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La hazaña secreta se instala dentro de esa corriente llamada “autoficción” y es heredero del auge del diarismo español. El autor escribe de sus trabajos y sus días, pero no renuncia al temple heroico: obsérvese el título. Es justo ese temple el que justifica el género en estos tiempos de uniformidad ideológica. Lo clavó Jünger en una cita que encabeza, muy intencionadamente, el primer diario de José Jiménez Lozano, Los tres cuadernos rojos: “En un momento en que el técnico dirige el Estado y lo modela según su idea, no solamente están amenazadas de supresión las digresiones artísticas y metafísicas, sino también la simple alegría de vivir. Ya ha quedado sobrepasado el tiempo en que resonaba el grito de «la propiedad es un robo». Ahora se considera como un lujo ese carácter propio del individuo que Heráclito llamaba el demonio del hombre. Nuestra lucha por defenderlo y nuestra voluntad de conservarlo es uno de los temas más grandes y más trágicos de nuestro tiempo”. Ismael Grasa hace de todo, incluso de su gusto insistente por la elegancia y las buenas maneras, una forma de resistencia que entronca, de una forma muy evidente, con la nobleza de espíritu.


 

Ismael Grasa: La hazaña secreta. Turner Minor, Madrid, 2018. 95 páginas.


Por otra parte, cada pequeño capitulo se cierra con una cita de prestigio, incluso aunque algunas no vengan directamente a cuento, sino por aproximación o afinidad electiva. ¿Quiere presumir Ismael Grasa de lecturas? En absoluto. Sabe que la finura de espíritu y el saber vivir se aprenden en amena y casi sacra conversación con los grandes clásicos. Sus citas nos citan con la gran literatura. Tengo la sospecha de que él, ante los grandes maestros, se diría lo que el escultor Manolo Hugué: “Lo difícil, lo trágico, es poder sostener una vela de cinco céntimos en la cola de la procesión de los grandes artistas que ha dado la humanidad”. E Ismael Grasa la sostiene, dando luz y hasta calor, y, aunque su libro vale mucho, el volumen nos parece que nos ha costado cinco céntimos, en efecto, por el espléndido negocio que hicimos al comprarlo.

Dice, por ejemplo:

Como escribió en una de sus sentencias el pintor Pepe Cerdá, un día es una cosa muy seria.

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Procura contar en cada estancia con algo por lo que hayan pasado los años o que merezca la pena ser conservado. […] Porque las casas no solo deben ventilarse de vez en cuando abriendo los balcones, sino que parecen exigir también aliviaderos por los que fluyan el tiempo y las generaciones.

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Todo lo que uno hace, en la medida en que está bien hecho, tiene algo de ceremonial.

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Al igual que no pueden ser buenas, las personas demasiado pagadas de sí mismas no pueden ser lúcidas.

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No hay verdadero heroísmo, ni virtud, donde falta el aprecio por la vida.

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Cada uno, en cierto modo, es el presidente de su país.

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El afeitado tiene que ser algo que despierte en un niño, viendo aquello, el deseo de hacerse mayor.

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Un caballero debe procurar no llevar nada encima, porque lo que lleva encima es el mundo.

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La casa bien concebida también educa a quien la habita.

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La belleza de una ciudad, de un territorio, empieza en la habitación de cada uno.

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Si es que nuestro carácter no nos lleva a hacerlo de un modo natural, se ha dar [de vez en cuando] un paseo por la calle con una predisposición clara a saludar.

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Eso que llamado saber estar incluye saber cuándo debe uno no estar.

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Uno no debe tener miedo a parecer superficial o pasado de moda por hacer caso a ciertas normas, porque la superficie es un modo de acceso a lo profundo.

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Las personas más previsibles suelen ser aquellas que menos respeto dicen tener por las convenciones.


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Poeta, crítico literario y traductor.