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Reproducimos a continuación el ensayo «¿Qué es lo académico?», del filósofo alemán Josef Pieper[1], con la autorización y por cortesía de la editorial Rialp. El texto de Pieper (1904-1997), publicado originalmente en alemán en 1952 en la editorial Kösel de Múnich bajo el título «Was heiβt akademisch?», es un clásico que dice hoy tanto como cuando apareció, justo debido a la crisis de la misión de la universidad.

Un concepto occidental

El nombre «Academia», que los griegos del siglo IV a. de C. dieron a la Escuela de Platón -edificios, jardines y comunidad de maestros y discípulos- se debió a una pura casualidad; es una mera coincidencia exterior, que nada tiene que ver con lo esencial de la Escuela: nada dice que exprese tal esencia. La causa y ocasión de tal nombre fue la vecindad puramente espacial de la Escuela de Platón y de un bosquecillo dedicado al héroe ateniense Academos.

Y ahora cabe preguntar: ¿No puede ocurrir que nuestra genérica denominación de «académico», derivada del nombre propio original, se apoye también en una semejanza externa y accidental, caprichosamente entendida, de nuestros superiores de enseñanza con la Escuela platónica del jardín de Academos?

No sería nada extraño; también hablamos de las lámparas Júpiter y del cinema Apolo sin que nadie se haga cuestión de si hay alguna importante relación interna entre tales cosas y las divinidades antiguas. Otro ejemplo más a propósito: del nombre «Liceo» nadie querrá deducir en serio una relación interna y precisa entre nuestros institutos de enseñanza media y la comunidad investigadora y docente que creó Aristóteles.

Otra vez hay que preguntar si es un caso distinto la asociación con la antigüedad de la denominación y concepto de lo académico. ¿Significa algo más que una relación accidental y externa o es solo un modo de hablar?

Si no fuera más que esto, poco sentido tendría estudiar nuestra cuestión sobre lo académico refiriéndonos a Platón; sería de muy escaso interés y ni siquiera tendría sentido discutir desde el punto de vista de la herencia tradicional de Occidente qué es lo que expresa sobre todo el concepto de lo académico.

Y ya esto último toca el nudo de la cuestión; porque, efectivamente, lo académico es, sobre todo, y en su principal sentido, un concepto occidental.

Se puede afirmar con cierto fundamento que hay continuidad histórica y de hecho entre nuestras Universidades y la primitiva Academia platónica, de la que deriva la denominación de académico. Y esto es algo importante. No es suficiente relacionar la Universidad moderna con la medieval; esta, por su parte, apenas se entiende sin el supuesto del modelo bizantino y romano-oriental[2]. Poco antes de nacer las Universidades de Occidente habría sido erigida por el emperador Constantino Monómacos la Universidad imperial de Bizancio; en realidad, no era más que la reaparición de algo que existía desde antiguo con otro nombre: la Academia imperial, fundada por Teodosio II seiscientos años antes (425) y más o menos expresamente como filial y a la vez como contra de la escuela platónica todavía entonces existente en Atenas.

La paternidad espiritual de esta primera Universidad cristiana debe atribuirse propiamente a una mujer ateniense, hija de un filósofo y dedicada ella misma a la filosofía y a la música, probablemente discípula de la academia platónica y de Plutarco, escolar entonces en Atenas; a una mujer, que por aventurado destino, subió al trono de los emperadores de Bizancio como esposa de Teodosio: la emperatriz Eudoxia, llamada antes de su bautismo «Athenais»[3]. De ella desciende el poema del mago Cipriano, tenido como la primera configuración poética del tema del Fausto.

Realmente es admirable cómo se unen aquí los hilos de la tradición y entre ellos uno -no el único- que relaciona la Escuela de Platón con las formas de educación que hoy llamamos académicas.

Más importante que esta continuidad fáctico-histórica es el hecho de que la Escuela platónica siempre ha sido entendida y propuesta como obligado modelo de nuestras escuelas superiores.

Platonissare y accademicum se facere significan casi lo mismo en el lenguaje de los humanistas[4]. Esto no quiere decir, sin embargo, que Platón fuera descubierto al principio de la Edad Moderna; significa, por el contrario, que la tradición platónica arriesgó su sano crecimiento en esa exclusividad consciente y refleja.

Interprétese como se quiera, es un hecho que la figura predominante de la Edad Media es el platónico San Agustín, que fundó sus comunidades doctrinales en el apartamiento del mundo, según el modelo del bosquecillo de Academos; y hasta en los aristotélicos del siglo XIII estuvo firme la autoridad de San Agustín… Esto debería bastar para obligar a la reflexión, aunque nada se supiera de las demás huellas en otras figuras del cristianismo medieval; aunque no se supiera, por ejemplo, que el anglosajón Alcuino, antecesor y maestro de otros muchos maestros de Occidente, incluso de Rábano Mauro, el de Fulda, dio al modelo de su extenso proyecto el nombre de Atenas, que para él había sido la ciudad de la Academia platónica.

Esto aclara un poco más por qué en todas las lenguas de la comunidad occidental la palabra académico significa una norma y exigencia cuyo sentido, según parece, jamás se ha borrado del todo sin que haya sido destruida la sustancia espiritual de Occidente. Tal posibilidad se ha hecho por primera vez evidente en nuestro tiempo como un agudo peligro interno. Y esto da ya un nuevo aspecto a la cuestión sobre lo académico que adquiere así importancia en un sentido muy actual y casi político: supera lo meramente académico y lo subyace.

Filosofía quiere decir teoría

Quien se haga cuestión sobre el significado de lo académico, no como hombre interesado sobre todo por la Historia, sino como quien tiene su vista puesta en los sucesos actuales; quien pregunte sobre lo esencial y específico de lo académico, dejando a un lado los informes de la pura estadística social, se verá remitido a la Escuela de Platón.

Claro está que esto no quiere decir que la aparición histórica y concreta de la actual formación académica tenga algo que ver con la aparición concreta e histórica de la Academia platónica o viceversa; quiere decir que los caracteres internos y esenciales de la Escuela de Platón son también el principio íntimo y conformador de nuestros académicos de formación, o al menos que así debería ser si quiere adjudicárselos con razón el predicado de académicos.

Con esto se ha dicho algo muy radical e importante; pues siempre que se quieran designar unidamente la actividad, método y doctrina de la Escuela de Platón se encontrará algo indiscutible, a pesar de todas las opiniones: que la Escuela platónica de Atenas fue una escuela filosófica, una comunidad de filósofos, cuya característica íntima es, por tanto, la filosofía, el modo y estilo filosóficos de considerar el mundo.

