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EL CINE, ARTE RABIOSAMENTE CONTEMPORÁNEO

Cuando un motivo literario, pictórico, escultórico o musical se reproduce una y otra vez, a lo largo de las décadas y los siglos, idénticamente o con variaciones más o menos sustanciales, estamos en presencia de algo que nos está abriendo las puertas a la comprensión (afectiva o intelectual) de algún universal humano. Amor, odio, muerte o vida, dolor y sufrimiento, razón y voluntad, verdad y mentira, esperanza o desesperación.

En el arte cinematográfico esta constante se verifica quizá en mayor medida. Probablemente en razón de su naturaleza híbrida, que resulta de la combinación de varias artes, pero también de su fuerte dependencia de los rendimientos comerciales —en los que la experimentación y el riesgo tienen márgenes mucho más estrechos—, el cine versiona, repite y reproduce los motivos principales que definieron su registro narrativo.

A la vez, precisamente por su configuración tecnológica, el cine es el arte contemporáneo por excelencia. Ningún otro arte (ni de los antiguos, ni de los modernos, posibilitados por las nuevas tecnologías) puede compararse a su capacidad para reproducir el espíritu de los tiempos y el alma de la realidad actual: imagen, sonido, realismo en la reproducción y movimiento. En este sentido, quien se interesa por el cine se interesa —a través de un medio excepcionalmente fiel— por nuestros agitados tiempos.

Los clásicos del cine son los motivos principales de nuestra época. Es significativo que por esa razón proliferen versiones y remakes de viejos clásicos, secuelas, precuelas, muchas veces motivadas por los éxitos previos de taquilla y muchas otras por las limitaciones de la creatividad de escritores y guionistas.

En el universo cinematográfico, un motivo se repite y reproduce cada vez con mayor frecuencia y variaciones: el vampirismo. Desde los primeros tiempos, con el Nosferatu de Murnau, las cintas de vampiros nunca han dejado de estar, pero en los últimos años su proliferación ha sido verdaderamente espectacular.

Es notoria la cantidad de filmes sobre vampiros aparecidos recientemente. Bram Stoker’s Dracula, Daybreakers,Let me in, Entrevista con el Vampiro, John Carpenter’s Vampires, Fright Nights, Till Moon to Dawn, Vampire, las muy exitosas sagas de Blade, Underworld y Twilight, Van Helsing, 40 Days of Night, I am Legend, Being Human, Love Bites, The Lost Boys, Dark Shadows. En las series, son notorios los éxitos de Vampire Diaries y True Blood. La lista no es en absoluto exhaustiva y se extendería hasta el infinito si agregáramos las producciones que no salen de las usinas de Hollywood.

Es claro que, tal como se plantea en la mayoría de los casos (las variaciones son innumerables), el tema del vampiro permite explorar una enorme variedad de universales humanos: la compleja y variada relación entre el gozo y el sufrimiento (desde la radical contraposición a la identificación); la inmortalidad en un mundo de mortales; los vínculos entre la belleza, la seducción, la virtud y el amor; entre el amor y el dominio, el amor y la libertad; el amor imposible y el no correspondido; la abnegación; el amor más allá de la muerte; las sociedades secretas, la incomprensión y persecución del mundo; la rebelión del individuo contra su condición física o moral. Esta lista tampoco es exhaustiva.

Adicionalmente, el vampirismo adquiere un significado muy especial en el marco cultural del cristianismo. ¿Cómo no ver en la práctica vampírica una mutación, una degradación, una elaboración estetizante o una inversión simbólica del sacramento de la comunión? Todo esto nos parece indiscutible. Pero aquí nos interesa particularmente explorar qué tipo de rasgos de la cultura contemporánea puede estar mostrando la temática de los vampiros. ¿Qué características de nuestro propio tiempo vemos en ella?

TERROR Y DOLOR

Es de por sí notorio que uno de los géneros más populares del cine actual sea el de terror. Entendemos por terror el estado o actitud de intenso rechazo o repulsión ante una amenaza contra la propia vida o la de los demás. El terror se incrementa cuando la causa o naturaleza de esa amenaza es desconocida o imprevista, que es la modalidad que explota el terror cinematográfico.

