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Como Mark Lilla o Francis Fukuyama, también Bret Easton Ellis combate con apasionamiento la política identitaria, pero en su caso lo hace tras constatar cuáles son hoy las secuelas de una decidida heterodoxia. A este escritor americano, gay y hedonista, no le arredran ni los tweets difamatorios ni las campañas de desprestigio y, contra viento y marea, compone en Blanco una defensa de la libertad de expresión, convencido de que ante ella han de caer los innumerables tabúes que ha levantado lo políticamente correcto.

Blanco, Bret Easton Ellis. Literatura Random House. Barcelona, 2020. 229 págs. 20,90 euros (papel) 9,99 euros (Digital)

No; Easton Ellis no es un santurrón, ni el profeta enviado para reprender la laxitud moral. Es un hijo de su tiempo que, sin ocultar sus contradicciones, cree que la cultura actual es frívola y anodina y que, frente a ella, desea recuperar de algún modo el sentido estético.

Su mensaje no es moralizador y quizá esta sea la razón por la que muchos le consideran un traidor. ¿Cómo el autor de American Psycho, paradigma de artista comprometido, se ha mostrado tan reacio a sostener el estandarte del progreso? ¿Por qué razón ha traicionado las causas de la Nueva Izquierda?

Blanco constituye una suerte de autobiografía de esa generación que heredó las libertades por las que lucharon sus padres durante los sesenta y que ahora observa las cadenas que su descendencia millenial no vacila en echarse al cuello Easton Ellis contrapone la toxicidad emotiva de hoy a la recia atmósfera en la que creció un chico de clase media como él. Entonces, explica, “no nos daban medallas por hacer un buen trabajo ni nos premiaban solo por hacer acto de presencia: había ganadores y perdedores. Todavía no existían –los tiroteos en la escuela–al menos, no eran una epidemia–, pero nos pegaban, normalmente niños mayores y por lo general sin que nuestros padres se apiadaran de nosotros, ni tan siquiera lo comentaran. Y desde luego no nos decían que éramos especiales a la menor ocasión”.

Nacido en Los Ángeles, este escritor de semblante plácido publicó su primera novela antes de alcanzar los veinte. Desde entonces, tanto en Nueva York como en Hollywood, se ha codeado con lo más granado del ambiente cultural y del espectáculo, consiguiendo hacerse con una voz propia en la caldeada atmósfera americana.

Su libro es un revulsivo y un baño de realidad parecido al que recibe el lector de 12 reglas para vivir, de Jordan Peterson. Ambos pretenden revertir esa “tentación de la inocencia”, tan perjudicial tanto para el individuo como para la sociedad en la que vive, y mostrar que la vida es más compleja, y por tanto también más rica y gratificante, de lo que la banalización actual y el victimismo suponen. Incluso “el dolor puede –escribe– ser útil porque puede motivarte, y a menudo aporta los materiales para construir grandes obras de arte, música y literatura”. Aunque solo fuera por esto, merecía la pena acercarse a esta obra.

“El dolor puede –escribe Ellis– ser útil porque puede motivarte, y a menudo aporta los materiales para construir grandes obras de arte, música y literatura”

EL SUEÑO DEL ACTOR

A través de sus comentarios en las redes sociales y de su podcast, Easton Ellis ha cosechado una fama de enfant terrible inmerecida: quien lea Blanco se dará cuenta de que no siente particular querencia por el escándalo, sino una aversión cerval a toda suerte de politización, especialmente la que afecta a la identidad y al arte. ¿Por qué convertir la subjetividad y la expresión artística en un campo de batalla ideológico, si es eso, al final, lo que aísla y enfrenta?

Hoy es más atinado que nunca, a su juicio, ese diagnóstico que habla de nuestra actual “cultura del espectáculo”. La obsesión que atrapa al actor y que le conmina, siempre y en todo, a gustar, la siente, en el contexto de la sociedad de la información, el individuo. De ahí que ahora “la mayoría de nosotros llevemos en las redes sociales vidas más basadas en una interpretación de lo que habríamos imaginado tan solo una década atrás y, gracias al pujante culto al gustar, en cierto modo nos hemos convertido en actores”. Pero ese modo de comportamiento nos termina inexorablemente empobreciendo porque hace que se desvanezcan las contradicciones y las aristas, justamente lo que expresa el arte, es decir, lo más real de nuestra existencia.