Así que como primera determinación de lo académico vale esta tesis: académico quiere decir filosófico; formación académica es lo mismo que formación filosófica, o al menos formación que tiene fundamentos filosóficos; tratar una ciencia académicamente significa considerarla de modo filosófico. Por tanto, una formación no fundamentada en la filosofía ni conformada filosóficamente, no puede ser correctamente llamada académica; el estudio no determinado por un filosofar no es académico.

Naturalmente, surge la pregunta: ¿y qué quiere decir filosófico? Vamos a contestarla teniendo en cuenta a Platón y a la luz de los antiguos.

Filosófico, en cualquier caso, significa teórico. Tal explicación puede parecer a primera vista bastante desvaída y casi banal, pero la tesis adquiere sentido crítico, agresivo y casi revolucionario, en cuanto se decide tomarla en serio. ¿Qué significan las palabras teórico y teoría? Ser movido por la verdad y no por otra cosa, tal es la esencia de la teoría, dice Aristóteles en su Metafísica[5], esta vez completamente de acuerdo con Platón; y el comentarista medieval de Aristóteles, Tomás de Aquino, dice sin reparos: «El fin del saber teórico es la verdad; el fin del saber práctico es la acción»; aunque también los prácticos intenten conocer la verdad y cómo se relaciona con ellos en determinadas cosas, la buscan no como 10 propio y ultimo pensado, sino ordenándola al fin de la acción[6]; pero la filosofía -y sobre todo la doctrina de ser o metafísica, que es disciplina filosófica en sumo grado- es de un modo especialísimo scientia veritatis[7], teoría en sentido estricto. Tal es la común doctrina de Platón, Aristóteles, Santo Tomás y de todos los antiguos.

Contemplar una cosa o ver una realidad filosóficamente debe significar apartarse expresamente de todo lo que se llama vida práctica o vida real; estas expresiones acuñadas parecen significar implícitamente que el puro conocimiento de la verdad no es una tarea real.

La clásica definición del filosofar como una relación puramente teórica con el mundo se aparta, pues, de lo que es justamente el fundamento de la filosofía moderna, que es la atención a la nota de poder que tiene el saber, a la potentia humana, con la que identifica la ciencia el Novum Organum de Bacon[8]; es el dirigirse hacia la practicidad, aplicabilidad o utilidad, el orientarse hacia la filosofía práctica, que debe ponernos en situación de llegar a ser dueños y poseedores de la naturaleza[9]. Vista desde el clásico concepto de filosofía, esta añadidura de Bacon y Descartes no es filosófica, porque ensombrece la pureza de la teoría y, en definitiva, la destruye.

Tal consistencia de la filosofía en su carácter teórico no es, sin embargo, algo no-moderno; más bien es un reto intemporal y lleno de fuerza contra ello. No es algo casual el hecho de que la historia de la filosofía occidental empiece con la risa de una fámula tracia al ver caer en un pozo al contemplador de los cielos; respecto a esto comenta Platón en el Teetetes: Nunca han faltado tal risa y tal motivo; siempre será ridículo el filósofo para aquella esclava tracia y para otros muchos. porque él -el extraño al mundo- cae en el pozo y en toda clase de apuros[10].

Así el hecho de que el filósofo parezca ridículo a los muchos, el apartamiento del mundo secuela perduradera del estricto filosofar, deberían entenderse como algo de ningún modo accidental, sino substantivo y esencial del filosofar mismo, como su herencia sucesiva; porque lo filosófico es teórico, es decir, no-práctico.

Esta es una formulación muy esquematizada sin duda, pero, sin embargo, enuncia lo esencial de la filosofía y, por tanto, de lo académico; lo expresa con precisión mucho mayor que todos los intentos de demostrar el íntimo derecho de la formación académica por su «proximidad a la vida», por su significación para la praxis técnica, financiera o militar, o para cualquier otra especie de praxis. Sin embargo, no se puede defender rectamente el carácter académico de la Universidad diciendo que será tanto más académica cuanto menos lo sea. Tales intentos aparecen como absurdos en cuanto se atiende al concepto originario de lo académico. Una defensa tal tiene como decisivo el argumento de la practicidad, olvidando así justamente lo esencial de lo académico que pretende defender: tal defensa ha tomado ya partido por la esclavilla tracia y por los muchos.

Resumamos en dos puntos todo lo dicho hasta aquí: si lo académico es algo más que una denominación extrínseca, solo puede significar lo mismo que lo filosófico. Vistas así las cosas, formación académica significa lo mismo que formación filosófica; el carácter académico de los estudios universitarios consistirá en que incluso las ciencias particulares sean tratadas filosóficamente.

Filosófico quiere decir teórico; con ello no se ha determinado exhaustivamente el concepto de filosofía, pero se alude a una nota esencial de ella. Cuando se pregunta filosóficamente, aparece ante los ojos una realidad con solo aprehender y conocer; tal inteligencia aprehensiva -que por lo demás es ella misma una forma alquitarada de acción y realización-, ¿ocurrirá sin que se abstraiga del poder unido al conocimiento de la utilidad y aplicabilidad para cualquier praxis? El apartar la mirada de todo lo que tenga «significación práctica» pertenece a la esencia de lo académico.

Destrucción por la «puesta en servicio»

Es ya tiempo de lanzar un interrogante y dar paso a una objeción que salta en seguida.

¿No es absurdo definir lo académico como lo filosófico y teórico? A fin de cuentas, ¿no ingresa cada estudiante de la Universidad en una profesión determinada, en la que tiene que hacer fructífero el saber adquirido? ¿No es, por tanto, mejor que el sentido de la formación universitaria sea el preparar hábiles médicos, químicos o juristas? ¿Por qué no va a ser académico preocuparse de tales fines? ¿Cómo puede hacerse filosóficamente -decimos nosotros- un estudio especializado y concreto de la química?

A la primera objeción contestamos que naturalmente nuestras Universidades son lugares de formación profesional, lo que sin duda no fue la escuela de Platón, sita junto al bosquecillo de Academos; con esto se ha concedido un elemento no académico a las Universidades modernas que ya tenían también las medievales. Pero, en Alemania al menos, la exigencia unánime, todavía proclamada, es que las Universidades sean algo más que institutos de enseñanza profesional[11]. ¿Cómo puede justificarse esa exigencia y en qué puede consistir ese «plus» sino en lo académico y filosófico? Por eso tal exigencia no se ha entendido como que lo académico debiera estar junto a la formación propiamente profesional, sino como que la misma formación profesional -en toda auténtica Universidad- debiera ser académica; lo académico debe determinar el carácter de la formación profesional en cuanto tal.

