Pedro Laín Entralgo: «Antropología de la esperanza»

En el momento en que aspira a 'ser siempre', la esperanza humana rebasa el límite de la existencia, «trasciende a la muerte»

El Tiempo vencido por el Amor, la Esperanza y la Belleza. Museo del Prado. Foto: CC Wikimedia Commons
Alfonso Basallo

Pedro Laín Entralgo. (1908–2001) Médico humanista. Fue catedrático de Historia de la Medicina y director de la Real Academia Española. Obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. De su amplia producción cabe destacar El médico y el enfermo, Qué es el hombre, España como problema, La espera y la esperanza, Descargo de conciencia y las biografías de Ramón y Cajal y Marañón.


Avance

La indagación filosófica que Laín Entralgo hace sobre la esperanza es profundamente optimista: el hombre no puede no esperar. Hasta el suicida, solo que este «espera un modo de ser más satisfactorio que la vida que le desespera», o en palabras de Baudelaire, «yo me mato porque me creo inmortal y espero». Como dice el filósofo francés Gabriel Marcel, cuyos pasos sigue Laín: «La esperanza es la estofa de la que está hecha nuestra alma». La forma primaria de la esperanza es la espera, en la medida en que la existencia humana es temporal y el futuro, imprevisible; y el ingrediente que eleva la espera a la esperanza es la confianza. Cuando falla la confianza y predomina la sospecha surge el sentimiento de la angustia. Esta última, muy presente en el hombre occidental del siglo XX, responde, en última instancia, al miedo ante la nada (el no ser). ¿Por qué hay gente desesperanzada?, se pregunta el autor. Acaso por una vida familiar tormentosa, una educación inadecuada, una biografía marcada por el desengaño, etc. Y como la vida no es fácil para nadie, siempre será necesaria una voluntad tenaz para hacer al hombre esperanzado, independientemente de las circunstancias. Viene bien para ello meditar sobre la muerte y considerar la vida como una prueba, en la que el dolor y el fracaso tienen un papel para ejercitar la paciencia, que «consiste en dar tiempo a lo real».

Pedro Laín Entralgo. «Antropología de la esperanza». Encuentro, 2025.

La meta u objeto de la esperanza no es otra que la felicidad y el apetito de esta «nos proyecta siempre hacia la trascendencia», porque nuestras aspiraciones solo son verdaderamente personales «cuando aspiran a ser siempre y a ser todo». ¿Y qué son estas expresiones sino «modos humanos de nombrar lo trascendente»? En el momento en que aspira a ser siempre, la esperanza humana rebasa el límite de la existencia, «trasciende a la muerte». El autor da paso así a la esperanza cristiana. Esta virtud teologal sería la culminación de la esperanza natural que interpela y acucia a todos los hombres. Gracias a esta brújula trascendente y tras-natural, el hombre «arroja en Dios su cuidado de existir» o, como dice san Agustín, «la carne descansa en la esperanza».

Solo desde esta perspectiva es posible mantener la esperanza en un mundo marcado por las crisis, las guerras y la pérdida de fe en el ser humano. Para el hombre contemporáneo, afirma Laín, existir consiste «en aceptar con resignación trágica el deber de crear, día a día, su realidad propia, bajo un cielo sin Dios y dentro de un mundo sin sentido». Cree Laín, sin embargo, que es posible escapar de esa trampa. Instalado en su libertad, «el hombre creador y esperanzado confía en la creatividad del absoluto que yace en el fondo mismo de lo real y entrevé como posibilidad el remedio de su deficiencia». Porque, como anticipó san Agustín, «la zona de la esperanza es también la zona de la plegaria».

Artículo

Pedro Laín Entralgo es uno de los pensadores del siglo XX que se han dedicado a reflexionar sobre la esperanza, junto con el francés Gabriel Marcel y los alemanes Ernst Bloch y Josef Pieper. El español la estudió, de forma sistemática, en cuatro ensayos elaborados a lo largo de casi cuatro décadas. El primero fue La espera y la esperanza (Historia y teoría del esperar humano) (1957), al que seguiría en 1978 Antropología de la esperanza, que recoge, sintetizada por su discípulo Diego Gracia, la tesis del anterior más un epílogo comentando las aportaciones de Bloch y del teólogo protestante Jurgen Moltmann. En los años 90, Laín completaría este ciclo con otros dos ensayos, Creer, esperar, amar y Esperanza en tiempo de crisis.

