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En Washington D.C., al final de la cuesta diplomática conocida como Embassy Row, se encuentra el campus de American University. Quizá el nombre más famoso entre los miembros del claustro sea Allan Lichtman, profesor de historia con el mérito de haber acertado —sin utilizar una sola encuesta o método convencional de análisis político— el resultado de todas las elecciones presidenciales celebradas en Estados Unidos, durante las últimas tres décadas, incluida la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton.

Su sistema de predicción, capaz de anticipar el ganador de todas las elecciones presidenciales en Estados Unidos desde 1984, se basa en una serie de trece factores planteados en forma de proposiciones verdaderas o falsas. De acuerdo a esta matriz basada en la historia de todas las batallas presidenciales libradas por la democracia americana desde 1860, la acumulación de seis «falsos» implica que el partido que controla la Casa Blanca perderá las elecciones.

En esencia, el sistema del profesor Lichtman intenta medir la fortaleza y el desempeño de la formación política empeñada en conseguir four more years al frente del Ejecutivo federal. Por ejemplo, la fuerza de terceros partidos es uno de esos indicadores sospechosos. Este año, libertarios, verdes y demás candidatos independientes han conseguido resultados muchísimo más altos que en anteriores ciclos electorales hasta llegar a un 5,4% del voto popular.

Entre los factores de riesgo letal acumulados por el Partido Demócrata, las llaves utilizadas en la predicción del profesor Lichtman han tenido bastante de autopsia: grandes pérdidas en las elecciones legislativas de 2014; su presidente actual ya estaba de salida; unas primarias especialmente reñidas por la nominación presidencial; el segundo mandato de Obama no ha contado con ningún gran cambio o mejora en política doméstica, ni tampoco ningún éxito unificador en el frente de política internacional. Además de su exitoso post mortem, Lichtman sospecha que la presidencia de Trump tiene bastantes papeletas para acabar en un impeachment.

UN POCO DE HISTORIA

Si algo caracteriza al Partido Demócrata de Estados Unidos —producto de un linaje político que se puede trazar hasta finales del siglo XVIII, la figura de Thomas Jefferson y los grandes debates generados por la Constitución de 1787— es que su historia está marcada por una transformación constante. Un proceso en el que la formación simbolizada por un rucio desde el estallido de populismo del presidente Andrew Jackson no ha dejado de representar diversas posiciones y votantes dentro del espectro político americano.

No hay que olvidar que el Partido Demócrata ha defendido la causa de los derechos estatales frente al gobierno federal y sin solución de continuidad también ha respaldado la necesidad de un fuerte gobierno centralizado. Ha sido también, como explican Larry Sabato y Howard Ernst en su Encyclopedia of American Political Parties and Elections, el partido del individualismo fronterizo y de las élites intelectualizadas de la progresía americana. Ha defendido los intereses agrícolas de pequeños granjeros pero también el de la masiva inmigración urbana. Y en el colmo de las contradicciones ante la cuestión racial de Estados Unidos, ha representado a los segregacionistas más reaccionarios del Sur (dixiecrats) y ha estado en la primera fila de la lucha por los derechos civiles.

El patrón oro del Partido Demócrata fue acuñado con la elección del presidente Franklin Delano Roosevelt en 1932, que permitirá superar la larga decadencia sufrida por esa formación tras la Guerra de Secesión y el consiguiente monopolio político logrado por el Partido Republicano (también conocido como GOP, Grand Old Party) y su mártir Abraham Lincoln. Bajo la coalición del New Deal, FDR fue capaz de formar una formidable suma de votantes que explican, junto a las excepcionales circunstancias de la Gran Recesión y la Segunda Guerra Mundial, sus cuatro consecutivas elecciones como presidente de Estados Unidos. Muy por encima del precedente de dos mandatos fijado por George Washington y que tras la era de FDR quedaría limitada a través de la enmienda constitucional número 22 ratificada en 1951.

Esta inestable pero poderosa coalición electoral incluía afroamericanos, judíos, católicos, blancos sureños y trabajadores de los grandes núcleos industriales del Norte. Con la participación también de sindicatos y las efectivas maquinarias políticas clientelares vinculadas sobre todo al Partido Demócrata. Aunque las divisiones empezaran desde la misma sucesión de FDR por parte de Harry Truman. Con una grieta especialmente problemática para los estados sureños al plantearse, tras la Segunda Guerra Mundial, la lucha por la igualdad de derechos para la minoría negra de Estados Unidos.

A pesar de esta erosión gradual y con múltiples frentes, las capacidades de la coalición del New Deal se prolongaron hasta los años sesenta como documenta Jules Witcover en su historia de los demócratas titulada Party of the People. Primero Barry Goldwater y después Richard Nixon empezaron como candidatos presidenciales del Partido Republicano a desarrollar una exitosa estrategia electoral de captación del tradicional voto demócrata. Este esfuerzo empezaría en el Sur de Estados Unidos y culminaría con Ronald Reagan y la efectiva acumulación del voto más tradicional del Partido Demócrata (los llamados Reagan Democrats).

La emergencia de los conservadores cristianos también formará parte de la variable geografía electoral del Partido Demócrata a finales del siglo XX. Aunque en cuestiones económicas, este segmento del electorado tendría que haber permanecido dentro de las filas demócratas, los republicanos fueron capaces de ganar esta batalla dentro de la recurrente guerra cultural que Estados Unidos libra por una hipersensibilidad en torno a valores tradicionales. Esta fase de polarización abrirá las puertas a las dos últimas décadas de la política americana marcadas por un partidismo extremo, con efectos paralizantes en la gestión del gobierno federal.

BOMBA DE NEUTRONES

Entre los méritos electorales reconocidos a Barack Obama figura precisamente el haber creado a nivel presidencial su propia coalición efectiva de votantes, basada sobre todo en pilares fundamentales, como las minorías raciales, los jóvenes (Millennials) y mujeres solteras. Una combinación ganadora dentro del peculiar sistema electoral aplicado en las presidenciales de Estados Unidos (Electoral College, winner takes all, es decir voto indirecto y sin reparto proporcional) que Hillary Clinton no ha sabido recrear con similar efectividad, a pesar de haber ganado el voto popular frente a Donald Trump en los comicios del 8 de noviembre por más de dos millones y medio de sufragios.

El gran problema para los demócratas es que la coalición electoral de Obama solo ha resultado efectiva para él mismo. El analista político John Podhoretz lo explicaba con elocuencia en una columna publicada el pasado 1 de noviembre, una semana antes de la victoria en las urnas de Donald Trump. Según Podhoretz: «La más importante historia política durante los casi ocho años de la Administración Obama es que su presidencia ha lanzado una bomba de neutrones contra su partido. Obama y la estructura política de América se mantienen en pie, pero casi un millar de cargos electos demócratas han sido derrotados».

Los selectivos daños colaterales sufridos por el Partido Demócrata durante la era Obama no han hecho más que multiplicarse, sobre todo a partir del esfuerzo durante el primer mandato del presidente para reformar el disfuncional sistema sanitario de Estados Unidos, que combina unos niveles de gasto fuera de control, terribles injusticias y millones de personas sin cobertura. A partir del Obamacare, los demócratas perdieron el control de la Cámara de Representantes en 2010 y del Senado en 2014.

Con el agravante de que en 2009, los demócratas incluso llegaron a contar con una supermayoría de sesenta escaños en la Cámara Alta requerida para imponer su voluntad sobre los republicanos. Mientras que en la Cámara Baja, durante las sucesivas elecciones de 2010, 2012 y 2014, más de sesenta miembros del Partido Demócrata han perdido sus escaños. Fuera de Washington, estas derrotas son todavía más brutales. Los demócratas han perdido desde 2009 casi un millar de posiciones en las legislaturas estatales, mientras que los republicanos han ganado una docena de puestos de gobernador.

A nivel de los cincuenta estados de la Unión, los resultados de las elecciones del 8 de noviembre han colocado a los demócratas en unos escuálidos niveles de representación, no registrados desde la guerra civil americana (18611865). En una plusmarca —con especial impacto en la cuestión del gerrymandering o el diseño favorable de distritos electorales para la Cámara de Representantes federal— los republicanos ahora controlan 67 de las 98 legislaturas estatales.

Esta abrumadora mayoría del GOP contrasta con 2009, el primer año de la presidencia de Obama, con un balance de fuerzas a nivel estatal que entonces era claramente favorable a los demócratas. La contumaz debacle de los últimos ocho años, sin comparación en la moderna era política de Estados Unidos, también se extiende a las mansiones de los gobernadores. Ahora, Estados Unidos cuenta con 31 gobernadores republicanos, 18 demócratas y un independiente (Bill Walker en la peculiar Alaska).

A la vista de estos resultados, los demócratas se han convertido básicamente en una especie política en vías de extinción en el Sur. De acuerdo a los cálculos de población del grupo conservador Americans for Tax Reform, aproximadamente un 80% de la población americana reside en estados controlados de forma total (25 estados) o parcial (20 estados) por el Partido Republicano. Un mapa dominado por el color rojo que no tiene nada que ver con la tradicional preferencia de los votantes de Estados Unidos por repartir entre demócratas y republicanos el poder político fuera y dentro de Washington.

La conclusión bastante indiscutible es que el Partido Republicano, con votantes que han demostrado una mayor disciplina que los demócratas, ha alcanzado su mayor fortaleza en casi un siglo. Y todo ello a pesar del conflicto interno dentro de las diferentes familias del partido, de la OPA hostil planteada por Donald Trump y todos los análisis sobre una estructura demográfica destinada a convertir al GOP en una reliquia irrelevante para la política de Estados Unidos.

¿Y AHORA QUÉ?

Por supuesto, tratándose de un sistema dominado por dos partidos, la pregunta inevitable es ¿qué futuro le espera a la menguante mitad del bipartidismo en Estados Unidos? Sobre todo, tras el retroceso sufrido durante la era Obama, que habría culminado en el fracaso presidencial de Hillary Clinton. Por mucho empeño demostrado por el establishment del Partido Demócrata para que la ex primera dama obtuviera la nominación presidencial, con la ayuda determinante de los «superdelegados» no electos y la problemática parcialidad demostrada por el Comité Nacional Demócrata bajo la dirección de Debbie Wasserman Schultz.

De cara a la próxima legislatura, la minoría demócrata en el Congreso se enfrenta al reto de cómo plantear un necesario debate de renovación y al mismo tiempo ejercer la oposición a una Administración Trump empeñada en desmontar buena parte del legado legislativo auspiciado por Obama. Las perspectivas y estrategias apuntadas hasta la fecha son diferentes en la Cámara de Representantes y en el Senado. Aunque en ambos casos, el gran debate de fondo pasa por diagnosticar todo lo que no está funcionando en el Partido Demócrata y encontrar soluciones.

Por octava vez, los demócratas en la Cámara Baja han vuelto a elegir como lideresa de su minoría a Nancy Pelosi, veterana diputada por San Francisco con uno de los distritos más a la izquierda y con más dinero del país. En retrospectiva, ella es una de las mujeres con mayor influencia en la política de Estados Unidos. Sin embargo, a sus setenta y seis años y con una agenda política «liberal», en el sentido americano del término, la primera mujer Speaker no encarna precisamente la necesidad de renovación que tiene en estos momentos el Partido Demócrata.

La anticipada selección de Pelosi como House minority leader ilustra más que nada la arrinconada presencia del Partido Demócrata en el mapa electoral de Estados Unidos. Más de un tercio de los escaños ocupados por demócratas en la Cámara de Representantes proviene de los tres grandes estados tradicionalmente más «liberales»: California, Massachusetts y Nueva York. Casi dos tercios representan a distritos de la costa Este y Oeste, es decir las rebanadas de un metafórico emparedado con relleno extra de pastrami republicano.

El previsible respaldo para Pelosi también explica el reto alternativo, tan crítico como fallido, planteado por su compañero Tim Ryan, congresista de cuarenta y tres años procedente del cinturón de herrumbre posindustrial del que forma parte Ohio. Y por tanto, representante de esos estados del Midwest, teóricamente un blue wall demócrata, que en las presidenciales de noviembre se han dejado contagiar por el populismo cabreado de Trump. Según el renovador Ryan, la solución a los problemas del partido no debería pasar por seguir confiando en sus viejos power-brokers.

A juicio del disidente Tim Ryan, que estaría contemplando aspirar al puesto de gobernador de Ohio en 2018, la única forma de reconstruir el Partido Demócrata implica volver a establecerse como el partido de la clase trabajadora. Según sus explicaciones al New York Times, «hemos perdido esa marca y esa es la marca que te permite ganar elecciones». Para una parte de sus compañeros en la Cámara Baja, profundamente frustrados con los resultados obtenidos el 8 de noviembre, el problema trasciende un statu quo que ya no funciona.

De acuerdo a los primeros trazos de autocrítica en la Cámara de Representantes, ya no sirve de consuelo la manida justificación, ya utilizada en las elecciones de medio mandato de 2010 y 2014, de que una baja participación electoral perjudica a los demócratas. De hecho, en las elecciones del 2016 la participación ha llegado a situarse en torno al 58%, cifra prácticamente idéntica a la registrada en 2012.

En cualquier caso, el problema va mucho más allá de figuras como Nancy Pelosi y el establishment que controla los resortes de poder dentro del Partido Demócrata. Entre los reproches que se repiten en la colina del Capitolio, destaca sobre todo el hecho de que Donald Trump ha sido capaz de capitalizar ante el electorado un tema como la ansiedad económica y la creación de empleo, que históricamente han formado parte del guion electoral del Partido Demócrata.

Aunque para los más críticos entre los congresistas demócratas lo más inquietante de todo es que sus problemas no son únicamente una cuestión de mejorar su plataforma electoral y su comunicación política. Dado que las legislaturas estatales controlan el proceso de diseñar los distritos electorales con escaño en la Cámara Baja, si los demócratas aspiran a ser un partido de mayoría primero tendrán que ganar en muchas más elecciones a nivel estatal, incluidas jurisdicciones rurales donde literalmente han dejado de ser competitivos. Todo ello con un problema fundamental de prioridades: cortejar a la clase trabajadora blanca que se ha dejado seducir por Trump o perseverar en la coalición de Obama basada en minorías y jóvenes.