Replica: ¿No se contradice la esencia de lo académico al dedicarlo a los fines de la praxis?

No se puede resolver esta cuestión a la ligera. La relación entre la teoría y la utilidad, que nace casi de ella misma, es difícil de comprender. «Querer expresamente que algo no suceda» y «no querer expresamente que algo suceda» son dos cosas distintas. Hay también fines en el dominio de lo humano que el hombre no consigue justamente cuando son evidentes; hay bienes que solo se consiguen «como que fueron dados», como que fueran, por así decirlo, recompensa de una búsqueda que se orienta hacia otra cosa. «Quien quiere salvar su alma, la perderá; quien la pierde ganará la Vida para sí» (Lc., 17, 33); estas palabras del Señor están lejos de ser una antítesis retórica; expresan un contenido -no limitado exclusivamente al dominio religioso- que no puede entenderse más que en este sentido contradictorio precisamente.

Relacionemos esto con nuestro tema: naturalmente la habilidad profesional del médico, naturalista o jurista, es un magnifico y deseado fruto de los estudios académicos; pero ¿no puede ocurrir que para superar la medianía y la técnica transmisible pedagógicamente esa habilidad suponga un desinteresado hundimiento en el ser, un completo descuido del éxito, una visión puramente teórica, acombrada y aprehensiva? ¿No pudiera ocurrir que el efecto práctico de utilidad dependiera justamente de que antes hubiera sido realizada la pura teoría? Quizá suene esto a irrealidad y romanticismo; pero al menos, dice, que es probable que la investigación que ha sido privada de los fundamentos de la pura teoría, de su carácter académico, sea estéril, por ejemplo, cuando el proyecto último dé la totalidad del trabajo; destruya radicalmente el elemento teórico-académico; es decir, que la investigación no causaría el efecto, útil, aunque tal efecto fuera intentado final y absolutamente. (Obsérvese que hemos dicho «aunque fuera intentado» y no «por haberlo sido».).

Con esto ya está en parte contestada la segunda pregunta: pues deben distinguirse concretamente el estudio especializado hecho filosóficamente del hecho no-filosóficamente. La diferencia consiste en este modo «puramente teórico» del volverse hacia el objeto; lo distintivo es esa manera especial de mirar, que se dirige a aquella hondura en que las cosas no están determinadas de esta o de la otra manera, o son útiles para esto o lo otro, sino que son formas y figuras de lo más admirable que se puede pensar: del ser. En esta salida desde el entorno y los aspectos fijos hasta el libre cielo de la realidad total, es donde está el ser en cuanto tal ser; es el sorprendente y arrebatador entusiasmo en la investigación cada vez más profunda a la vista de la insondable profundidad del mundo, a la vista del carácter misterioso del ser, delante del misterio de que algo exista y sea; es el olvido de todos los fines inmediatos de la vida, que acontece al que así se admira (¿afortunada o desgraciadamente…?); todo esto es lo que distingue exactamente la interna estructura y actitud, la atmósfera del estudio de una ciencia particular hecha filosóficamente.

Lo distintivo es, sobre todo, ese estar libre de cualquier fin utilitario; en eso consiste la libertad académica, sofocada tan pronto como las ciencias se convierten en pura organización finalista de una agrupación de poderes organizados.

La expresión «libertad académica» puede también ser sustituida por la de «libertad filosófica». Ocurre que las ciencias particulares pueden muy bien ser puestas al servicio de fines utilitarios; tal puesta en servicio no contradice a su esencia.

Hablemos concretamente; una determinada política puede sin duda decir: necesitamos, para cumplir un plan quinquenal, físicos que logren un adelanto sobre los extranjeros en tal o tal cosa; o también: necesitamos que se trabaje científicamente un remedio eficaz contra la gripe.

Cualquier política puede hablar o disponer eso sin contradecir la esencia de tales ciencias particulares. Pero jamás podrá decir necesitamos filósofos que desarrollen, fundamenten y defiendan esta determinada ideología… sin que simultáneamente sea aniquilada la filosofía misma. Solo podrá haber teoría filosófica en la medida en que sea libre. Con esto no se afirma la incompatibilidad lógica o psicológica de la teoría y de la puesta al servicio de fines utilitarios, pero tal unión es realmente mortal: la teoría filosófica es ahogada por el servicio. Se puede pensar en poner la filosofía al servicio de algo, pero hay que tener en cuenta que lo que se ponga en servicio no será filosofía. La filosofía es libre o no es filosofía de ningún modo. Las ciencias particulares, por el contrario, solo pueden ser libres en cuanto sean tratadas de modo filosófico, académicamente. Se entiende aquí por libertad -subrayémoslo otra vez- la independencia de toda finalidad práctica; evidentemente no debe entenderse que la filosofía pueda ser libre de la norma de la verdad objetiva. Pero la realización de esta dependencia entre filosofía y norma objetiva de verdad supone justamente la otra libertad.

Sin duda que la diferencia tanto de hecho como de principios entre el estudio especializado académico y el de estilo no-académico difícilmente llega a los límites de lo perceptible. Esta dificultad de percibir tal diferencia es un hecho bastante expresivo de la situación de nuestro tiempo. Se debería hacer un «test» sobre la siguiente cuestión: en qué se distingue propiamente la facultad de Química de una Universidad de las grandes agrupaciones modernas de laboratorios químicos y farmacéuticos. Es de temer que a simple vista fuera difícil hacer distinciones. iQuizá hubiera no pocos que vieran como única diferencia el hecho de que las organizaciones industriales están mejor equipadas y financiadas que las académicas! Esto significaría que ya no se sabe la distinción entre lo académico y no académico, situación a la que en realidad parecemos aproximarnos.

Tal situación se hace evidente en propuestas de reforma como esta: se podría salvar o restaurar el sentido académico de los estudios universitarios, obligando a hacer estudios generales antes de los estudios especializados respectivos[12].

Tal studium generale es sin duda muy deseable; pero no se puede esperar de él que fundamente el carácter académico de la Universidad. Tal carácter puede ser constituido únicamente por el hecho de que todas las ciencias -incluso las particulares- sean tratadas justamente de modo académico, es decir, filosófico. Por la pura agregación aditiva de saberes especializados -incluso de filosofía técnica- no se logra nada; ni tampoco por otras técnicas propuestas como «formativas en general», por ejemplo la sociología
o la economía política[13];  e incluso la filosofía en cuanto especialidad puede estudiarse muy poco filosóficamente.