Pero ¿por qué florece un género cinematográfico como el de terror en una época caracterizada acertadamente por Ernest Jünger en Sobre el dolor (un diagnóstico que ha resultado mucho más acertado de lo que él pensaba) como de eliminación o supresión del dolor? Quizá porque sencillamente no puede suprimirse, y se presenta de formas alternativas, por ejemplo, en el plano de las representaciones artísticas y la cultura popular.

No hay, sin embargo, exigencias más ciertas que las que el dolor hace a la vida. En los sitios donde se ahorra en dolor el equilibrio se restablece de conformidad con las leyes de una economía enteramente precisa; y puede decirse, introduciendo una pequeña variación en una conocida frase, que existe una «astucia del dolor» que alcanza sus objetivos por todas las vías. De ahí que, al ver ante nuestros ojos una situación de amplio bienestar, nos sea lícito preguntar sin más dónde se halla el sitio en que se soportan las cargas. Por lo regular, no habremos de ir muy lejos para descubrir la pista del dolor; así es como encontramos que tampoco aquí, en pleno disfrute de la seguridad, se halla completamente liberada del dolor la persona singular.

Una respuesta complementaria a la de Jünger, en absoluto opuesta o contradictoria, como pudiera suponerse a partir del dispar origen de los autores, puede encontrarse en las tesis de otro centroeuropeo, el húngaro Imre Kertész, quien en Un instante de silencio en el paredón. El holocausto como cultura establece una serie de vinculaciones que horrorizarían a cualquier pensador de la political correctness:

Da la impresión de que el ser humano ya no vive su propio destino en la tierra y que de este modo ha perdido el derecho, ganado a base de sufrimientos, de repetir las palabras de Edipo rey: «A pesar de todo, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me susurran que todo está bien…», o de que también se refiera a él la frase de la Escritura: «Y murió Job anciano y colmado de días». Todo lo contrario: mientras provoca dolores y sufrimientos terribles e incomprensibles a los otros y a sí mismo, imagina el hombre de nuestra época que los valores únicos y verdaderamente indiscutibles se encuentran en una vida libre de sufrimiento. Ya que una vida exenta de sufrimiento se desprende al mismo tiempo de la realidad, podemos preguntar con Hermann Broch: «¿Hay aún realidad en esta vida desfigurada? ¿Y hay aún vida en esta realidad hipertrófica?». Por tanto, al igual que la alegría (para no mencionar aquí la felicidad), el sufrimiento también adopta en nuestra época las formas más retorcidas y estériles: es expulsado al escenario de las matanzas, los lager o los cuartos destinados a los interrogatorios de la policía secreta y, en las sociedades más afortunadas, a las cintas de celuloide de las películas pornográficas sadomasoquistas. No hace mucho, en cambio, el sufrimiento —o sea, vivir y padecer el destino humano— era considerado la fuente más profunda del saber, sin la cual no podía concebirse la creación y ninguna obra humana podía hacerse realidad.

Por los grados de refinamiento (estoy pensando en las cintas de origen asiático, sobre todo japonés), así como también por la insoportable explicitud de las escenas de mutilación y masacres (me refiero a la subvariante conocida como gore, de la cual la muy popular saga Hostal de Eli Roth o Seed de Uwe Böll son ejemplos elocuentes) es difícil no asociar a las películas de terror con la pornografía sadomasoquista.

No habría contemplación recreativa posible si las escenas mostradas no generaran cierto placer o gozo. ¿Quién puede entretenerse con algo que ofende o desagrada? Jünger de nuevo: «El aburrimiento no es otra cosa que la disolución del dolor en el tiempo».

