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La lectura cruzada de The Booke of Sir Thomas More, el original, y de la versión de Ignacio García May: Tomás Moro, una utopía, ofrece una lección múltiple de historia, cultura y teatro. Ya la obra original es más que una obra: es también, para empezar, una novela de intriga. En el texto colaboran varias manos, entre ellas, la de William Shakespeare, nada menos. El detective de esa novela de intriga tendrá que adivinar hasta qué punto la segura mano de Shakespeare fue la decisiva, con lo que ello supondría de clarificador de la biografía del Bardo y del sentido total de su obra. En el prólogo de Tomás Moro (Rialp, 2012), la traducción española, Joseph Pearce apunta en esa línea. Otros misterios son el papel del tenebroso dramaturgo y espía gubernamental Anthony Munday o la fecha ignota de la primera redacción.
A la vez, la labor del Maestro de Festejos, sir Edmund Tilney, el censor del reino, deviene importantísima y ha dejado su huella sobre el manuscrito, cuya representación frustró. Lo que lo convierte en un valioso documento de los modos y las maneras de la censura de entonces. Estamos, por tanto, ante un texto capital para los filólogos, historiadores y estudiosos de las relaciones de la política y la cultura.
La obra de teatro en sí es la conmovedora hagiografía de un mártir y también la ocasión para varios fragmentos de poderosa poesía civil; una oportunidad aprovechadísima para el humor más negro y más brillante; un implícito tratado de filosofía política y un manual de buenas maneras del objetor de conciencia. De todos estos extremos, como cotraductor de la obra junto a Aurora Rice, ya he escrito y hablado. Lo instructivo de la lectura comparada con la versión teatral es comprobar cómo esta consigue potenciar casi todas esas virtudes, adaptando la obra a las tablas, o sea, favoreciendo técnicamente su representación en el espacio, y adaptándola al tiempo, posibilitando que el lector actual siga con pasión unos acontecimientos históricos de hace quinientos años. Si Sir Thomas More era más que una obra, ahora es más una obra. Como no se representó en su tiempo, al manuscrito le faltan los arreglos y afinamientos que solían realizarse de forma muy intensa durante el montaje.
La más evidente de las novedades que ha incluido García May es la figura del Historiador, o sea, de un personaje que hace las veces de intermediario entre el público y la obra, y que representa varios papeles sobre el escenario. Aunque este segundo aspecto pueda parecer menor, es un gran hallazgo, pues no solo permite economizar el número fastuoso de actores, sino que otorga un chispeante movimiento irónico a la acción.
Más discutible es el empeño didáctico del Historiador, quizá algo forzado por la vocación pedagógica de UNIR, cuya Fundación ha producido ejemplarmente el proyecto. Ese afán de adaptación curricular deforma algunos significativos silencios de la obra original. Por ejemplo, el nombre de Enrique VIII no se usa jamás en ella, pero aletea constante sobre el público, omnipresente ausencia. En cambio, el Historiador saca a relucir al rey con diapositiva y todo. Incluso hace una intervención de anticlimáticos efectos después de uno de los más grandes discursos de Moro. Se trata del monólogo con el que el joven Moro sofoca —haciendo un alarde de poesía, de oratoria, de misericordia y de filosofía política— la revolución del Aciago Primero de Mayo. La explicación del Historiador resulta chocantemente contemporánea y contemporizadora.
No decimos que García May hubiese tenido que optar por confiar más en la cultura general del respetable, añadiendo apenas unas notas históricas al programa de mano que lo pusieran al día de las complejas circunstancias de la trama. Teatralmente es demasiado eficaz su personaje comodín como para renunciar a él. Otra solución, quizá más arriesgada, pero de un innegable interés metateatral, habría sido dar ese papel al Maestro de Festejos, esto es, a sir Edmund Tilney, con lo que se habría hecho un guiño al manuscrito original, invadido, de hecho, por la mano intrusa de aquel censor, que colocó ya entonces sus indicaciones al margen. ¿Qué más lógico, pues, que ese mismo personaje, coetáneo de Shakespeare y los otros autores, volcase sobre las tablas sus comentarios y glosas, dando una explicación más pormenorizada a las coyunturas históricas y desvelando algunas de las intenciones implícitas? Al fin y al cabo, ese fue estrictamente su trabajo.
