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Este «bello libro», como lo define L. A. de Cuenca en su (para autor y lectores) amistoso prólogo, inicia y concluye bajo el signo de un árbol su insólita travesía entre dos simbólicos extremos. Comienza en la portada, que ocupa por entero la foto de un olivo: el vigoroso tronco -«longevidad rugosa»- que la cruza en «Y» irradia en torno suyo una envolvente atmósfera de luz, viva y serena; arriba y por delante del hueco entre las ramas, el recuadro del título suspende en la magia de ese ámbito, preservado e ingrávido, su ayer, que nunca acaba. Y termina en el penúltimo poema, cuyos versos, como por boca de un Quevedo apócrifo, lloran su elogio, su epitafio y túmulo al «árbol a un lado del camino, muerto, desnudo de sí mismo, abierto a las miradas», «llama oscura, lumbre apagada», «vencido por el tiempo en larga guerra».

Entre estos dos extremos se mueve un extenso poemario, cuidadosamente construido, que el autor articula en dos partes, repartidas a su vez en secciones correspondientes a las divisiones del día. Estrictamente hablando, la única diferencia rigurosamente constante que las separa es la que distingue los poemas compuestos en formas métricas distintas de aquellos que repiten el mismo esquema. Sin embargo, en líneas generales, es tan predominante en cada una su registro o tono propios, que se podría decir que constituyen dos versiones de la misma experiencia, o dos modos de hablar de un mismo objeto, con partes interpoladas de cada una en la otra: en la primera de intención e impostación lírica («Noticia de María», págs. 13-87, formada por una veintena de poemas), la voz más esencial y depurada del poeta canta, entona, celebra, impreca…; en la segunda («Cancionero», págs. 89364, compuesta por algo más de doscientos sonetos) cuenta, describe, habla, recuerda, reflexiona…

El tema de esta doble formulación -que en términos musicales llamaríamos, por una parte, Lieder, por otra variaciones– es una historia de amor, cuyo destino (origen y final) escapa a la voluntad del sujeto. Sus poemas son himno y treno, celebración y crónica elegiaca de la posesión y pérdida del paraíso; la historia de cómo el poeta, desterrado del amor en que habitaba, y habitado por una ausencia que no vale desterrar, se debate entre la obstinación y el abandono, la exulta  ción y el desconsuelo, la plenitud y el vacío, la soledad habitada y la presencia fingida, desde la nostalgia, la contemplación de la belleza, la amargura, o la fe.

La fuerza y la debilidad de la obra del poeta tienen el mismo origen: su exceso, su desmesura; la voluntad de explorar y prolongar hasta su último extremo la vivencia y la plasmación literaria de la experiencia amorosa. El abultado número de sonetos (¡y no son más que la sexta parte de los que podrían figurar en el libro!) y la recurrencia de los motivos conduce a una inevitable sensación de monotonía. Claro que, en esto, el lector que lee esporádicamente y catando aquí y allá, como suele leerse la poesía, lleva ventaja sobre el crítico, obligado a intentar una impresión de conjunto. No obstante, el libro pide, en buena parte, una lectura seguida. Son varios los ejemplos de últimos versos convertidos en arranque de un poema o grupo de poemas sucesivos, y basta repasar el índice de primeros versos del final del volumen para advertir las muchas coincidencias. Todo esto tiene su razón de ser. Un alto porcentaje de la esencia del libro se perdería si perdiéramos de vista que el encadenamiento y la variación acumulativa son un efecto buscado.

El haber optado para la mayor parte del ciclo de los sonetos por un lenguaje común, «de menos pulimento», y a la vez por una forma tan rigurosa y exigente tiene sus riesgos, y no siempre consigue el poeta su deseo de hacer cristal del barro: hay algún que otro verso mal medido, ritmos duros, rimas forzadas o versos intrusos, algún que otro relleno, redundancias… pero el lector está avisado de antemano, y el acierto del que arriesga lo nuevo con lo viejo, aun a costa de decepciones puntuales, compensa más que la tersura irreprochable del neoclásico. Se recuerdan felices acuñaciones aliterantes o sinestésicas, como cuando califica a sus poemas de «tercas taraceas» o lamenta su destino de «horóscopos hostiles», o describe el romper de las olas como «trueno de nieve», y sorprende positivamente su intento reiterado de forzar la sintaxis en la expresión del absoluto amoroso, o la duplicidad del yo que en el presente recupera el nosotros del pasado.

Pese a la infinita tradición que el tema arrastra tras de sí y que el autor reelabora en alguna de sus modalidades más emblemáticas (amor cortés, amor a lo divino…), siguiendo a modelos característicos (desde San Juan de la Cruz y Gongora, invocados por él, hasta Miguel Hernández, además de Quevedo), tampoco en el plano de la invención conceptual faltan en el libro interesantes atisbos. Para aludir a ello volvamos a los símbolos del principio.

El olivo de la portada es el emblema de la plenitud del amor; el ámbito aislado por su copa en su burbuja mágica es la Arcadia anterior a la ilusión frustrada, el ayer sin final, al que, desposeído, el poeta se niega a renunciar y se obstina en volver manteniéndolo vivo. Para el árbol del penúltimo soneto, la lectura de todo el poemario nos propone sentidos que trascienden la simple antítesis retórica de la imagen luminosa de la portada, y que tienen su origen en uno de los contenidos más «poéticos» -en su sentido etimológico de «creativos», efectivos, incitantes a la reacción activa en la conciencia del lector del libro.

Se trata del proceso por el que lentamente, a medida que el poeta insiste en su obsesión, las palabras usurpan el lugar del objeto, suplantan a la realidad, que se ve reducida al hecho mismo de su formulación verbal. Y el amor que dictaba compulsivamente versos y más versos, pasajeramente transmutado en amor, se acaba convirtiendo en un amor dictado y creado por ellos, camino del silencio.

Ese me parece el «des-amor» del árbol muerto: el poeta vaciado, el canto exhausto, el fuego consumido, el amor apagado. Pero la muerte, la destrucción de la intimidad expuesta minuciosamente al descubierto, el vacío y el silencio son rescate y libertad para vivir de nuevo: en el «juicio final» -muerte y resurrección- del último soneto la experiencia vivida retorna lapidariamente reafirmada, como única ganancia computable de la vida. Pero ya es de otro mundo.

El disfrute de un libro de poemas es una cuestión de sintonía. En este caso, mis preferencias personales se inclinan por los sonetos descriptivos, limpios, ligeros, directos en la elección de detalles y llenos de movimiento, en los que, como debe ser, el arte sabe ocultarse a sí mismo, haciendo aparecer lo que es, sin duda, tanto intento, corrección reiterada de pintor minucioso, como instinto, pulso y rapidez de acuarelista consumado. Pero habrá quien se sienta más próximo a los emotivos cantares cercanos a los clásicos, o a los tonos íntimos de la efusividad romántica, o quien prefiera la musa tenue de los objetos y el lenguaje cotidiano. Recordando a Marcial, cada cual hallará, entre los que lea, buenos poemas, otros medianos y, no los más -como quería la falsa modestia del de Bilbilis- sino tal vez algunos, para su gusto, malos; pues no hay otra manera de componer un libro. •

Profesor de Filología latina, Universidad Autónoma de Madrid