Siguiendo las afirmaciones de Kertész el cine de terror es una forma de dolor neutralizado, tanto en su incidencia personal (en definitiva, se observa el sufrimiento de otros) como así también en su potencial pedagógico. Es un dolor que no enseña, estéril, meramente recreativo. Otra vez Jünger, en relación con el cine: «Casi parece que el ser humano posee un afán de crear un espacio en el que resulte posible considerar el dolor como una ilusión, y ello en un sentido enteramente distinto que hasta hace poco tiempo».

El dolor siempre vuelve, aun trasuntado de espectáculo de entretenimiento, esta vez neutralizado en sus efectos benéficos. No es casual que estos filmes de terror sean principalmente producidos en países de altos niveles de seguridad y anestesia: Japón, Europa central y septentrional, Estados Unidos.

EL CANON VAMPÍRICO

El cine de terror es por tanto una elocuente manifestación de la contemporaneidad, al menos en lo que hace a su actitud frente al dolor. Pero la pregunta sigue en pie: ¿por qué estamos rodeados de vampiros? Un poco más acá de los universales humanos a los que alude (y de los que hemos hecho una pequeña lista), el vampirismo podría estar describiéndonos una característica específica de nuestra cultura.

Las variaciones sobre el tema son infinitas, y por eso es preciso reconstruir un canon vampírico que aparece en casi todas sus versiones. Un vampiro es un ser que se alimenta de sangre humana. Esta condición le ha sido dada por una especie de contagio al ser víctima de otro vampiro. Las víctimas experimentan un extraño e irresistible placer y fascinación al ser atacadas por ellos.

El vampiro como tal ha dejado de ser humano, y además se encuentra en una especie de limbo entre la vida propiamente dicha y la muerte (es lo que se llama un no-muerto, en inglés undead), lo que lo convierte en inmortal.

En virtud de tal condición, solo es posible eliminarlo con métodos especiales: el más común es una estaca en el corazón. En virtud de sus rigurosos hábitos nocturnos la exposición a la luz solar (la luz de los seres vivos) también les es fatal. Existen objetos o elementos que producen su rechazo y eventualmente su huida: los crucifijos, el ajo, el agua bendita.

Originariamente, los vampiros son seres solitarios que se ocultan en criptas de castillos medievales situados en valles remotos, o también (modernamente) en mansiones, sótanos y depósitos de las grandes metrópolis. Les resulta imposible establecer relaciones personales con quienes consideran alimento (y el derivado placer que obtienen de ello).

Por otra parte, en la medida en que la condición de vampiro se adquiere pero no es hereditaria, tampoco tiene demasiado sentido que, en su carácter de depredadores, desarrollen hábitos cooperativos entre sí para obtener presas. El vampiro clásico es el rotundo mentís a las fantasías de Kant en torno a un pueblo de demonios: es una contradicción en los términos.

HUMANIDAD, INHUMANIDAD, SUPERHUMANIDAD

Anota Antonio Pérez Fonticoba que los monstruos de nuestra época han dejado de tener la condición de alteridad radical, que los hacía creación de los dioses o caprichos de la naturaleza. Nuestros monstruos tienen una condición humana, según dice el autor citado, por efecto continuo y retardado del cristianismo, que encuentra el origen del mal en el corazón del hombre. Así, más allá de los rescates ocasionales de los bestiarios veterotestamentarios y paganos, el monstruo es —esencialmente— el prójimo, un prójimo.

Pero la condición humana del vampiro no es plena: ha dejado de ser un hombre. Su condición de no-humano es adquirida. Ha sufrido una alienación radical, en cierto sentido irreversible. Este asunto nos lleva a preguntarnos, entonces, por la naturaleza propia del vampiro. Aristóteles explica que los seres que no viven en sociedad eran o dioses o animales, pero no hombres. ¿Dónde ponerlos, entonces?

Los vampiros practican una forma específica de antropofagia. En su caso se trata de una necesidad vital (no de una práctica cultual), y por tanto entra en la categoría de práctica tabú para la mayoría de las culturas. La antropofagia del vampiro tiene características muy particulares.

