos lo apartan y deambula por varias ciudades hasta que vuelve a Florencia en 1490, llamado por Lorenzo el Magnífico, al que ha animado Pico della Mirandola. (Pico fue el «más querido amigo» del fraile, al decir de un biógrafo de este. En La simplicidad de la vida cristiana, Savonarola califica al humanista de «hombre de singular ingenio y doctrina». En una estupenda novela de hace diez años, El impresor de Venecia, su autor, Javier Azpeitia, presenta en una excelente y descacharrante escena —pags. 94-112— a un enloquecido Pico della Mirandola que evoca a un joven Girolamo).

El fraile entonces se vuelve popular e influyente. Llega a prior de San Marcos. No renuncia a sus ideas, pero predica de otro modo: actuando, interpretando, recreando conversaciones que ha tenido con Dios. Y, con tonos apocalípticos, aparece como un profeta antiguo que legitima o deslegitima políticas y personajes, explica Jorge del Palacio. Se siente un nuevo Moisés, curiosamente la figura de profeta armado que Maquiavelo contrapone a la de Savonarola.

El cénit de Savonarola

La invasión de Italia por Carlos VIII de Francia en 1494 va a propiciar la coyuntura que le lance definitivamente al primer plano de la política florentina. Los Médici (el cabeza de la familia en ese momento es Piero, hijo de Lorenzo el Magnífico, fallecido en el 92) son expulsados. En el vacío de poder emerge Savonarola como profeta y político. Forma parte de la embajada enviada a negociar con Carlos VIII, con el que establece una buena relación, y el éxito de la embajada aumenta su prestigio. Ese papel hará que, en el siglo XIX, aparezca como un protopatriota por los liberales que harán la unificación de Italia (de modo parecido, los liberales españoles reivindicaron a los comuneros). El periodo 1495-1497 marca el cénit de Savonarola. Su papel es religioso y político. De un lado, impulsa una reforma constitucional que amplía el demos político de Florencia, buscando un sistema más popular. De otro, una reforma moral, de regeneración, que desembocará en la hoguera de las vanidades de 1497.

Ambas son dos caras de una misma moneda, pues Savonarola consideraba que la sociedad debía regirse por principios religiosos cristianos y pensó sobre los mecanismos constitucionales que permitirían establecer la mejor sociedad. Señala a Florencia como la ciudad elegida por Dios como nueva Jerusalén (ya existía el mito de Florencia como depositaria de la virtud de los romanos; distinguida además por su grandeza cultural). Savonarola se apropia de ese mito y lo ensancha. Para ser la nueva Jerusalén, Florencia debía darse otro sistema político no oligárquico. De ahí surgen sus iniciativas, como el Gran Consejo de la República, la supresión del parlamento —una vía extraordinaria de toma de decisiones que favorecía a los Médici— o el derecho de apelación al Gran Consejo, una forma de que prevaleciera la justicia popular sobre la oligárquica.

En su Tratado sobre la república de Florencia (Savonarola fue el autor más publicado en su tiempo) caracteriza al tirano como el que se esfuerza en hacer desaparecer de la ciudad el verdadero culto de Cristo, el que erosiona los fundamentos cristianos de la ciudad. En esa definición de tirano se transparenta la figura de Lorenzo el Magnífico, al que culpa de haber alejado de Dios a su comunidad.

Numerosos enemigos

La otra pata de su buen gobierno era la moral. La reforma de las costumbres, su proyecto de recristianización de Florencia, desembocó en la famosa hoguera de las vanidades, en la que, al parecer, entre joyas, vestidos y otras muestras del lujo y la vanidad, ardieron algunos cuadros del mismísimo Boticelli (Vasari, en sus Vidas, presenta al pintor «obsesionado con la secta, dedicándose continuamente a hacer el piagnone», nombre que recibían los seguidores del fraile: llorones).

Si las reformas políticas le granjearon la oposición de los patricios, las de tipo moral le enfrentaron a los jóvenes libertinos; «jóvenes ricos, decididos, bravos y turbulentos [que] se reunieron formando una pandilla llamada de los “compagnacci” (amigotes)… que frecuentemente se reunían a cenar y a conspirar», escribe Guicciardini. A ambas se unió la del propio papa Alejandro VI, que lo excomulgó en mayo de 1497. Sospechoso de herejía por sus profecías y adivinaciones, se le prohíbe predicar. Obedeció durante unos meses, en los que se dedicó a escribir. Pero en febrero del 98, desobedeciendo al papa, vuelve a los sermones. Apresado por las fuerzas del orden de la Señoría, es sometido a un triple proceso judicial, un proceso «unilateral, sumarísimo y cruel», al decir del dominico Álvaro Huerga, que, como historiador, se ha ocupado de Savonarola. Condenado por herejía, cisma, desobediencia al papa y delitos contra la república de Florencia, es ahorcado y quemado. En ese momento, dice Jorge del Palacio, comienza su mito. Mito que sigue vivo en buena medida por lo contradictorio del personaje. Entre sus detractores destaca el italiano Franco Cordero, autor de una extensa biografía en cuatro volúmenes.

El profeta desarmado, «arquetipo de un integrismo racionalizado» (Forte Monge), dejó en La simplicidad de la vida cristiana un compendio de lo que venía predicando; en esencia, una defensa, apoyada más en la razón natural que en las Escrituras, de que dicha vida promete la máxima felicidad en este y el otro mundo. Y no es difícil ver en el libro un germen de la hoguera de las vanidades, ya que defiende que la rectitud está íntimamente unidad a la simplicidad de corazón, la cual, a su vez, no puede prescindir de la simplicidad exterior; y esta implica la renuncia de lo superficial.

Al interés del libro para quien quiera acercarse a tan controvertida figura se añade la minuciosa introducción del autor de la edición, que sitúa magníficamente a Savonarola en su contexto histórico y doctrinal, y de la que también nos hemos servido para este artículo.


La foto que encabeza el artículo muestra la estatua de Savonarola en su ciudad natal de Ferrara. Autor: Gianni Careddu. CC Wikimedia Commons.