No es la filosofía técnica, junto a las demás especialidades, la que logra un estudio académico, sino la filosofía como principio, como modo y estilo de considerar el mundo y relacionarse con él. Y viceversa, puede decirse que incluso el estudio de la filosofía como especialidad podría aprender algo del estudio de las ciencias particulares si estas fueran tratadas filosóficamente. Según esto, es insoportable la especialización cada vez más cerrada; en el supuesto de un estudio de las ciencias particulares académicamente hecho, no ocurriría ese daño de la especialización, en la que con raro acuerdo y desde hace tiempo todos ven el primer síntoma de la crisis de la Universidad.

Propiedad exclusiva de los dioses

Lo filosófico en el sentido clásico vive, sin duda, de una raíz escondida, que hay que desenterrar ahora. Así el mismo concepto de lo académico resultará más profundo de lo que a primera vista parecía.

Nos hemos acostumbrado a decir y pensar que una cosa puede ser tratada desde distintos puntos de vista, según se quiera: histórico, psicológico, sociológico o filosófico… Tal modo de hablar -muy empleado y evidente- supone la opinión de que el aspecto filosófico puede aplicarse a discreción, de que se puede llegar facilmente al lugar filosófico y abandonarlo otra vez, de que solo se necesita una operación pensamental para completar la consideración filosófica del objeto.

Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás de Aquino tuvieron tal opinión por completamente desatinada. Para ellos filosofar es, ante todo, una relación fundamental con la realidad, relación que precede a toda posición consciente y que se substrae a cualquier caprichoso de la ratio; no depende de nuestra decisión el comprender una cosa filosóficamente: tal es la opinión de los antiguos. Si se hubiera acercado a ellos un discípulo con la exigencia de querer aprender a tratar filosóficamente un determinado sector de la realidad y preguntando cómo se debe hacer, los antiguos maestros le hubieran a su vez preguntado: ¿te ha sido concedido, te es completamente evidente e íntimo el ver la realidad del mundo como algo en cierto sentido divino y, por tanto, digno de veneración, como algo que en todo caso es otra cosa y siempre más que mera materia bruta de la actividad humana?

De haber escuchado nosotros esa conversación, apenas hubiéramos podido imaginar la relación de tal pregunta con la filosofía; pero justamente concierne a la posibilidad de la teoría filosófica. ¿Por qué? Porque es íntimamente imposible observar teórica y filosóficamente un mundo que, ante todo, es comprendido como material de práctica. Solo puede haber teoría en plena sentido; solo es realizable como actitud cuando se considera el mundo como creación.

Si ahora recordamos que los conceptos de lo teórico, filosófico y académico se implican íntimamente y que más allá de la libertad académica no hay más que la libertad de la teoría frente a toda finalidad y servicialidad de la praxis, es evidente que todo lo académico -y más que nada su libertad- se apoya en un fundamento del todo insospechado; también es claro que sin tal fundamento está desenraizado y ni siquiera puede existir.

Quizá estemos inclinados a tomar esta relación por una simple «historia del espíritu», por alga que no es propiamente real; sin embargo, en lo que respecta a la libertad de la ciencia, creemos saber por experiencia que más que por la pérdida de sus fundamentos metafísicos está amenazada por poderes muy reales. Pero ya se tuvieron suficientemente en cuenta estos poderes reales en la primera concepción de lo académico, y en ellos se pensó ya entonces.

La fundación de la Academia platónica descansa en la idea de que el reino de libertad creado por la teoría no podrá ser afirmado contra los poderes diabólicos y absorbentes de una voluntad de poder, que trata de hacer de todo lo real campo y materia bruta de planes útiles; de que la libertad de la teoría está indefensa y sin amparo, pues ocurre que se da, sobre todo, bajo la protección de los dioses.

Quien se alimentó de necesidad y se justificó por ella tiene una elemental voluntad de utilidad, y tan pronto como se une al poder político o se identifica con la voluntad del mismo, su voluntad utilitaria intenta -por decirlo así, naturalmente- constituirse en absoluta y mediatizar todo lo que existe, incluso al hombre y sus fuerzas superiores (aunque a la larga esto no sea útil de ninguna manera) y esto de tal modo, que lo mediatizado debe parecer irremisiblemente tal, para substraer por principio a la utilidad un determinado dominio de la vida de forma que sea -según la antigua formulación romana– propiedad exclusiva de los dioses[14].

Esto, justamente, fue lo que ocurrió en la Academia platónica: fue en estricto sentido una asociación religiosa, un thiasos, una comunidad cultural que se reunía determinados días para hacer sacrificios. En ella hubo como cargo especial el de preparador de sacrificios[15].

Poco se sabe sobre el particular, pero cae fuera de nuestra exposición aclarar, por ejemplo, la cuestión de si Platón debe la idea de tal comunidad a las escuelas pitagóricas del sur de Italia y de Sicilia (lo que es verosímil) o investigar qué divinidad gozó el culto de la Academia; eran llamadas Musas, pero se sabe muy poco de su rango teológico. Platón mismo las llama en Las Leyes compañeras de fiesta para los sucesivos días de culto, que los dioses han dado al género humano, nacido para el trabajo[16]. Sean las Musas, como Platón dice del Eros[17] medianeras demoníacas entre Dios y los hombres, o divinidades menores, en todo caso se trata de potencias reales del ámbito religioso, con las cuales las modernas concepciones del «servicio de las Musas», «templo de las Musas», «estados sagrados de la ciencia y del arte» no se relacionan más que como una fantástica imitación, nacida de la imaginación y por ella (son palabras de Goethe[18]), como simulación de la realidad; en estricta concordancia serían poderes angélicos y espacio litúrgico.

Para nosotros, es de sumo interés lo siguiente: en la Academia la independencia del poder político se veía de un modo puramente jurídico y estaba, en definitiva, fundada en ese sacro carácter de asociación cultual. El principio jurídico todavía válido en tiempos del imperio romano, «Caesar non est supra grammaticos», da por supuesto que los gramáticos pertenecen al dominio religioso-cultual, políticamente intangible. Únicamente en temas religiosos podía el poder estatal oponerse a un thiasos, por ejemplo, en caso de conflicto con el culto público de la polis.