En primer lugar, podría no considerarse estrictamente canibalismo (práctica de comer congéneres), puesto que el vampiro ha dejado de ser humano y por tanto se alimenta de seres de otra especie. Pero la inhumanidad del vampiro no es absoluta: en realidad parecería tratarse de una post humanidad o más aún, de una cierta superhumanidad (como veremos más adelante) que no puede abandonar referencialmente su condición humana.

En este sentido, Santiago Gelonch advierte que las versiones literarias y cinematográficas más recientes del vampiro han ganado en humanidad, asumiendo conflictos y problemas propiamente humanos. La versión contemporánea del vampiro admite la posibilidad del dilema ético, del conflicto entre condición natural e imperativo moral: también hay vampiros buenos.

Esta humanización progresiva del vampiro es altamente riesgosa para la supervivencia del género: suprimir su inhumanidad es liquidar el arquetipo. La inflación y diversificación del género (a partir de la inclusión de problemáticas humanas) probablemente estaría precipitando su declinación.

En segundo lugar su antropofagia es altamente simbólica, puesto que solo se alimenta de sangre, el fluido vital por antonomasia, y lo hace de organismos vivos. El vampiro trata a los hombres en términos de una instrumentalidad radical, destructiva: son alimento.

En virtud de su humanidad problemática, la antropofagia del vampiro es la negación expresa del imperativo categórico que se halla en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Immanuel Kant: «Obra de forma que trates siempre a la humanidad de tu persona y en la de los otros como un fin y nunca como un simple medio».

Pero el rasgo que nos interesa particularmente es que el vampirismo es una práctica inducida, es decir, no es «natural» ni determinada por «necesidades naturales». Al adquirir la condición de vampiro se cambia de dieta básica. En adelante, consume sangre humana.

Tal aspecto tiene una interesante similitud con la observación de John Kenneth Galbraith en torno al sistema de generación de necesidades y de deseos, formado por la publicidad y el marketing y destinado a sostener el paradigma productivista de las economías contemporáneas (La sociedad opulenta). Los hábitos de consumo aparecen no como formas superfluas de adquisición y uso, sino como necesidades que es imperioso satisfacer.

En la medida en que estas necesidades no son reductibles a requerimientos naturales para la supervivencia o el desenvolvimiento razonable, se presentan como exigencias de otro tipo: confort, estatus, modernización. Para el vampiro, en cambio, la sangre humana es una necesidad totalmente adquirida pero vital, no puede prescindir de ella: la generación de una demanda de esta índole es el ideal de los sistemas de creación de necesidades y deseos.

SED DE SANGRE

El concepto de alienación, ya adelantado, aproxima al vampiro a lo que podríamos llamar el argumento humanista del pensamiento marxiano.

Conviene apartarnos para el caso del tradicional cliché del imaginario de la cultura de izquierdas, en torno al burgués como vampiro despiadado y chupasangre. El símil es mucho más complejo de lo que puede tolerar una imagen o un texto destinado a la propaganda.

En sus Manuscritos económico-filosóficos el joven Karl Marx sostiene que el comunismo equivale al fin del autoextrañamiento del hombre, a la apropiación real de la esencia humana para sí mismo. Y establece una explícita relación de equivalencia entre el comunismo, la humanidad y la naturaleza.

Más adelante reformula la esencial inhumanidad de la clase explotadora, la burguesía. El burgués es la negación de lo humano, y en consecuencia, el obrero —la clase obrera— resume en sí la humanidad. La clase obrera representa con su lucha la verdadera causa de la humanidad.

Buen conocedor de Aristóteles, sabe que el hombre es un zoon politikon, ser «social»: «La sociedad ya no puede vivir bajo su dominación [de la burguesía]; lo que equivale a decir que la existencia de la burguesía es, en lo sucesivo, incompatible con la sociedad», puede leerse en el Manifiesto del Partido Comunista.

La condición antisocial de la burguesía la despoja de toda humanidad. Esta idea de inhumanidad es reforzada en las versiones más modernas del vampirismo con argumentos biológicos sobre mutaciones genéticas o variaciones cromosómicas.