Esa indagación filosófica fue, en cierto modo, una respuesta al análisis realizado por Heidegger en Ser y tiempo, señala Antonio Piñas en el prólogo a la Antropologia de la esperanza, que acaba de reeditar Encuentro. Si el pensador alemán enfatizaba la angustia, el español considera más acertado enfatizar la esperanza.

Laín Entralgo parte de una observación: es imposible vivir sin esperanza. «Lo primero que debe afirmarse acerca de la esperanza es la hondura y la universalidad de su implantación en el corazón del hombre», constata. Y la forma primaria de la esperanza es la espera, en la medida en que la existencia humana es temporal, y el futuro, imprevisible. «Toda sala de espera es siempre de algún modo sala de esperanza», afirma el filósofo, en alusión a las estaciones de tren. El hombre no puede no esperar. Hasta el que acaricia la idea del suicidio: «Espera un modo de ser más satisfactorio que la vida que le desespera», o dicho por Baudelaire: «Yo me mato porque me creo inmortal y espero».

A su vez, «la forma primaria de la espera es el proyecto; y el hábito de la espera se actualiza, de modo concreto, en el acto de aguardar». El modo más operativo de la espera es la creación; el más receptivo es la expectación (que viene de ex-pectare, mirar atentamente hacia algo); y el más auténtico y radical es la entrega. En esta el hombre no aspira al simple logro de un objeto deseado, «sino al cumplimiento de una vocación personal».

El otro elemento fundamental de la esperanza es la confianza, porque es «la que eleva la espera a esperanza». Por eso, cuando falla la confianza y predomina la «defianza» o la sospecha, surge el sentimiento de la angustia. Esta última, muy presente en el hombre occidental del siglo XX, responde, en última instancia, al miedo ante la nada (el no ser). Mi angustia ante la muerte consiste en un «no saber lo que va a ser de mí», señala el autor. Sin embargo, «ni la angustia aguda de la desesperación ni la angustia mitigada y crónica de la desesperanza anulan totalmente la esperanza en el alma, tan solo la reducen«.

Una confianza meramente expectante y pasiva no es sino «una forma de presunción […], quien confía en la ruleta no es un esperanzado, sino un iluso». Por el contrario, la confianza del esperanzado exige de este «actividad y osadía, le mueve a la magnanimidad y a la concepción de proyectos altos y arriesgados».

La estofa de la que está hecha el alma

De todo esto se sigue que «la esperanza es la estofa de la que está hecha nuestra alma», como decía Gabriel Marcel. Laín añade dos ingredientes más: la condición creyente (o pística) y la amorosa (o fílica). Las tres corresponden a las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Gracias a la creencia, la esperanza y el amor —continúa Laín—, puede superar el hombre sus cuatro primordiales indigencias: necesidad de mundo cósmico, necesidad de saber, necesidad de los otros y necesidad de un fundamento último.

El sujeto de la esperanza es el hombre, «ser inteligente y finito que no se conforma con su propia finitud». De suerte que vivir humanamente es vivir en precario, en instancia de la plenitud que se espera. El proyecto, la pregunta y la creación son las formas naturales de la precariedad humana; la plegaria —o precaria, cuya raíz es la voz latina prex (ruego)— es su forma religiosa. Pero en el acto de esperar, advierte Laín, no está el hombre solo: la espera es siempre co-espera; y el que espera es un yo en nosotros. Un nosotros que, por lazos tenues, se extiende a toda la humanidad, desde Adán hasta el fin de los tiempos, como apunta Gabriel Marcel. «Mi esperanza —argumenta Laín— me hace amar a los hombres porque esperamos juntos, y mi amor a los hombres me mueve a esperar con ellos y para ellos». En este sentido, la historia es el inmenso despliegue temporal de la esperanza humana, como enseñó san Agustín.

La esperanza se puede debilitar, se puede perder y también se puede recuperar. Es lo que el médico humanista llama «la dinámica de la esperanza». ¿Por qué existe gente desesperanzada? Influyen factores varios: una vida familiar tormentosa, una educación inadecuada o cínica; una biografía marcada por el desengaño, «dispondrán el alma a la espera desesperanzada». Y como la vida no es fácil para nadie, siempre será necesaria una voluntad tenaz para hacer al hombre esperanzado, independientemente de las circunstancias. Es lo que Laín llama «la ascética de la esperanza». Es verdad que los factores externos influyen, pero solo la acción de una voluntad libre hace posible una existencia confiada, esperanzada y amorosa en lugar de una marcada por la duda, la desesperanza y el odio.