La supresión de la Academia platónica de Atenas por el emperador Justiniano, después de haber logrado validez pública la religión cristiana, tuvo ese mismo sentido, ya que la Academia tenía aún un señalado carácter religioso-pagano (tal supresión tuvo lugar el año 529, el mismo en que San Benito fundo el Monasterio de Monte Casino).

Y -dicho sea entre paréntesis- podría preguntarse, con algún derecho, si las reformas de la enseñanza superior discutidas de tiempo en tiempo -ya sobre cambios concretos, ya sobre transformaciones programáticas- no pudieran tener a la base más a menos oculta alguna «mutación de la figura de los dioses», alguna transformación de la estructura religiosa del ser o alguna finalidad de tipo religioso.

La libertad fáctica y jurídica de la Academia se fundaba, pues, en su carácter cultual. Pero no hay que olvidar que a este hecho del orden externo de la existencia corresponde otro más profundo; lo llamamos hecho porque ya el cumplimiento del culto por sí mismo y antes que todo estatuto legal hace interiormente libres a los hombres gracias a su fuerza liberadora desligándolos de toda atadura a los inmediatos fines de la vida; es precisamente el culto lo que hace posible y constituye desde dentro esa libertad fáctica y jurídica de la scholé, que es a la vez ocio y escuela[19].

Se hiere de plano el concepto occidental de lo académico y, sobre todo, el de libertad académica, cuando se los separa de este fundamento que no es puramente exterior y fáctico, sino íntimo y siempre generoso; que puede conservar toda su fuerza, incluso cuando el poder político (y ciertamente no porque él adore a otros dioses, sino porque generalmente no respeta a ninguno) haya franqueado desde hace mucho la intangibilidad jurídica de la libertad académica bajo pretexto de que es un «contrasentido liberaloide». Aunque lo académico como institución no tuviera ya ninguna existencia pública, por sus fundamentos metafísicos podría realizarse todavía en una solitaria celda de contemplación: poniéndose de acuerdo con el ser, conociéndolo y venerándolo mediante la teoría cuya libertad siempre debiera hacerse valer como firme, aunque indefenso testimonio a favor de la verdad.

Con esto hemos dado a la vez la última determinación del concepto de lo académico y la última respuesta a la pregunta sobre su significado.

El «trabajador» y el sofista

Basta destacar un poco los contornos del cuadro, hasta ahora esquemáticamente dibujado, bosquejando las figuras de contraste; en una de ellas lo académico aparece negado directa y expresamente; en la otra -aún más peligrosa- está dolosamente afirmado: pertenecen al funcionario y al sofista, respectivamente.

Si ahora hablamos del funcionario -dicho más peligrosamente del «trabajador» -como de una figura opuesta a la esencia de lo académico, es con la intención de evitar un malentendido que, según hemos podido ver muchas veces, parece inevitable. Seguramente se preguntará por qué se ha omitido aquí toda determinación y delimitación social de lo académico. No es el estamento social del trabajador ni el conjunto del pueblo sencillo lo que se ha pensado aquí como contrapartida de lo académico y como apartado de su ámbito; al contrario, tenemos la convicción de que el hombre sencillo y popular, mientras puede acreditar realmente su sencillez (lo que logra bajo determinadas condiciones) tiene en su modo de pensar y en sus fiestas un modo especial de orientarse hacia la totalidad del mundo, que justamente realiza lo más capital y propio de la actitud académica.

¿Qué es lo que entendemos entonces por trabajador y funcionario, si no se trata del hombre «trabajador»?

En el primer cuaderno del ano primero de «Frankfurter Hefte»[20] se encuentra la siguiente formulación: La nueva Universidad debería caracterizarse no solo por estar abierta a los trabajadores de talento, sino por el hecho de que sus estudiantes deberían ser trabajadores, aunque no descendieran de ellos.

La primera parte de esta petición parece, sin duda, evidente; pero ¿qué se entiende por trabajador al decir que el estudiante que no lo es debe serlo? Hay que distinguir entre el trabajador como tipo real dentro de la sociedad y el trabajador como…, ¿como qué?, como imagen rectora ideal y abstracta, como cualidad cuasi moral (lo mismo que se habla del «orante» o «militante»). No es que se haya encontrado una realización concreta de tal figura modélica, pero el campo de esta realización no se identifica con el estamento social de los trabajadores manuales; ninguna elevación sobre las condiciones de trabajo o sobre la renta puede dar un discrimen para saber si uno es «trabajador» según ese modelo ideal y abstracto; de él y solo de él se habla aquí como contramodelo de lo académico.

¿Qué significa, en resumidas cuentas, ese tipo ideal del trabajador? Significa que la vida ha sido entendida como un estado de «servicio», como un completo ajustamiento del hombre en el engranaje de las planificaciones organizadas. Este destino del trabajador gana, sin duda, color cuando se ve con la vehemencia afectiva y fervor religioso con que los fanáticos creyentes en ella procuran que sea afirmada y proclamada la «transformación del individuo en trabajador»[21]. Este completo consumirse en función de otras cosas es presentado como el ápice de una nueva nobleza humana; expresamente se preconiza lo uniforme-enmascarado y como ejemplar para el hombre nuevo, la «falta de alma de la historia del funcionario», que es «como de metal fundido o como tallada en maderas preciosas»[22] más aún: Ernst Jünger, cuyas fórmulas hemos citado, dice que quien ha realizado el carácter del trabajo está en situación «de poder ser sacrificado sin escrúpulos»[23]; habla -o mejor, hablaba- del «rango cultual»[24] de este acontecimiento, de la «construcción» y de la «dureza» de las planificaciones que debieran cumplir como «tarea histórica» los trabajadores.

El proceso histórico de esta herejía pasa por la fase de hacerse destacar en un conglomerado de heroísmos; en esta fase su poder de fascinación alcanza su punto culminante. Es difícil decidir si este punto sumo ha sido alcanzado ya por el absolutismo heroico del «funcionario»; parece que no.

Desde luego, no se debe creer que la fascinación del prototipo del trabajador sea exclusiva de la situación de los regímenes totalitarios y que haya decaído al mismo tiempo que ellos; según parece es justamente entre la elite de la juventud estudiosa donde va ganando prestigio el ideal de la «dedicación heroica a ser únicamente funcionario», sobre todo después que tal ideal se ha amalgamado de modo casi diabólico con otro muy legítimo, que ha nacido de la necesidad -y hace precisamente de la necesidad virtud-: me refiero al ideal de una ascética y disciplinada tacañería en el modo de vivir, que falsamente se cree y se llama «proletaria».