El burgués solo puede recuperar su condición humana en la medida en que pierde su condición de clase dominante. En el caso del vampiro la condición humana se recobra al morir, es decir, al abandonar el estado de no-muerto. Tanto para el burgués como para el vampiro, la recuperación de la condición humana opera como una aniquilación pero también como una liberación.

EL PLACER DE LAS VÍCTIMAS

Pero esta particular relación con los humanos no genera en ellos, como podría suponerse, un odio de clase, de género o de estamento ante el opresor, ante la instrumentalización radical de la que son objeto. Más allá de la conocida dialéctica entre amos y esclavos, existe en las víctimas un intenso placer derivado del sometimiento a un vampiro.

No se nos escapan las connotaciones eróticas del tema, pero nos interesa apuntar a otro asunto: la víctima estrictamente no sufre el ataque del vampiro, sino que lo disfruta. En las sociedades de consumo gozan tanto los explotadores (quienes crean las necesidades y las satisfacen) como los explotados (las víctimas de la imposición de hábitos de consumo).

Como sostuviera Franco Rodano en Cristianesimo e società opulenta, todos gozan de la explotación de todos. Solo es posible advertir la monstruosidad del vampirismo (y combatirlo) si uno se sitúa fuera del alcance de su seductor influjo: en términos de mercado, si se sustrae al juego de la oferta y la demanda de las necesidades artificialmente inducidas.

Las similitudes con la sociedad de consumo nos permiten indagar acerca de la inmortalidad del vampiro. ¿Qué sentido tiene esta vida después de la vida, a la que no obstante, no se puede llamar muerte?

Alejada del concepto clásico de inmortalidad (la supervivencia de la persona a través de su obra) y también del cristiano (una vida plena ultraterrena, definitiva, dedicada a la visión beatífica; o un castigo interminable que consiste sobre todo en la privación de esa visión), la inmortalidad del vampiro solo parece tener sentido en el placer que se deriva de la alimentación de la sangre humana.

El vampiro solo parece vivir para alimentarse: no le es dado aspirar a ningún otro tipo de ocupación o de placer. Fuera de su esfera de interés (primario, al menos) se halla la contemplación artística o filosófica, que ha sido considerada desde tiempos remotos la actividad más elevada a la que puede acceder el ser humano.

La presunta superhumanidad del vampiro se muestra sorprendentemente feble y degradada en este aspecto. La alimentación de sangre humana no es un medio para algún tipo de vida superior: es un fin en sí mismo. Todo refinamiento aristocrático (que es el modo habitual de presentar la condición social del vampiro) queda automáticamente barrida: se trata de satisfacer necesidades primarias.

El vampiro vive para beber sangre, para consumir una sustancia. Es la otra condición ideal de toda campaña de marketing o publicidad: generar una necesidad, susceptible de ser satisfecha regularmente por algún bien material pero que se renueve constantemente. Un consumo sin fin.

VAMPIROS: POLÍTICA, SOCIEDAD, ECONOMÍA

En su forma original —tal como se ha explicado— el vampiro tiene una condición esencialmente antisocial. No obstante, en el marco de las numerosas variaciones narrativas sobre el tema, se ha planteado la posibilidad de una sociedad de vampiros. Casi siempre se trata de sociedades secretas, clandestinas, que operan ocultamente y fuera de la vista y la atención de los humanos. No podría ser de otra forma. Estas sociedades tienen dos particularidades que vale la pena señalar.

Por un lado, los vampiros de rango superior poseen un dominio tiránico, completo, sobre los inferiores. No hay imperio político, solo despótico. No hay posibilidad de disenso, y la disidencia es castigada con la eliminación. Tampoco hay tratamiento piadoso o compasivo para con las víctimas. Los reyes vampiros son crueles con sus súbditos y con sus enemigos.

En este sentido, las sociedades de vampiros parecen oponerse a nuestros estándares democráticos y liberales. No obstante, en otros aspectos, las suyas y las nuestras se parecen bastante. Las sociedades de vampiros son precisamente eso: sociedades o asociaciones, es decir grupos definidos por intereses coincidentes o convergentes.