La vida se ha hecho fácil, como las películas. Y, como las películas, esperamos siempre un final feliz. Vivimos, en resumidas cuentas, en una cultura de la disponibilidad y del consumo, que demoniza el sufrimiento. Easton Ellis explica que en ella ha desaparecido la inversión: todo se compra o se vende a golpe de clic. Por decirlo de otro modo, al desvanecerse los valores, queda solo el precio. Estas páginas no censuran esta situación desde el punto de vista moral, sino estético: en una sociedad nihilista, se pierde todo criterio objetivo, incluidos los artísticos. “Esa ausencia de inversión –asegura- convierte todo en lo mismo. Si todo está disponible sin esfuerzo ni cierto dramatismo, ¿a quién le importa si te gusta o no?”.

En nuestra sociedad digital, observa, todo parece de “usar y tirar”, de la misma manera que todos parecemos iguales, indistintos, a pesar de las reivindicaciones individualizadas y los reclamos que nos exhortan a ser auténticos. Nada ha de sobresalir en la “fantasía de la inclusividad”, en la que no solo un yo es igual, e intercambiable a otro, sino que “todos debemos compartir los mismos valores, la misma visión del mundo y el mismo sentido del humor”.

CULTURA IDENTITARIA

Para Ellis, la cultura de la identidad constituye la otra cara del victimismo que es, a su vez, la secuela de ese narcisismo que contempla el mundo desde el prisma del acreedor.

Se trata de una cultura maniquea, que castiga a quienes considera culpables de discriminación, y honra a quienes se sienten ofendidos por cualquier causa, explica este novelista que ha sufrido en sus propias carnes las secuelas de no suscribir los dictados identitarios. Es, también, una cultura del despecho, vengativa y asfixiante para quien, como el autor de Blanco, se aleja de sus postulados, y netamente ideológica, en la medida en que pasa todo por el tamiz de la corrección política.

Pero también es una cultura hipócrita porque, bajo el atractivo marchamo de la inclusividad, excluye y alimenta la confrontación. Toda identidad, por atrabiliaria que sea, merece protección, socavando incluso toda posibilidad de crítica. Por esta razón la moda de la identidad multiplica el número de ofendidos y el de víctimas. También quienes se sienten de alguna manera ultrajados por la actitud inocente de otros se aprestan a orquestar campañas globales que no palian su victimismo. Porque si todo depende del sentimiento subjetivo, es posible reputar toda relación como una afrenta, todo contacto como un agravio, toda opinión como una transgresión. Es lo que afirma el escritor americano: “Si lo miras todo solo a través de tu partido o afiliación y solo puedes compartir espacio con gente que piensa y vota igual que tú, ¿acaso no te conviertes en alguien pasivo-agresivo y falto de curiosidad que lo simplifica todo demasiado, varado en la idea de que estás en la senda moralmente correcta sin plantearte ni siquiera que quizá otros piensen justo lo contrario?”.

Ellis vio pronto el peligro: “Esta nueva política te exigía vivir en un mundo donde no se ofendiera nunca a nadie, donde todos fueran siempre amables y educados y las cosas siempre inmaculadas y asexuadas, a poder ser sin género, y ahí fue cuando comencé a preocuparme de verdad, cuando las empresas empezaron a querer controlar no solo lo que decías, sino también tus pensamientos e impulsos, incluso lo que soñabas”.

«Esta nueva política te exigía vivir en un mundo donde no se ofendiera nunca a nadie, donde todos fueran siempre amables y educados y las cosas siempre inmaculadas y asexuadas, a poder ser sin género, y ahí fue cuando comencé a preocuparme de verdad»

La indignación es otra de las contrapartidas de la victimización, ya que solo alzando la voz en la confusión indistinta de nuestro espacio público se consigue llamar la atención. Easton Ellis pasa por alto la dimensión económica de las demandas de identidad y escribió el libro mucho antes de que las legislaciones incluyeran los delitos de odio. Pero no se le escapa ese ambiente social en el que vive quien se distancia de lo políticamente correcto. Esa sensación de que uno siempre se está definiendo políticamente, que todas nuestras actitudes revelan las filias y fobias ideológicas y de que existe un bando acertado y otro vergonzoso ha crecido, según Ellis, en las últimas décadas, en las que, como consecuencia, ha aumentado la polarización.

