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«¡Oh, mira…!»

¿Es que aquí no ha llegado milord, el Petirrojo?
¿Es que no ha visto nadie todavía su anuncio
de gloria derramada que enrojece la nieve,
el farol que deshace la niebla cuando salta?

¿Es que aquí nadie sabe de ninguna noticia?
¿Gira aún aquel tiempo que regresa incesante,
siempre el mismo, sin nadie que sepa de otro tiempo
con fin y con principio, como vida de un hombre?

¿Es que aquí todo vuelve, ciego y sordo, y no deja
de volver a la noche del oscuro silencio,
sin luz en cada rostro, que nadie reconoce?
¿No laten las campanas por ti, por mí, por alguien?

Y cansan las preguntas. Pero si algún poeta
de los que arriba, en piedra —su nombre irrepetible,
su fecha irrepetible— permanece el recuerdo;
si alguno descendiera, qué no preguntaría.

Y si fuera el amigo de las lenguas de fuego,
cómo se frotaría los ojos cuando viera
que todavía aquí, como en los viejos tiempos,
como si nada, todo… érase que se era.

Porque aquí, bajo el suelo de Londres, con su cielo
de piedra y con sus nubes de piedra, de aquí crece
el sueño que llamamos la poesía inglesa.
Pero aquí es inmutable sustancia la materia.

Aquí se abre el sendero del país de la zarza
dorada donde el pájaro de invierno no ha llegado,
y el futuro es un eco, y el dragón todavía
defiende las tinieblas de los bosques distantes.

¿Hay alguien aquí, bajo las piedras con sus nombres?
¿Hay alguien o es que, acaso, centinelas del aire
hechizan los oídos con burlas? ¿No hay verdades
que hagan lo que dicen, que digan lo que hacen?

(…)

No hay caminos que lleven hasta el centro del bosque.
Ninguna huella deja cuando salta entre ramas
la esquiva ardilla gris. Y en el musgo del sueño
ningún erizo escribe carta de despedida.

Suenan los cascabeles de brillantes trineos
y la danza enloquece: las zarpas del león
esconden unicornios; las niñas se hacen daño
en espinas del agua del arroyo de palo.

Y todo cambia y nada se detiene: los pétalos
del lobo con la risa del castor, y los dientes
del acebo, y las flores del ratón, y las grandes
escamas del abeto de madera de plata.

Y vuelan como plumas; como en ronda las hadas
recorren la corteza de la tierra, incansables,
y se burlan con muecas del sol y la distancia
y extravían los pasos del viajero en la sombra.

¿Nunca vais a nacer? ¿No saldréis de este bosque
donde el rostro ocultáis en las uñas del oso
y en la fuente de miel, hechizando los ojos
y girando en el tiempo, estéril y vacío?

Yo sí voy a morir. Pero yo tengo un nombre
que ha salido de un vientre y una voz azulísima
donde nació el amor, nacieron las palabras,
donde nació el dolor y todo de la nada…

Y entonces, ya en la niebla de los puentes de Londres,
para acabar digamos lo único que cuenta:
la llegada del pájaro, del verdadero pájaro
del acontecimiento y la transformación.

Y su renovación, que no es sólo un recuerdo:
Porque por Él las sombras hacia la noche pasan.
Y el río gris arrastra la locura del mundo.
Y los niños devoran los palacios de Herodes.

Y las lenguas de fuego son la rosa de fuego.

Escritor, poeta y crítico de arte español