No hay vínculos comunitarios aquí, grupos que otorguen sentido a la vida de sus integrantes, que los eduquen (no hay descendencia), ni que los integren afectivamente, que les provean un universo conceptual, práctico y simbólico que les permita vivir con cierta plenitud. Los vampiros no forman familias, no son comunidades políticas ni tampoco iglesias.

Su estructura interpersonal se asemeja al vínculo sobre el que se funda la modernidad avanzada y su economía capitalista. Las sociedades de vampiros son asociaciones de consumidores, parecidas a veces a ciertas organizaciones financieras. Su condición grupal está definida por la satisfacción de intereses: en la medida en que esta no se verifica, la sociedad se disuelve. Aunque los vampiros poderosos difícilmente toleren algo así: el capitalismo es compatible con las formas políticas autoritarias (aunque al final lo que más le conviene es la democracia).

En tanto y en cuanto los humanos mantienen cierto poder de disuasión, los vampiros están obligados a la clandestinidad. Eso les impide generar una estructura económica que les permita satisfacer regularmente sus necesidades, sin sufrir escasez o caídas en la oferta.

Por lo que se puede ver, la economía vampírica es una economía depredadora, de explotación, que no puede generar sus propios recursos, mantenerlos ni renovarlos. En alguna variante reciente (Daybreakers), los vampiros organizan un farming de humanos. Pero eso probablemente no resolvería el problema, si se ajusta estrictamente al canon narrativo, porque cada humano que es víctima de un vampiro se convierte, a su vez, en un vampiro.

El principio de la escasez formulado por David Ricardo, en torno a un crecimiento aritmético de los recursos, insuficiente para satisfacer las necesidades de una población que crece en proporciones geométricas recibe una confirmación inesperada: no solamente los «recursos» se transforman en consumidores (los consumidores se convierten en esa nueva categoría conocida como prosumidores: productores-consumidores) sino que además ¡son inmortales!

Aunque también es cierto que dada su perversidad intrínseca, no sería extraño que implementaran políticas drásticas de «control de población». La idea de la sociedad de vampiros como núcleo formado a partir de intereses concurrentes facilitaría las cosas.

EXPLOTADORES Y PROLETARIOS DEL BESTIARIO CONTEMPORÁNEO

Pero los vampiros no son los únicos señores en el mundo de los demonios de las sociedades del siglo xxi. Mutantes, animales antediluvianos, monstruos de laboratorio, alienígenas y hombres lobo parecen haber desaparecido o su estela se ha apagado.

Quienes comparten cartel con los vampiros también fueron humanos y han dejado de serlo. También poseen una condición vital que los sitúa entre la vida plena, propiamente dicha, y la muerte. Son, asimismo, no-muertos, o más bien, muertos reanimados a cierto tipo de vida.

Las producciones cinematográficas y televisivas no han hecho más que aumentar: Zombieland, Dawn of the Dead, Diary of the Dead, 28 Days After, Quarantine, Quarantine II Terminal, Land of the Dead, House of the Dead, George Romeros’ Zombies, Doom, Survival of the Dead, la saga Resident Evil, The Living Dead, The Zombie Diaries, The Hills Have Eyes.

A la superhumanidad —ciertamente problemática, como hemos visto— de los vampiros se contrapone la infrahumanidad indiscutible de los zombis. La seducción y el refinamiento de los primeros contrasta con la repugnancia y la repulsión a la que mueven los segundos.

No hay nada atractivo en un zombi: un cadáver en descomposición en busca de carne humana, con las facultades mentales disminuidas, reducidas al desplazamiento y el ataque en masa a las víctimas. No es un dato menor —como advierte Leonardo Martínez— el hecho de que el origen cinematográfico de los zombis se encuentre en filmes conocidos como de clase B, es decir producciones de bajo presupuesto.

Otro elemento que vincula a zombis y vampiros son los hábitos antropofágicos. En el caso del zombi este consumo está desprovisto de todo refinamiento: la preferencia por cerebros, que aparece en algunas películas antiguas, se amplía actualmente al conjunto de la anatomía humana. El zombi consume carne humana como lo haría cualquier carnívoro o carroñero.