Apropiarse del fracaso y meditar con provecho de la muerte

Para preservar la esperanza son necesarios cuatro recursos, explica el autor: «Considerar la vida como prueba, practicar el sacrificio, ejercitar la creación y meditar sobre la muerte». El dolor, la limitación, el fracaso ponen a prueba la vida y es preciso hacerlos nuestros. Ante ellos solo caben dos actitudes: «la resignación», que consiste en «apropiarse el fracaso», es decir «su incorporación positiva a la vida personal como ocasión para reordenarla»; y la paciencia, que «consiste en dar tiempo a lo real, esperar el futuro con la confianza puesta en la realidad, que siempre merece crédito».

El sacrificio, segundo recurso, supone «ofrecimiento y renacimiento». Los romanos llamaban mortificatum granum a la semilla que deja de ser semilla, por haber germinado ya. Análogamente, «la mortificación sacrificada mata parcialmente el hombre, haciéndolo nacer […]». Lo expresaron los versos de Unamuno:

la vida, esa esperanza que se inmola

y vive así inmolándose en espera

y los del poeta inglés Shelley:

… amar y soportar, esperar hasta que la esperanza cree de su propio naufragio la cosa que contempla.

Vivir vocacional y creadoramente es el tercer camino para mantener la esperanza, sobre todo cuando «la creación cobra forma de magnanimidad o “razonable empresa de cosas altas”». Lo cual no es exclusivo de genios, advierte Laín, pues todo hombre puede ser creador y magnánimo hasta en las tareas más humildes.

Y, por último, meditar sobre la muerte. Puesto que se trata del término de nuestra vida proyectable, «el hecho de pensar en ella nos descubre la consistencia real de los proyectos que llenan esa vida». Se pregunta Laín qué es el acto personal de morir sino un «definitivo poner a prueba nuestro personal modo de sentir y entender “la prueba de la vida” y la hondura y el alcance de nuestra esperanza».

La felicidad, meta de la esperanza

En esa dinámica, en esa sucesión de esperas, lo que el hombre persigue no es otra cosa que la felicidad, el objeto de la esperanza. «La consecución de lo que espero —nos dice Laín— me traerá la posesión de un modo de ser en el cual mi vida será más rica que antes; y en consecuencia, una nueva etapa en el camino del ser que mi persona ansía». El hombre espera la felicidad a través de los sucesivos algos que sus proyectos tienen. Ese apetito de felicidad «nos proyecta siempre hacia la trascendencia, hasta cuando más inmanente parece, porque nuestras aspiraciones solo son verdaderamente personales —esto es, creadoras— cuando secretamente aspiran a ser siempre y a ser todo», y ¿qué son estas expresiones sino «modos humanos de nombrar lo trascendente»?

En el momento en que aspira a ser siempre, la esperanza humana rebasa el límite de la existencia proyectiva, «trasciende a la muerte»; y en cuanto que existe apoyada sobre una donación gratuita, «la esperanza —que siempre es interrogación confiada o confianza interrogante— supone el coloquio metafísico y transversal con un absoluto. Esperando así, el hombre da figura a la realidad de su religación: espera en lo que haya, en la Divinidad». La esperanza —deduce de todo esto el autor— «solo puede ser genuina cuando nos abre la existencia al ámbito de una realidad trasnatural […] siendo, de alguna manera, religiosa; lo cual incluye la perspectiva cuasi religiosa del marxismo auténtico o la formalmente religiosa del cristiano o del musulmán verdaderos».

La esperanza cristiana: un salto cualitativo

Observa el pensador que esa sed de transcendencia estaba latente en los griegos y, de alguna manera, en el panteísmo, el deísmo e incluso en el ateísmo. Y considera formas de religiosidad la de los científicos contemporáneos que ponen su esperanza en «la Divina Naturaleza» y en la de los materialistas, dialécticos o no dialécticos, que la ponen en «la Divina Materia». Ahora bien, si el espíritu humano es consecuente, ¿podrá dejar la esperanza a ese nivel? «¿No sentirá ese hombre, en la intimidad del alma, que todo su ser debe elevarse a una manera de esperar esencialmente superior a la naturaleza humana?», se pregunta Laín.

