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Me temo que cuando afirmamos que “los buenos libros siempre acaban volviendo” estamos desempolvando una buena dosis de eso que hace años todo el mundo llamaba ‘wishful thinking’, pues, en efecto, parece más un anhelo que una certeza, aunque, felizmente, a menudo se cumple. Un estupendo ejemplo de esto es el que acaba de brindarnos una nueva editorial madrileña de nombre curioso y osado, La Umbría y la Solana, que, de la mano del poeta y ensayista Enrique Andrés Ruiz, director de su “Colección Abierta”, se ha atrevido a exhumar un libro que sólo apareció una única (y muy defectuosa) vez, allá por 1956: Karla y otras sombras, de Luys Santa Marina.

Es imposible hablar de aquel escritor sin hablar enseguida de Falange Española, pues la joseantoniana es la única religión que, desde el mismo 1933, profesó con verdadero fervor, pero ese hermoso libro, tan limpio de ideología, permite sortear las escaramuzas de las convicciones sociopolíticas para centrarse en la poesía, en la memoria, en cierta nostalgia ya otoñal casi incompatible con la acción violenta de la juventud, con la experiencia de la cárcel (Santa Marina sobrevivió a tres condenas a muerte entre 1936 y 1939), con la decepción de una “Victoria” que, para muchos de los que la forjaron, no lo sería tanto.

El tono del libro es el de la mejor literatura de esa estirpe, vocacionalmente sencillo, sin pedanterías ni complicaciones, con buena prosa y léxico sabroso, y en el que el autor aparenta compartir todavía el asombro con el que el niño que fue observó todo lo que, recreado, leemos aquí. El punto de vista es postizo, pero el sentimiento no, porque éste no se puede fingir, o al menos no puede engañar a ningún buen lector. Quien en su juventud escribiera libros de exaltación de la guerra o poemas de trinchera o artículos realmente iracundos se veía de repente conmovido ante el sufrimiento de un animal, o comprensivo ante los llamativos comportamientos de gentes extravagantes o desnudo ante un paisaje ya interiorizado y lleno de símbolos privados. La historia de Pelagia y Fructuoso, matrimonio mal avenido, debería figurar en cualquier antología de la prosa española de los 50, así como las aventuras de los indianos, siempre llenas de silencios, o las cartas de un amor herido por imposible. La primera y única edición apareció no sólo infestada de erratas sino de errores: páginas traspapeladas que hacían imposible o absurda la lectura seguida, líneas saltarinas, incoherencias… Hacía falta que un buen editor aseara el libro y, con sesenta años de retraso, Santa Marina ha encontrado en Enrique Andrés Ruiz su mejor cómplice literario, un reparador que además ha escrito una presentación magnífica, llena de sugerencias.Al final de su obra, que no al final de su vida (Santa Marina murió en 1980, pero dejó de publicar en 1959, desengañado también de eso), el novelista, poeta, biógrafo y periodista de Colindres volvió los ojos hacia su Cantabria natal (a la que no regresaba desde 1925, cuando se instaló en una Barcelona que ya sólo abandonaría para peregrinar por cárceles durante los años trágicos) y ofreció tres libros distintos pero complementarios que recuerdan mucho a La vida nueva de Pedrito de Andía o a las Pequeñas memorias de Tarín, de su camarada Rafael Sánchez Mazas, en lo que tenían de recreación lírica de una infancia norteña, acomodada, melancólica, indagadora y bien alimentada. Perdida Arcadia (1952) fue lo que más estrictamente puede considerarse un libro de memorias, aparte del más hermoso título de su bibliografía, mientras que este Karla y otras sombras y Ada y Gabrielle (1959) son piezas de ficción pero atravesadas también por el recuerdo, por la evocación de familiares o personajes estrafalarios de su infancia, gentes con secretos que arrastraron enigmas desde su Alemania o su Noruega natal hasta las playas de Laredo.

El tono del libro es el de la mejor literatura de esa estirpe, vocacionalmente sencillo, sin pedanterías ni complicaciones

Esa ternura que Santa Marina se prohibía en su vida pública (pero que adivinaban amigos como Max Aub, Dionisio Ridruejo, Joan Perucho, Martín de Riquer o Xavier de Salas) se le liberó, con pudor y sin sensiblerías pero con deliberada candidez, con enorme calor, en las páginas de este libro, en buena medida adelantadas en su propio periódico, Solidaridad Nacional, o en revistas barcelonesas de aquellos años.

Reseñando Primavera en Chinchilla, su interesantísimo libro de poemas de 1939, Guillermo Díaz Plaja opinaba que aquellos versos carcelarios tenían ante todo la intención de dejar la vida tal y como está. Para muchos lectores de hoy eso sería un reproche terrible, pero para mí es un envidiable elogio, y es algo que, con mayor razón, se puede aplicar también a esta colección de historias, cuentos de soledad y de chimenea, de silencio y marinas y montañas. La cubierta que el pintor Miguel Galano ha dibujado para la ocasión es, en ese sentido, muy expresiva, y comparte la belleza del texto, su espíritu, su verdad dicha en voz baja, con más amor ya que esperanza.

Juan Marqués (Zaragoza, 1980) es poeta y crítico literario. Ha publicado los poemarios Un tiempo libre (La Veleta, 2008) y Abierto (Pre-Textos, 2010).