“Es esta –explica– una época que juzga a todos con tal dureza a través del filtro de la política identitaria que, si te resistes al amenazador pensamiento de grupo de la ‘ideología progresista’, que propone la inclusividad universal salvo para aquellos que osen formular preguntas, estás jodido. Todo el mundo tiene que ser igual y reaccionar de idéntica forma ante una obra de arte concreta, un movimiento o una idea, y si te niegas a sumarte al coro de aprobación serás tachado de racista o de misógino. Es lo que le pasa a una cultura cuando deja de importarle el arte”.

CENSURA Y LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Blanco reflexiona sobre todo ese proceso de “etiquetado” al por mayor al que nos vemos conminados y las secuelas que conlleva la cultura del “me gusta”. Así, “cuando todo el mundo se considera especialista, alguien con una opinión que merece ser escuchada, lo que se consigue es que las opiniones individuales importen menos. En el fondo –continúa Easton Ellis– lo único que hemos hecho es ofrecernos: para que nos vendan, nos etiqueten, nos seleccionen como objetivo, exploten nuestros datos. Es el final lógico de la democratización de la cultura y el temido culto a la inclusividad, que insiste en que todo el mundo tiene que vivir bajo el mismo paraguas de leyes y normas: un mandato que dicta cómo todos nosotros deberíamos expresarnos y comportarnos”.

La cultura identitaria no debe dejar al albur las opiniones porque pueden resultar ofensivas o traumáticas para las supuestas víctimas, explica Ellis en su crítica al creciente sentimentalismo. Por ello, siempre pierde la libertad de expresión, ya que la condescendencia exige fiscalizar las manifestaciones públicas. “Cuando te da un berrinche infantil, lo primero que pierdes es el juicio –sostiene–, y luego el sentido común. Y al final pierdes la cabeza, y con ella la libertad”. A juicio de los defensores de la corrección política, se debe controlar el debate para no conculcar la justicia. Pero es eso lo que hace que nuestra cultura y la convivencia se resientan: un espacio público “blanqueado”, que prohíbe la disidencia hace que cada vez sea más difícil aceptar puntos de vista diferentes a los mayoritarios, como se encarga de recordar repetidamente Ellis a lo largo de su libro.

Se olvida, así, que la crítica y la oposición son necesarias tanto para la maduración individual como colectiva. Bien lo sabe el propio escritor americano, que ha sido marginado por sus opiniones y acusado de connivencia con la derecha, a la que no vota.

En todo ello ha insistido también Jonathan Haidt, psicólogo social, que, como Easton Ellis, ha denunciado lo perjudicial que resulta para los jóvenes el conformismo y la escasez de la discrepancia en los campus universitarios. En palabras del novelista: “No tener la capacidad o la voluntad para ponerte en la piel del otro, para ver la vida de un modo distinto a cómo tú la experimentas, es el primer paso hacia la falta de empatía, y por eso tantos movimientos progresistas se han vuelto tan rígidos y autoritarios como las instituciones a las que se oponen”.

“No tener la capacidad o la voluntad para ponerte en la piel del otro, para ver la vida de un modo distinto a cómo tú la experimentas, es el primer paso hacia la falta de empatía, y por eso tantos movimientos progresistas se han vuelto tan rígidos”

Ellis desgrana en esta obra, en la que repasa su trayectoria, las dinámicas y los círculos viciosos de la nueva cultura, explicando al mismo tiempo la metamorfosis de la izquierda, que ha pasado de combatir las grandes injusticias sociales a esgrimir mensajes sensibleros, apartados de las necesidades reales de quienes más sufren. La hostilidad que este libro muestra hacia la política identitaria es también una forma de defender a la izquierda de sus propios monstruos, ya que explica por qué constituye “la peor idea de nuestra cultura” y cómo “alienta la expansión de la derecha alternativa separatista y de las organizaciones solo para blancos”. Lo que urge, pues, es una forma de entendernos que no alimente las diferencias, sino lo que une, es decir, una cultura que sea inclusiva, además de plural.

Profesor de Filosofía del Derecho. (Universidad Complutense de Madrid).