Hay otras variaciones que, sin ser tan palpables, son fruto de una gran inteligencia del adaptador. En la crucial escena VIII se ha aumentado el papel del personaje de Erasmo de Rotterdam. Para el público actual, la amistad de Moro y Erasmo es un elemento reconocible, de primera magnitud y con una gran significación. El tiempo ha aquilatado ambos nombres señeros del Renacimiento y algo en el alma del espectador se complace al verlos juntos sobre las tablas. En cambio, en la misma escena García May suprime a Falconer, un alborotador callejero. Hace bien: es casi imposible que ni los más cultos de entre el público de hoy capten las indirectas y sobreentendidos que su encontronazo con Moro esconde.
Citemos con detalle lo de Falconer, porque no está recogido en la versión adaptada, y expliquemos sus claves hoy inalcanzables para comprender hasta qué punto acierta el dramaturgo español al rechazarlo. Tomás Moro se enfrenta a un muchachote bravucón chispeante y achispado, que en el callejón Paternoster, cercano a una iglesia, ha intervenido en una disputa entre los partidarios del obispo de Ely y el obispo de Winchester. En principio, parece incoherente que Tomás Moro, el paladín de la conciencia, se empeñe en que Falconer se corte sus largas melenas. El joven se niega porque dice tener el voto de mantenerlas por tres años.
MORO
Los votos se custodian en la Corte del Cielo,
pues son actos sagrados. Joven, te ordeno y te propongo
que no incumplas tu voto. Y para asegurarme
de ello y también porque es odioso ver
a un tipo tan peludo, te estarás en la cárcel
hasta que tus tres años y tu voto
se hayan cumplido enteros. Vamos, llevadlo, ya.
FALCONER
Milord…
MORO
Córtate esas melenas, y quédate un mes solo.
FALCONER ¡No perderé ni un pelo, ni por ser lord canciller de Europa!
MORO
A prisión, pues. Grandes pecados
engendra en todo el cuerpo una cabeza infecta.
Vamos, lleváoslo.
Falconer era un apellido reconocible como propio de católicos, así como la costumbre de hacer votos y también la de llevar el pelo ostentosamente largo, signo de oposición a los estrictos puritanos, siempre rapados. ¿Cómo es posible, nos preguntamos, que una obra tan procatólica y, sobre todo, tan defensora de la libertad de conciencia, tenga un episodio en que Moro parece actuar de forma contraria a su misma razón de ser?
La respuesta automática y perezosa sería atribuir tal escena a alguno de los colaboradores protestantes o considerarla una concesión burda al censor sir Edmund Tilney. Pero eso no encaja con el hecho de que allí se encuentran algunas de las indirectas más ingeniosas contra Enrique VIII y su reforma (la de los grandes pecados que engendra una cabeza infecta en todo el cuerpo [social], para no salirnos del fragmento citado).
Las respuestas están en el segundo encuentro de Moro con Falconer. Morris, el señor al que este sirve, y que lo aprecia, le ha convencido para que se pele y apele clemencia. Comparece de nuevo, rasurado, ante el canciller:
MORO
¡Pero si tienes cara de hombre honrado!
La baraja cortaste bien. Ganaste.
FALCONER No, milord, he perdido todo aquello que me había dado Dios.
MORO Dios te echó al mundo como eres ahora, con el pelo corto. ¡Qué pronto pasan tres años en la cárcel!
FALCONER Cierto, milord, apenas hay un pelo entre que entré y salí.