Su sociabilidad es básica, apenas gregaria: constituyen masas que se desplazan en bloque en busca de víctimas. No hay vida de relación en el zombi. O mejor dicho, hay solo una relación posible: la de la víctima. Tanto el zombi como el vampiro desarrollan una actividad excluyente: el consumo. En el caso del zombi, su tipo de consumo excluye tácticas de atracción o estrategias de seducción. Es por otra parte un consumo no selectivo.

Las masas zombis se parecen llamativamente a las masas de consumidores atraídas por las estrategias de publicidad igualmente masivas que inundan los medios de comunicación y entretenimiento. Mientras que el vampiro es un consumidor de productos de alto valor agregado (mujeres hermosas, básicamente), el zombi pertenece a otro target: es el comprador masivo e indiscriminado de necesidades inducidas.

No hay apetito de destrucción indiscriminada, afán de venganza, instinto asesino, esclavización o manipulación ni sacrificios humanos para deidades malignas, como otros demonios creados por la fantasía humana: solo consumo, nada más que eso. Los zombis son el proletariado, la clase obrera del bestiario contemporáneo.

Al igual que los vampiros, la inhumanidad completa del zombi parece estar flaqueando. El ritmo de la industria del espectáculo es trepidante y ya se han iniciado procesos de sofisticación en las tramas y los argumentos sobre los zombis, con el consiguiente efecto de humanización progresiva, que se ve desde hace rato en los filmes sobre vampiros: es el caso de la serie británica In the Flesh, que adopta el punto de vista de los afectados por el Partially Deceased Syndrome («Síndrome de Deceso Parcial»).

Zombis y vampiros, no obstante, coinciden en el más preciado y atractivo objeto a la que pueda aspirar una sociedad de consumo: los propios humanos. No hay forma de consumo más radical: es el fin por excelencia, convertido en medio.

LOS VAMPIROS ESTÁN EN TODAS PARTES

El vampiro ilustra con particular riqueza significativa y simbólica el tipo humano de las sociedades de consumo, de las sociedades opulentas de hoy. La inhumanidad del vampiro es el espejo de la inhumanidad de las sociedades actuales. En su inhumanidad los vampiros encarnan una cierta humanidad contemporánea. Con los zombis sucede algo similar.

Resulta sorprendente, por tanto, que con su enorme poder metafórico y de evocación, no haya muchas más películas sobre vampiros. En una entrevista titulada Los dispositivos de incitación del mercado liberan al sujeto perverso, Dany-Robert Dufour ha explorado las transformaciones morales que derivan de la acción de los dispositivos de mercado: su efecto es potenciar la perversidad de los sujetos.

Ya no estamos en el mundo de las neurosis de Freud, en el cual existía el padre que reprimía (represión que luego salía por otro lado de otra manera). Hoy, no existe instancia represora, por eso se nos incita a que nos apoderemos de un máximo de objetos. Hoy se pasa de un funcionamiento neurótico a uno perverso y si en este último funcionamiento las cosas no van bien, lo que les queda a aquellos que no logran triunfar en la instrumentación del Otro, es la melancolía y la depresión.

Quizá no sea posible encontrar una metáfora más perfecta para retratar la contemporaneidad que el vampiro, al encarnar el non plus ultra de la perversidad. En las películas y las series contemplamos pasmados sus sutiles artes de seducción, sus afanes y sus conflictos. Vemos una y otra vez una misma historia contada de mil formas diferentes.

En realidad, lo que estamos observando son retratos de nosotros mismos, como víctimas y como victimarios. Las películas de vampiros tienen similar atractivo de mirar, en solitario, esas viejas y nuevas fotografías en las que aparece nuestra imagen.

Para el amigo Luis José, cinéfilo voraz y ecuménico,

incondicional de las comedias musicales,

que me ayudó a pensar (pacientemente)

esta desorbitada explicación.

Profesor en la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina)