Tiempo de lectura:4min.Empezó en 2004. Terminó en 2007, a partir de la denuncia interpuesta por FIRE (Foundation for Individuals Rights in Education). Lo cuenta Adam Kissel en un artículo premiado que publicó en octubre de 2008: «Por favor, diríjase a su Resident Assistant para hablar de su identidad sexual. ¡Es obligatorio! Reforma del pensamiento en la Universidad de Delaware». La Universidad de Delaware está en el nº 89 del ranking de universidades en EEUU de 2019.
Los alumnos recién llegados al campus en la Universidad de Delaware que vivieran en una residencia universitaria (dorms, el lugar habitual para vivir) tenían que apuntarse a un curso obligatorio (mandatory) de orientación. El número de alumnos que lo recibieron fue de unos 7.000. Este era impartido, en buena parte, por el Resident Asistant (RA): un alumno de últimos cursos o un becario recién graduado con la tarea de guiar los primeros pasos del recién llegado. Ahora bien, pasados los primeros días –en los que les llevaban a la biblioteca, las cafeterías o les explicaban cómo funcionaban los horarios– la temática del curso se hacía más… ¿personal?
Objetivos del curso
El curso se centraba en ‘reeducar‘ a unas personas que los jefes de las residencias consideraban demasiado consumistas, cargadas de prejuicios contra las minorías, ciegas a la justicia social y poco amigas del ambiente.
Dada la cerrazón de algunos alumnos, especialmente varones, se combatían los conceptos tradicionales de la identidad masculina, señalando especialmente a los blancos privilegiados. Los RA exigían una ‘tolerancia cero’ a cualquier tipo de lenguaje o actitud opresiva, a la vez que estaban obligados a informar a sus superiores de los avances de cada alumno con sus nombres y apellidos. El objetivo: superar las creencias ‘tradicionales’ y que al final de sus estudios cada estudiante fuera un ‘agente de cambio’ de los valores.
Así, el RA definía al Racista como alguien privilegiado y educado en las ideas básicas de raza por un supremacista blanco, es decir, cualquier persona blanca que viva en EEUU, sin importar su clase, género, religión, cultura u orientación sexual. Según esto, una persona de raza negra no puede ser racista por definición.
Para el programa los estudiantes eran ‘pacientes’ que necesitaban tratamiento, aunque estos no fueran conscientes de sus enfermedades o no quisieran tratarlas.
En las sesiones comunes, también obligatorias, los RA pedían a los alumnos que revelaran sus creencias personales. Por ejemplo, poniéndose junto a una pared u otra dependiendo de sus convicciones sobre aborto o matrimonio entre personas del mismo sexo. No se contemplaban las posibilidades de quedarse en el centro («El mundo real está polarizado, luego hay que elegir», decía el RA) o no participar. No importaba, como ocurrió, que una chica que sufría de anorexia tuviera que declarar en público que todavía no tenía claro si su enfermedad se debía a las imposiciones sociales o tenía un origen biológico.
Un alumno informó a su padre de que las actividades eran «feas, odiosas y que dividían a la gente. Obligaban a los estudiantes a actuar siguiendo los peores estereotipos sociales y estaban llenas de comentarios ideológicos y de insultos gratuitos». Los padres, por su parte, no habían sido informados de estos cursos ni de sus contenidos por la Universidad.
Solo dos profesores se atrevieron a oponerse a un programa que no buscaba explicar usos de convivencia sino cambiar la visión del mundo de los estudiantes (y hacerlo de un modo impuesto). Los RA marcaban lo que significa ser un buen ciudadano, y obligaban a los nuevos residentes a expresar en público sus más íntimas convicciones. Por ejemplo, «¿Hasta qué punto te sientes cómodo con la homosexualidad?», «¿Piensas que la religión y la identidad sexual pueden coexistir?», «¿Te sientes cómodo haciéndote amigo de un afroamericano?, ¿de una mujer abiertamente gay o bisexual?», «¿Te gustaría ser novio de una mujer heterosexual?», «¿y de un hombre abiertamente gay u homosexual?».
¿Sufrían los estudiantes presión para dar la ‘respuesta correcta’? Recuérdese que era obligatorio responder, y que se hacía con nombre y apellidos. Y si la mayoría dieron la respuesta correcta sin sentirse presionados (un 86% señaló que no le importaría ser amigo de una mujer abiertamente bisexual o gay)…, ¿por qué el curso era obligatorio o simplemente existía?
Por su parte, los RA evaluaban como peores estudiantes a aquellos que no se ceñían a la ‘respuesta correcta’, pidiendo a sus jefes la aplicación de medidas disciplinarias contra esos. Y ‘esos’ (es decir, los que acababan siendo señalados como ‘antisociales’) eran los que no dudaban en calificar la experiencia de ese curso como un intento de lavado de cerebro (brainwashing), o los que se quejaban de que les obligaran a hablar de temas que ni siquiera habían tratado con sus padres o con sus mejores amigos.
Informes y humor
Sin duda cabe destacar las dos respuestas geniales de una alumna a la que interrogó en una sesión cara a cara su RA (varón), quien en su informe de queja a sus superiores señalaba que la muchacha parecía bastante incómoda:
RA: «¿Cuándo fue la última vez que te sentiste oprimida?»
Estudiante: «Me siento oprimida todos los días debido a mis sentimientos hacia la ópera. Normalmente la gente me tira piedras y se burla de mí usando palabras crueles. ¡Es una dificultad con la que no puedo cargar! Pero saldré adelante frente a esa mayoría de amantes del rock».
RA: «Y cuándo descubriste tu identidad sexual?»
Estudiante: «Eso no es en absoluto de tu incumbencia».
¿Ocurren estas imposiciones que buscan la re–educación solamente en Delaware?