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Ediciones Encuentro. 2008. 527 páginas

En este libro Alejandro Llano da una cierta razón de vida. Él mismo afirma que sus memorias no quedan agotadas con esta primera entrega. Con todo, ante los ojos del lector se deslizan algunos de los cabos que hasta ahora han tejido su vida.

Hay que comenzar por el principio, comparecen el entorno familiar y su propio mundo interior ante el ambiente de sus veranos asturianos y de sus, al parecer, tediosos inviernos madrileños: rememora la historia familiar, las vivencias del progresivo descubrimiento de la complejidad de la vida en la España de una posguerra ya algo pasada, donde junto al haz dela sociedad acomodada a la que pertenece va comprendiendo que siempre puede haber un envés, inicialmente sorprendente pero real. No escapan al panorama la pequeña controversia familiar sobre los antecedentes socioeconómicos de la familia asturiano-indiana, en que con cierta sorna el autor siempre había optado hasta ahora por la versión más acorde con su inclinación socialdemócrata, según la cual su padre había emigrado a México a causa de la pobreza de una familia que no poseía más que una vaca. Parece que ahora ha sentido la necesidad de reparar sus fechorías, contestadas durante tiempo por el sector femenino de la familia. También en este ambiente se percibe el alto concepto sobre las cualidades intelectuales y de carácter de sus padres, especialmente de su madre, y la inextricable solidaridad entre los siete hermanos, cada uno con su modo de ser. De aquí exactamente surge el título del libro, que procede de un poema de su hermano Carlos, quien ha ejercido un importante influjo en el autor.

Con sentido humano (homo sum) y sentido del humor es posible adentrarse en cómo se fue tejiendo la vida de este filósofo, que parece haber conservado algunos de los rasgos que él mismo refleja en su niñez, ese tira y afloja entre la timidez reflexiva, inicialmente huraña y progresivamente más modelada por el rodar de la vida, y la capacidad y la necesidad de las relaciones humanas, desplegadas en múltiples ámbitos a lo largo de su vida; quizá también se encuentre en este columpio en movimiento el hecho de que Alejandro Llano, después de un compromiso mantenido toda su vida, se vea a sí mismo como persona de fe vacilante.

El ambiente del colegio del Pilar, sus éxitos iniciales, escolares y sociales en el ámbito de esa pequeña sociedad que es un colegio, dejan paso a algunos desencuentros precisamente con el entorno -señaladamente divertido el capítulo del «desafortunado símil del pecho»-. Éstos dan lugar a su vez a la forja de sus grandes amistades; queda subrayada la amistad que data de aquella época con Carlos Mellizo y con Carlos Álvarez Villar especialmente. Tampoco sus inclinaciones intelectuales hacia lo que hoy llamarían algunos «letras puras» (se confiesa un letraherido) le facilitaron la relación en un momento dado con su padre, cuestión que pronto fue agua pasada. Es el momento de tomar una decisión sobre la orientación de su vida, que relata con la misma vivacidad y normalidad que el resto; quizá se lo haya hecho asequible el hecho de que quien más le facilitó el paso, fue Azucena, la «tata», una especie de genio protector femenino de agudeza serena y decires netamente asturianos.

El inicio de su contacto con la Universidad en la Complutense de Madrid allá por el comienzo del 60 abre la ventana al ambiente estudiantil de la época, vivido por el autor con gran intensidad: sobre todo en el aspecto intelectual, donde el magisterio de Antonio Millán Puelles, «filosofía susurrada», y la amabilidad de Rodríguez Rosado hicieron posible el definitivo encuentro con los grandes temas filosóficos que hasta la fecha han ocupado la atención de Llano. Es el hallazgo del puente entre conocimiento y referente y el punto de partida de la metafísica lo que intriga a este aprendiz de filósofo, y el «donde comiences allí permanecerás» de Hörderlin parece perseguirle: la representación, en ideas o en el lenguaje, al tiempo que sus relaciones con el mundo exterior vienen a marcar puntos importantes de su reflexión, reflejados en distintos títulos suyos, Fenómeno y trascendencia en Kant, Metafísica y lenguaje, El enigma de la representación, etc.Y tanto su insistente estudio de Aristóteles y Tomás de Aquino,como su convicción de que en I. Kant está en germen todo el pensamiento moderno, dan importantes pautas para comprender qué ha andado buscado con su tarea de filósofo. Su interés por la vida civil le ha llevado a prever cambios sociales anticipados en su Nueva Sensibilidad.

Sin apenas medios, con una importante cantidad de estudiantes, y sólo movidos por el studium de su tarea, esta generación de profesores universitarios y de estudiantes de primeros cursos toman la iniciativa en la organización de seminarios sobre temas que actualmente parecen quedar relegados al doctorado, si es que se salvan ahí. Así es el seminario voluntario y no computable en el currículo (gran desperdicio para los pro Bolonia), celebrado semanalmente en la Residencia de Estudiantes durante dos horas para leer despacio y discutir la Crítica de la razón pura de Kant y otras obras. Carencias y excelencias se mezclaban en las visitas pausadas y reflexionadas al Prado y las clases de Arte, aún con diapositivas en blanco y negro. Nombres como García Gual, Adrados y tantos maestros de la época crean el ambiente de la primera formación universitaria.

El inicio de su contacto con la Universidad en la Complutense de Madrid allá por el comienzo del 60 abre la ventana al ambiente estudiantil de la época, vivido por el autor con gran intensidad: sobre todo en el aspecto intelectual, donde el magisterio de Antonio Millán Puelles, «filosofía susurrada», y la amabilidad de Rodríguez Rosado hicieron posible el definitivo encuentro con los grandes temas filosóficos que hasta la fecha han ocupado la atención de Llano.

Especialmente interesantes para quienes vivimos de una u otra manera en el ámbito universitario son los capítulos «Por las vías de la investigación» y «La fabricación de una tesis», aunque hay otros muchos aspectos en el libro que reflejan, en actos y palabras de diferentes personas de diferentes tendencias y en la interpretación del autor, el esfuerzo por la excelencia en la búsqueda de la verdad y en la investigación.

Así como la relación con sus amigos y maestros madrileños parecen haber discurrido con la tónica de una amable armonía, su abrirse camino en la Universidad de Valencia se halla más bien en el tono de la dialéctica -años duros y desesperanzados, dice él-. El perfil de Manuel Garrido(«un tipo -dice Llano- de amistad/enemistad que a él le gustaba y con la que yo tampoco me encontraba incómodo») queda reflejado tanto en algunas actuaciones que podrían ser tachadas de atrabiliarias, como en el ambiente de diálogo serio con sus estudiantes y en una importante nota de buen paladar intelectual, precisamente en el momento en que podría haber dejado pasar una memoria de licenciatura sin pena ni gloria, y sin embargo abrió otras posibilidades al doctorando, dando simultáneamente un reflejo de notable respeto a la libertad del joven filósofo. El ambiente de desgarro y una cierta carencia de interés intelectual además de la acumulación de sus ocupaciones, ahora ya desde la posición del profesor, están a punto de hacerle abandonar. Una sugerencia de un colega con resonancias bíblicas -«por un solo justo»- parece haberle impulsado de nuevo. Bien es cierto que en esos mismos años encuentra el aliento del grupo de colegas, con los que se reúne en casa de Rodríguez Rosado, con los que mantiene el necesario diálogo humano e intelectual. También a estos tiempos se remonta su colaboración y amistad con Jesús Ballesteros, como también la dirección de las primeras tesis doctorales; muy peregrinas por cierto las circunstancias en que dirige la de Adela Cortina.

De Valencia a Münster, donde Fernando Inciarte -éste sí, genio protector- da lugar a una de esas grandes e interesantes relaciones de amigos hasta el fin, tanto en los intercambios intelectuales como en la adhesión personal, y que abre el camino a la real comprensión del filósofo de Königsberg de parte de Llano. Será, sin embargo más tarde, ya al final (9697) de su propio mandato rectoral, cuando tenga Llano la oportunidad de una más estrecha relación con él, a raíz de la cual traza las más sentidas páginas («un filósofo con ángel») en la valoración intelectual y humana de Inciarte.

A pesar de encontrarse, al fin, con un buen ambiente de colegas y compañeros en Valencia, se impone la necesidad -supervivencia laboral de los peculiares ambientes laborales universitarios- de emprender el camino de las oposiciones, que traza bajo un título irreverente, «La otra fiesta nacional». Con estos avatares entramos en la mezcla de esfuerzo, humor y aguafuerte a que se prestaba este tipo de lances. El caso es que al cabo de este episodio el autor se encuentra tomando posesión de la cátedra de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid; orgullo para su padre que lo considera como el sucesor de la cátedra de Ortega.

El interés por la cosa pública es una constante en la vida de Llano, pero de sus inicios en las lides relacionadas con la política universitaria de estudiantes del premayo-68 hasta ya avanzada su trayectoria vital, parece ser que siempre ha tenido que ejercer una especie de oficio del funambulista: no le han hecho gracia los matices patrioteros de muchos representante de la política oficial de la época, pero distingue claramente esta ganga del sentido de patria más serio, esa que brilla en los grandes de la teoría política.

Poco duró, sin embargo esta estancia madrileña. Reclamado por Alfonso Nieto, rector entonces de la Universidad de Navarra, decide trasladarse a la «lluviosa Iruña», donde durante ya largos años ha ejercido un poco todos los oficios, de profesor más joven y cercano a los alumnos a decano de Letras y rector. En esta ciudad se reencuentra con otro de sus amigos de siempre, Rafael Alvira, también filósofo y a punto de obtener su plaza universitaria. Los antiguos lazos de Madrid, cuando había establecido relación con un grupo del instituto Ramiro de Maeztu que fueron un descubrimiento y una emulación para él, se refuerzan aquí, y la sección de Filosofía de esta facultad alcanza un importante relanzamiento, a través de líneas de desarrollo bien marcadas en docencia, publicaciones e investigación, y con la aportación de profesores de otras universidades: I. Angelleli, Geach y Anscombe, Spaemann, etc., van configurando el necesario intercambio con otros ambientes y temas universitarios que dejarán pautas marcadas para el futuro.

A fecha cercana a sus contactos iniciales con Alvira se remonta también su conocimiento directo con San José María, fundador del Opus Dei, que le dejó una marca de humanidad, de espiritualidad, de amor a la libertad y de afecto. Mucho agradecimiento y un recuerdo muy hondo guarda también para don Álvaro del Portillo.

Poco le duró la paz cuando dejó el decanato de la Facultad de Filosofía, porque fue nombrado rector pronto. Sus recuerdos de este periodo no son ciertamente los más gratos, porque, a parte de no permitirle tanto leer, escribir y estudiar -auténticas inclinaciones de su vida- le obligan a verse las caras con la socialdemocracia de andar por casa del PSOE, en el poder entonces en la simpática pero reducida sociedad de la comunidad foral.

El interés por la cosa pública es una constante en la vida de Llano, al menos en lo que representa de aportación a esa sociedad en la que se siente naturalmente inserto y actuante, pero desde sus inicios en las lides relacionadas con la política universitaria de estudiantes del premayo-68 hasta ya avanzada su trayectoria vital, parece ser que siempre ha tenido que ejercer una especie de oficio del funambulista: no le han hecho gracia nunca los matices patrioteros de muchos representantes de la política oficial de la época, pero distingue claramente esta ganga del sentido de patria más serio, esa que brilla en los grandes de la teoría política. Inclinado también a la generosidad social, de niño, en una comida familiar, no tiene mejor idea que aclamar la incautación de la fábrica de habanos perteneciente a la familia de su madre de parte del entonces triunfante Fidel Castro. Sus inclinaciones socialdemócratas se plasman poco antes del cambio de régimen político, en el movimiento cívico Causa Ciudadana, que hubo de ampararse bajo el pabellón de las sociedades anónimas hasta momentos más oportunos. A través de su hermano Ignacio se realiza este contacto con el grupo, que más tarde había de integrarse en UCD, y del que formaban parte F. Fernández Ordóñez, García López, D. Ridruejo, entre otros. Precisamente Ignacio será gobernador civil de Navarra al poco de llegar Alejandro a Pamplona, ya en época democrática. El momento es el de máxima incidencia del terrorismo de ETA; es el tiempo del asesinato, entre otros, del jefe de la Policía Nacional en Pamplona, el comandante Imaz. Aunque Alejandro Llano se mantiene al margen de la actividad política activa, sus estrechas relaciones con su hermano le abren los ojos sobre una hosca realidad política y le hacen chocar una y otra vez con la testaruda realidad de la concreción histórica de la utopía, que arroja un saldo no precisamente positivo.

No fueron años fáciles para la Universidad de Navarra los de su mandato como rector, y ser su representante oficial le permitió contemplar la cara desconchada de una hostilidad un tanto testaruda y nada dialogante. A pesar de sus viajes a Alemania y a Estados Unidos, y de haber publicado en ese tiempo libros significativos en su biografía intelectual, parece que estos respiros no son suficientes para él y su salud se resiente. También esto queda reseñado con la sencillez característica de su redacción, proclive a discretas expresiones que no amplifican problemas y suavizan otras, dada a unir en un mismo tenor de redacción lo más directamente personal con lo más oficialmente significativo, todo acompañado de un tinte de humor, o incluso de zumba o ironía. Se diría que su redacción cae como el orballu asturiano. Si en algún lugar se permite la amplificatio es en los avatares de estudiante del tardofranquismo, en sus consiguientes SEU (o tempora!),en los vaivenes de las elecciones estudian roces con el tiles, y -con perdón- en las relaciones con el llamado sexo débil; un acento este, que más bien parece buscado para equilibrar el guión del libro, por más que es verdad: Llano ha tenido y tiene muchas y buenas discípulas y es capaz de ser un buen interlocutor con las féminas.

Llano tiene el don de expresar en la narrativa de la normalidad su pensamiento; cuenta muchas veces en forma de hecho los destellos de las ideas de fondo. No agobia con una sucesión de teorizaciones, sino el relato del curso de su vida en diferentes facetas, empapadas de su visión del mundo. El libro es interesante, se lee muy bien, porque él es muy buen lector y siempre ha sabido escribir bien, tiene sentido del humor más que suficiente para hacer un libro divertido a base de retazos de la autobiografía de un profesor; pero, sobre todo, es un libro interesante, donde se puede ver cómo se puede configurar una vida que es a la vez humana, familiar, con un recorrido intelectual profundo, llena de amistades; a pesar de los desencuentros sociales, dotada de convicciones morales y religiosas serias, y con la buena cintura de ese buen deportista que le hubiera gustado ser al autor cuando de pequeño se escapaban los hermanos a las aventuras espeleológicas en la cueva de Tito Bustillo. Y sin darme cuenta he vuelto a la caverna, símbolo que tortuguea en el libro, ya con las resonancias de platónicas, ya con otras más literarias y cercanas a la búsqueda del tiempo perdido.

Profesora titular de Filología Latina, Universidad de Navarra