No es necesario decir que la teoría filosófica y la actitud de estar siempre dispuestos al cumplimiento de un plan obligatorio absolutamente legislado se excluyen completamente. El modelaje de la figura del trabajador no tiene más base que el hecho de que la satisfacción de las necesidades está ataviada con símbolos de heroísmo y ha sido elevada al rango metafísico de un proceso salvador. Lo «académico» (= filosófico-teórico) quiere decir, en cambio, lo siguiente: la verdadera y auténtica riqueza del hombre no consiste en llegar a ser «dueño y poseedor de la naturaleza», ni tampoco en cualquier habilidad [todo esto es ciertamente muy importante para la vida, pero no es necesario]; la riqueza más importante y propia es aquella con la que, por así decirlo, paga el ser-hombre y consiste en el hecho de que el hombre puede descubrir lo que es, el ser mismo, las cosas mismas, no solo como útiles o perjudiciales, utilizables o no-utilizables, sino como entes; la dignidad del hombre consiste en que percibiendo y conociendo, se hace «capax universi», capaz de convenir con todo lo que es [«convenire cum omni ente»][25].

La incompatibilidad de lo académico con la figura modélica del trabajador es, por tanto, evidente. Pero es igualmente evidente que en esta oposición a lo académico empiezan ya a fluir fuerzas elementales, destinadas propiamente al ámbito de lo sagrado y, sin embargo, no puestas a su servicio; y de cualquier modo que influya tal ideal -sea por fascinación, sea por la exigencia masiva de que toda acción humana sirva a la utilidad, a la producción, al progreso- está claro asimismo que el poder de ese contramodelo no puede ser vencido por realidades humanísticas o pedagógicas, ni por lo meramente académico, sino por la fuerza primitiva y siempre cautivadora de lo teórico, es decir, por la principal y verdadera riqueza del hombre, despertada mágicamente por virtud de una teoría filosófica que se abre a lo venerable de la creación. Lo humanístico y puramente formativo, sin ese fundamento último, es lo que conviene al sofista.

El sofista es una figura intemporal; no se ha acabado la lucha que Sócrates y Platón hicieron contra Protágoras y Gorgias. Siempre volverá a ella quien invoque la Academia, que tuvo justamente orientación antisofística: académico quiere decir antisofístico. Pero ¿qué es un sofista?

Se dan varios tipos de ellos: el relativista Protágoras, que formuló por vez primera el principio fundamental de todo humanismo sofista de que el hombre es medida de todas las cosas; Hipias, el desconcertante por sus muchos saberes; Pródico, entendido en explicar lo alto por lo bajo y desenmascarar la grandeza como lo demasiado humano disfrazado: la realidad propiamente debe ser calculada según el término medio; y sobre todos, Gorgias, el nihilista corrompido por la elegancia formal que rodea la nada con la ilusión y el encanto de la «haute litterature».

Común a todas estas variadas formas de la sofística es lo que las separa de Sócrates, Platón y Aristóteles. Concretamente: es común a todas las formas de la sofística el no al siguiente principio: la forma fundamental del saber es la teoría, que se orienta hacia el ser mismo y se dirige a la verdad y solo a ella, a hacer patente el ser de las cosas; por tanto, el espíritu del hombre -como un oyente-recibe su medida de la realidad; a la vez el hombre está ligado a los «antiguos» de palabra respetable y verdadera; no por querer la mera antiquitas, sino porque [y en tanto que] en ellos está guardado el testimonio de los dioses sobre el verdadero ser del mundo; porque la palabra de los «antiguos», en cuanto se refiere a la estructura de la realidad en su totalidad, es la suma y vehículo de la tradición primitiva.

Contra todo esto está la sofística: el respeto a los «antiguos» y a la «tradición» debe parecer tan sin fundamento como insoportable a la autonomía ilustrada y crítica del sujeto. Y puesto que desliga la atadura más íntima y esencial del espíritu -la dependencia. de la norma del ser objetivo -para el sofista el contenido será indiferente frente a lo puramente formal.

Tal vez no sospeche el sofista que justamente esta doble liberación le hace accesible y maduro para la puesta en servicio dentro de un poder totalitario: quien niega la normatividad del espíritu por la verdad, hace posible la atadura a la finalidad exterior, a la finalidad arbitrariamente legislada de una praxis impuesta. Tal vez el sofista no ha comprendido que puede encontrar en su propio camino la figura del trabajador; y quizá tal encuentro le pareciera poco simpático. Pero eso no impide que tal relación entre las dos deformaciones de la actitud ante la verdad exista en realidad; en la realidad política puede decirse que se impone. Una ciencia del espíritu sofistica y deformada no solo no puede retrasar la decadencia de la libertad académica, sino que la activa: como una ciencia tal sería continuamente acelerada.

Pero digamos algo más de cómo se presenta en concreto la deformación sofística de lo académico. A) El puro amontonamiento de materiales científicos y conocimientos -por lo demás ya bastante criticado- está más cerca del sofista Hipias, el de los muchos saberes, que del fundador de la Academia; por tanto, no puede pasar por académico. En esto se estará de acuerdo seguramente. B) Más disputable es la cuestión de si el conocimiento científico y sistemático de una disciplina particular ya acabada debe llamarse eo ipso académico, en el sentido originario de la palabra. Se debería decir: el puro investigador es- pecializado es académico, si ha conseguido su objeto; no solo tal objeto determinado, sino en cuanto ser; sería la única manera de sobrepasar realmente el aspecto de ciencia especializada y conseguir e1 horizonte de la realidad total, es decir, la dimensión de lo filosófico. C) Es una figura completamente sofística y, por tanto, no académica la del educado solo en lo formal, el cuItivado solo estética y literalmente, el escritor [en el sentido que dio Confucio a tal designación: «aquel en quien la forma supera al contenido, es un escritor»); la «retorica» en tal sentido es, sin duda, el terreno propio de los sofistas, que -como dice Platón- están tan extraviados que llaman «poderoso por la palabra» al que dice la verdad.