El autor da paso así a la esperanza cristiana, la beata spes, de la que habla san Pablo. La virtud teologal sería la culminación de la esperanza natural que interpela y acucia a todos los hombres. Si bien la esperanza cristiana no es una simple coronación de los deseos humanos, matiza Laín; sino que es «el fruto de una regeneración de nuestra naturaleza, adquirida por la Resurrección de Cristo, infundida por el bautismo, sostenida por la fe y conservada por la vida sacramental».

Se trata de un salto cualitativo en la escala de la esperanza, algo a lo que tiende el hombre: a la suma felicidad, al Sumo Bien, pero a lo que no puede llegar sin la ayuda de ese Sumo Bien. Limitado a los puros recursos de la naturaleza, el hombre no podría esperar la vida eterna. Como apunta Gabriel Marcel, para que se pueda hablarse de esperanza, el hombre tiene que fiarse de algo externo a él, que le viene dado de forma gratuita, y ese algo no es otra cosa que la «gracia». «En la raíz de la esperanza, hay algo que nos es literalmente ofrecido», afirma en su obra Homo viator.

Y el motivo de la esperanza cristiana es la fidelidad de Dios a sus promesas, puesto que Dios es la misma verdad. «Solo cuando la esperanza de los bienes futuros y transitorios se ordena dentro de la expectación del bien supremo, trascendente y eterno […] se puede decir que el hombre ha arrojado en Dios su cuidado de existir», indica Laín. Como expresa san Agustín en La ciudad de Dios, es entonces cuando «la carne descansa en la esperanza».

Pero… ¿no es heroico esperar contra toda esperanza?

Dicho esto, ¿es posible la esperanza en medio de un Occidente secularizado, que no solo ha perdido la fe en Dios sino también en el propio ser humano, tras el Holocausto y las dos guerras mundiales? ¿No suponen un test de estrés para la esperanza la crisis del hombre contemporáneo y el fin de las certezas filosóficas? Así lo plantea el propio Laín: «¿No es a veces heroico esperar in spe contra spem, como san Pablo aconsejaba?».

Ante esa tesitura solo caben tres salidas, considera Laín Entralgo: suicidarse, convertirse a una nueva esperanza o hacer de la desesperanza un hábito. Y eso es, exactamente, lo que ha pasado en el siglo XX: han aumentado los suicidios; y también las conversiones religiosas (al cristianismo) o pseudo religiosas (al marxismo); y destacados intelectuales han hecho del «heroísmo desesperanzado la forma suprema de la vida humana». Singularmente Camus o Sartre. Este último subraya que «el hombre es un deseo de ser Dios; pero Dios es impensable e imposible, no existe y no puede existir; luego el hombre es una pasión inútil». Para el hombre contemporáneo existir consiste «en aceptar con resignación trágica el deber de crear, día a día, su realidad propia, bajo un cielo sin Dios y dentro de un mundo sin sentido —afirma Laín—. Al Yo soy Dios de sus abuelos ha opuesto el Yo soy mi libertad, de los que en ser libres cifran todo su haber».

Pese a todo, sostiene el autor que el alma humana puede salir de esa trampa a lomos de la esperanza. El mero hecho de interrogarse propia de los filósofos —incluidos los actuales— es un motivo para confiar, pues «si no hubiera esperanza de obtener una respuesta, la pregunta sería absurda». Instalado en su libertad, añade Laín, «el hombre creador y esperanzado confía en la creatividad del absoluto que, activamente, yace en el fondo mismo de lo real y entrevé como posibilidad el remedio de su deficiencia. Como dice Marcel y había anticipado san Agustín, “la zona de la esperanza es también la zona de la plegaria”».

Postdata.-

Completa este trabajo un epílogo en el que Laín Entralgo glosa las aportaciones de Ernst Bloch, desde una óptica marxista, y del teólogo Jurgen Moltmann desde la perspectiva protestante. Valora el español el notable ensayo El principio de la esperanza, del primero, y afirma que esta opción y la suya deberían cooperar intelectual y socialmente entre sí, pese a sus radicales diferencias, para promover la justicia en el mundo. Y destaca cómo La teología de la esperanza de Moltmann retoma el El principio de la esperanza de Bloch y busca un fundamento trascendente, apoyándose en la resurrección de Cristo y la promesa del reino futuro de Dios, como argumentos últimos de la esperanza.


Imagen de cabecera: El Tiempo vencido por el Amor, la Esperanza y la Belleza (1627), óleo sobre lienzo de Simon Vouet. Museo del Prado. El archivo de Wikimedia Commons se puede consultar aquí.