En esencia, las grandes ciudades de Estados Unidos y sus zonas residenciales no son suficientes para garantizar una mayoría en la Cámara de Representantes. Como consuelo, el Partido Demócrata espera obtener una cierta recuperación a corto plazo en las próximas legislativas de 2018, que renovarán toda la Cámara Baja y un tercio del Senado. Históricamente, la formación política que controla la Casa Blanca tiende a perder escaños en el Congreso federal.

En esta ocasión, el optimismo de los demócratas se alimenta de la posibilidad de que los republicanos intenten privatizar o recortar Medicare y Seguridad Social (sanidad y pensiones) para los jubilados, que en Estados Unidos constituyen la parte del electorado con mayor índice de participación. Bajo el liderazgo de Paul Ryan, reelegido por unanimidad Speaker de la Cámara Baja, los republicanos disponen de una mayoría de 238 escaños frente a 193 de la oposición demócrata.

EL DILEMA DEL SENADO

Por lo que respecta al Senado, la saga de los demócratas es mucho más crucial. Sus 48 escaños frente a los 51 del Partido Republicano en la Cámara Alta, les convierte en el gran reducto legislativo frente a los designios de la Administración Trump. Como líder de la minoría actuará el senador Chuck Schumer, de Nueva York, pero entre sus filas se encuentran personajes de un elevado perfil político por el que podría pasar el futuro del partido. Figuras como Bernie Sanders, el independiente que disputó la nominación presidencial a Hillary Clinton; Tim Kaine, el aspirante a vicepresidente; o la senadora Elizabeth Warren, de Massachusetts, que también apunta hacia la Casa Blanca.

Durante algún momento en la campaña, los demócratas soñaron con alcanzar la mayoría en la Cámara Alta. Aunque tras la cura de humildad de la cita con las urnas, ahora también les toca ponerse manos a la obra. Según ha indicado Schumer, que se enfrentará al reelegido líder republicano Mitch McConnell, de Kentucky: «Necesitamos un mensaje económico más definido, avanzado y fuerte. Y necesitamos dejar saber a los americanos en lo que todos creemos: que el sistema no está funcionando para ellos y que nosotros lo vamos a cambiar».

Al mismo tiempo, los demócratas en el Senado saben perfectamente que para prosperar de cara a las próximas elecciones no es suficiente con actuar sistemáticamente como una minoría de bloqueo, ya que los republicanos no disponen de la mayoría reforzada de sesenta escaños requerida para imponer su voluntad en la Cámara Alta. De sobra es conocido que el electorado en Estados Unidos solamente aprecia esfuerzos constructivos que ayuden a superar la parálisis partidista (gridlock) de Washington.

Por eso, la estrategia anticipada por los demócratas en el Senado pasa por colaborar en cuestiones que forman parte de su ideario pero que han sido asumidas por la campaña de Trump pese a la resistencia de los republicanos. En esa lista destaca una mayor inversión pública en infraestructuras; penalizar a las empresas de Estados Unidos que trasladan su producción al extranjero; terminar con las ventajas fiscales que disfrutan las inversiones más especulativas; renegociar acuerdos comerciales poco favorables, y convertir la baja por maternidad retribuida en un derecho laboral de obligado cumplimiento.

En este sentido, el dilema para el Partido Demócrata en el Senado pasa por cooperar con la Administración Trump con el objetivo de recuperar a sus votantes blancos de clase trabajadora. O mantener una oposición numantina con la esperanza de capitalizar el descontento de un nuevo presidente incapaz de sacar adelante sus más básicas promesas electorales. Como respuesta, Tim Kaine, el compañero de ticket de Hillary, ha defendido un medido posibilismo: «Mi lema es avanzar en donde podamos y defender todo lo que debamos».

Algunos demócratas han empezado incluso a utilizar el mismo lenguaje utilizado por Trump en la campaña. Como ha dicho la senadora Debbie Stabenow, demócrata de Michigan, «todo el mundo en nuestro grupo parlamentario está de acuerdo en que el sistema está amañado». En lo que no existe consenso dentro del Partido Demócrata es la mejor forma de contener su sangría de votos. Sobre todo, en lugares claves como Pensilvania, Ohio, Michigan o Wisconsin, donde el partido ha fracasado a la hora de conectar con votantes tradicionalmente afines pero que en esta ocasión se han dejado seducir por la variedad de populismo acuñada por Donald Trump: el Trumpismo. 

Profesor de Relaciones Internacionales. Universidad Pontificia de Comillas y UCM