Pero todo esto es, por decirlo así, inocente: la erudición, la extremada erudición que a nada compromete y el formalismo sin contenido no llegan a oponerse extremamente a la esencia de lo académico. Esa última y extrema contradicción, que bajo máscara de academicismo traiciona justamente lo más esencial de ello, debe ser llamada ahora por su nombre: toda formación, todo intento de saber, toda comunidad educadora, no fundadas en la veneración, son esa extrema contrafigura. Donde la actitud crítica llega a ser tan determinante que destruye todo ademán reverente, allí está el máximo modelo de la sofística antiacadémica, allí está destruido en su esencia lo academico mismo; tal actitud crítica aparece bajo distintas formas: como igualación pretendidamente objetiva de todos los valores hecha contra la existencia y realidad de lo venerable; o más aguda y agresivamente como postura denunciatoria, como pura voluntad de desenmascaramiento; o absolutamente -así en determinados estilos de existencialismo -como frío y completo cinismo.

Recordemos rápidamente la respuesta a dos cuestiones: ¿cuál es el objeto de esa veneración? El ente mismo que por el hecho de ser -o mejor por el hecho de haber sido creado- es venerable. Son también objeto de esta veneración los antiguos, entre los que no suelen encontrarse los pioneros de las ciencias particulares- generalmente ya aventajados y con razón olvidados–, sino los representantes de la tradición integral, en la que se expresa y aclara el ser del mundo antes de todos los esfuerzos del pensamiento.

¿Por qué la veneración es la nota más íntima de lo académico, es herido en su médula cuando no se tiene esa actitud reverente? Porque sin veneración la teoría, en su pleno y no debilitado sentido, es irrealizable; porque la teoría es lo mismo que el silencioso percibir pasivo de la realidad; en ella ocurre lo decisivo del acto filosófico, el cual cumple a su vez la esencia de lo académico.

Con esto se acaba de cerrar el círculo de nuestra discusión; es en el concepto de teoría donde el trabajador y el sofista aparecen como típicas contrafiguras de lo académico: el sofista destruye la interna y fundamental posibilidad de la teoría, que, a su vez, en cuanto ejecución real, debe contradecir a todos los planes de utilidad hechos por el trabajador.

Limitación contra la multitud

Ahora una observación final, completamente aparte, un nuevo tema, una coda en figura de cuestión, a la que, por otra parte, no puede contestar del todo.

En el Teetetes de Platón la fámula tracia con su risa realística está expresamente de parte de los muchos[26]; esto debe entenderse como sigue: en opinión de Platón el contratipo del filosofar y de la actitud filosófica es el hombre medio, el hombre de la vida diaria, la multitud, la masa; la realización de la teoría no es cosa de los muchos, sino que generalmente se hace a despecho de ellos. Es algo esencial al filosofar el ser faena impopular en doble sentido: ininteligible y antipática; el filosofar es algo extraño, sospechoso y risible en opinión de los muchos.

Es evidente la cuestión que esto plantea: ¿pertenece, por tanto, a la esencia de lo académico el estar expresamente limitado contra la multitud? ¿Qué quiere decir esa limitación?

Si reflexionamos en la explosiva problemática que late actualmente en el combativo concepto de democracia, apenas necesitaremos decir que con esta cuestión nos estamos moviendo en un campo de minas, por así decirlo. Pero por eso, no debemos dispensarnos de ratificar la cuestión, aun con el agravante de saber que en la tradición occidental ha sido contestada afirmativamente; ciertamente lo académico es un ámbito limitado contra la masa.

Este es, por ejemplo, el motivo de la aversión de Platón a la palabra escrita, porque no se puede callar, cuando el silencio es debido[27]. No hay, a la base de esta aversión, una decisión apriorística, sino un juicio de experiencia, una fundamental experiencia de los hombres, y, casi podría decirse, de la naturaleza humana. «¿Qué cosa más hermosa podríamos hacer en la vida que aclarar para todos la esencia de las cosas?», exclamaba el viejo Platón en la carta séptima; pero añade resignándose que su opinión es que sobre eso no se puede hablar o escribir lo suficiente «delante de muchos» [28]. Y cuando Aristóteles, en la Política[29], habla del «común encanto» de ciertas formas de música, de que es sensible a ella «la gran masa de esclavos», piensa también en los muchos; se interpretaría ese pasaje falsamente si se creyera que el concepto de esclavo significa para él algo que puede desaparecer por la «abolición de la esclavitud» o por el progreso social.

Incluso el doctor cristiano de la Iglesia Tomás de Aquino habla de la «multitud de necios» [«multitudo stultorum»] que persigue el dinero sin darse cuenta de que la sabiduría no se puede comprar [30].

Aquí entra en juego la vieja distinción de lo exotérico, y esotérico completamente extraña al pensamiento moderno. ¿Quién entiende todavía lo que significan el hecho y los motivos de que -según cuenta San Clemente de Alejandría[31]– tanto los bárbaros como los griegos mantuvieron ocultas «las fundamentales doctrinas sobre las cosas»? También Goethe habla con toda seriedad de esa incapacidad de distinguir lo exotérico y lo esotérico como de «un mal y hasta desgracia», mientras el mismo aceptaba y repetía la cita de esta frase: «¡la verdad debiera quedarse entre nosotros, los académicos!» [32].

Dejemos ahora hablar a los adversarios: la exclusividad de lo académico sería hoy un anacronismo y, además, agravaría las luchas sociales; en ningún caso debiera ser establecida y alentada. Ciertamente debería haber una elite, pero sería peligroso aislarla y favorecerla con la conciencia de elite; justamente la clase rectora debería estar en contacto con la realidad diaria de los muchos; el concepto de lo académico aquí formulado sería no-democrático, incluso no-cristiano y censurable, etc.

¿Qué hay que decir a esta objeción?

Si lo democrático se entiende como que lo aristocrático estuviera de ello excluido, si se interpreta lo democrático valorando positivamente lo plebeyo, desde luego lo académico no es democrático; pues lo académico significa que hay distinciones de rango, que el ser del hombre puede realizarse de modo más o menos digno, que la multitud, el hombre medio, el «common sense» no pueden ser tenidos como una instancia digna de consideración y menos como definitivamente valedera cuando está en cuestión lo más valioso, verdadero y bueno para el hombre.

Por lo que respecta a su exclusividad, queremos decir «limitación contra la multitud», no «exclusividad social», nuestro concepto de lo académico nada tiene que ver con la justificación de cualquier privilegio formativo a favor de determinadas clases sociales. Puede mantenerse la idea de la exclusividad como carácter esencial de lo académico, creyendo a la vez que la formación académica debe ser accesible a todas las clases del pueblo: lo uno no impide lo otro. La fámula tracia representa, ciertamente, a la multitud, pero no una clase social: puede pertenecer a cualquier estamento y pertenece a todos, no de otra manera que los sensibles al común encanto de la música; ya hemos dicho también que lo mejor de la actitud académica es realizable en cualquier estamento social.

La postura académica se caracteriza por distinguirse de la actitud de los muchos, no por ser una postura contra ellos. Sin duda hay aquí un peligro: no debe ser olvidado y hay que luchar contra él haciendo destacar, sobre todo, las graves obligaciones que acompañan a la actitud académica; tal peligro no puede ser negado a priori, pues es constitutivo de esa actitud: toda elite se expone interiormente al orgullo, y seguramente mucho más cuanto menos fundada sea su aspiración al modelaje; pero el orgullo no es la esencia de la elite.

Ni el desagrado con que los cristianos suelen oír hablar de la limitación contra los muchos, ni la sospecha de que en esa forma de hablar hay un desamorado desdén a los pequeños y sencillos pueden mantenerse por muy respetables que sean. Se trata de «los muchos», no de «los sencillos o pobres de espíritu»; el mismo hombre de la multitud, en cuanto persona, no es tampoco rechazado. El modelaje de lo académico significa algo muy distinto: que al hombre de la multitud no se le puede ayudar aceptando su modo de vida y su mundo, sino tomándole la palabra como a ser espiritual y enseñándole a sentir lo insuficiente de la existencia media y diaria; esta es, justamente, la tarea pedagógica de lo académico en el pueblo.

Finalmente se comprende también la objeción de que hay que mantener contacto con la realidad diaria de la multitud. Sin duda tiene razón en cuanto habla de realidad real; el hombre culto que cree poder o deber ignorar la vida del trabajador y del pueblo, es una caricatura del académico. Pero hablamos aquí de aquella realidad apariencial, que, sin duda, es la verdadera para la multitud; pensamos en esa misma realidad inflada y vacía de las cosas atrayentes que nace de la incapacidad de pensamiento y de sosiego, de reflexión y de ocio, y que por eso pide siempre novedades, que solo sirven para aquietar vanamente el aburrimiento público y que siempre tienen el aplauso y la participación de la multitud. No se necesita ningún esfuerzo especial para entender de qué se trata en concreto, más bien habría que cerrar los ojos y oídos para no darse cuenta: son las sensaciones de los deportes [circenses] las últimas novedades industriales, las formas epidémicas de matar el tiempo. Pertenece a la situación de nuestro tiempo el que la validez de tal realidad apariencial haya hecho fluctuar toda consistente distinción de clases y grupos sociales; sin duda debiera darse a conocer esta imagen situacional. Pero se deben poner límites y oponer un rotundo no a la exigencia de validez de tal realidad apariencial; en esto se enfrenta lo académico contra la multitud y con la sola intención de que sea libre la mirada hacia la propia realidad.

Así, pues, si apenas llega al ámbito de lo estrictamente académico y no se valora con atención lo que mantiene a la multitud en aliento, no es por el simple deseo de distinguirse, sino para que la verdadera realidad permanezca o se haga visible. Y también porque la realidad descubre un aspecto más profundo e interesante a quien la contempla desde una actitud teórica y filosófica que a quien está agobiado por la tarea de cada día. La distinción que, según esto sería objetiva y nada presuntuosa, sino más bien humilde, se funda en la experiencia; el apartamiento de lo que todo el mundo aprecia y quiere debe ser tenido como esencial e irrenunciable, y, por tanto, lejos de ser sospechoso debe ser alentado.

Naturalmente, después de estas insinuantes observaciones resta el problema de la relación entre lo académico y lo esotérico, que es aún más amplio. Planteada ahora por primera vez debe quedar pendiente como tal cuestión. Parece que aún nos queda mucho que recuperar de lo que fue fundamental en lo académico; más de lo que nosotros podríamos ya lograr. Pero reflexionar sobre el planteamiento de la cuestión, al menos una vez, me parece indispensable.

[1] JOSEF PIEPER: El ocio y la vida intelectual. Rialp, Madrid, 1979, págs. 173-212 (reproducido con autorización de la editorial).

[2] Cfr. OTTO IMMISCH: Academia (Friburgo de Brisgovia. 1924)

[3] FERDINAND GREGORIVIUS: Athenais. Historia de una emperatriz bizantina. Copiado también en su obra Athen und Athenais (Dresde, 1927, pág. 767 y sigs.).

[4] FRITZ HALBAUER: Mutianus Rufus und seine geistesgeschichtliche Stellung (Leipzig y Berlín, 1929, pág. 101 y sigs.) Todavía Alfred N. Whitehead (1861-1947) vivió la Universidad inglesa de Cambridge como «a replica of the platonic method».

[5] Metafísica, 2, 993 b.

[6] In Met., 2, 2; nr. 290.

[7] Ibidem.

[8] I, 3.

[9] DESCARTES: Discours de la méthode, 6.

[10] PLATÓN: Teetetes, 174, 3.

[11] Cfr. por ejemplo Gutachten zur Hochschulreform, de Hamburgo, 1948. Introducción, sección B, 3.

[12] Ibidem, sección Studium generale.

[13] Ibidem.

[14] Reallexicon für Antike und Christentum (Leipzig, 1942. Artículo «Arbeitsruhe», pag. 590).

[15] Cfr. HERMANN UNSENER: «Organización del trabajo científico», en Vorträge und Aufsätze, Leipzig-Berlín, 1914, página 76 y sigs.

[16] Leyes, 643 d.

[17] Banquete, 202 c.

[18] GOETHE a Fizmer, 26 de marzo de 1814.

[19] V. JOSEF PIEPER, El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid, 1979, págs. 9-76.

[20] Cuaderno de abril, 1948, pág. 8.

[21] Blätter und Steiner «Hamburgo», 1934, pág. 175.

[22] Ibidem, pág. 207. Cf. También Der Arbeiter (Hamburgo, 1933, 2.ª edición, pág. 116 y sigs.).

[23] Blätter und Steiner, pág. 211.

[24] Ibidem, pág. 133.

[25] Ver., I, 1.

[26] 174 c.

[27] Carta séptima, 344 c.

[28] Ibidem, 241 d.

[29] 1.341 a.

[30] I, II, 2, 2, ad. 1

[31] Stromata 5, 21.

[32] Carta a Passow del 20 de octubre de 1811.


Más lecturas sobre Qué es lo académico:

Javier Aranguren: ¿Qué es lo académico según Josef Pieper?

Jaime Nubiola: ¿Cómo debe ser un académico?