MORO
Porque te veo cierta gracia, vete libre.
Liberadlo, muchachos.
Tu cabeza te queda mejor sobre los hombros.
En ella hay menos pelo, pero más sensatez.
La palabra «sensatez» nos da la clave de todo. No olvidemos que funciona como un estribillo de la obra. Tampoco nos debe pasar desapercibido el rápido perdón de Moro y su repentina simpatía. Hay cierto sentimiento latente de hermandad que una ironía sofoclea hace muy evidente al público, pues Tomás Moro perderá más que el pelo y hará numerosas menciones a su cabeza y al barbero en sus últimos momentos.
Shakespeare escribió la escena con toda la intención. Moro muestra en este pasaje su presta predisposición a desprenderse de todo lo superfluo sin innecesarias alharacas ni follones. Se entiende ahora que Falconer resultase tan fácilmente reconocible como católico, que el revuelo callejero que le llevó hasta el canciller tuviese tantos tintes teológicos (el callejón Paternoster y la disputa entre obispos) y hasta los votos imprudentes, que, sin embargo, Tomás defiende como práctica de piedad, siempre que sean tomados en serio. Y se entiende, desde luego, que esta escena tan popular y deliciosamente anacrónica (la disputa por los pelos y los votos es del tiempo de Shakespeare, no del de Moro) haya sido excluida por García May. Para el espectador contemporáneo tan sutiles sobreentendidos devienen inalcanzables sin notas a pie de página. La postura flexible de Moro y sus posiciones antipuritanas ya quedan señaladas en la misma escena por su amistad con Erasmo, que siempre desoyó los cantos de sirena del protestantismo, y, más que nada, por su amor incondicional al teatro, bestia negra, tanto como los votos y las melenas, de los ásperos puritanos.
Más desapercibido aún puede pasar otra brillante intervención del adaptador, necesaria para traducir en el espectador de hoy el sentimiento con el que se contempló la obra original. Para el público inglés de 1600, la figura de Tomás Moro era perfectamente conocida. Desde la misma mención del título de la obra, ya tenían en mente su decapitación. Ignacio García May se trae al comienzo de la obra un fragmento de la escena final, construyendo toda la acción como un gran flashback. Con eso, no solo moderniza y acelera el ritmo del drama, sino que restituye en el público la sensación ritual de revivir lo sabido.
Cada vez más sutiles y más importantes los aciertos de la versión de Ignacio García May: el último es el mayor y el más invisible. A pesar de una aparente neutralidad al pie de la letra, la obra resulta, coinciden críticos y público, muy católica. Aquí García May ha respetado, con una delicadeza que le honra, el espíritu de The Booke of Sir Thomas More.
Con la prudencia que exigían los tiempos, la misma que hizo que el criptocatólico Shakespeare lograra escabullirse del sistema represivo isabelino, el texto se deja caer. El tema del matrimonio lo cruza de principio a fin.
Desde el de los Williamson, cuya defensa se convierte en el detonante de la revolución popular del Aciago Primero de Mayo, hasta la comedia que se representa en casa de Moro, titulada El matrimonio de la Sabiduría con el Ingenio. Y por supuesto, la vida matrimonial del protagonista, retratada con rápidos pero vívidos trazos. La cuestión era, a los ojos del público coetáneo, un asunto de Estado que dirigía todas las miradas al cisma de Enrique VIII.
El otro gran asunto de Tomás Moro es el poder y, más concretamente, la necesidad ontológica que tiene, para poder ejercerse legítimamente, de someterse a la fuente de la autoridad. Los católicos ingleses no podían no ver en las pretensiones de Enrique VIII y de Isabel de ser la cabeza de una Iglesia propia sino un acto de rebeldía paralelo al que Tomás Moro achaca a los revolucionarios del Aciago Primero de Mayo:
[…] Arrodillarse para pedir perdón es más seguro que cualquier guerra cuya disciplina sea la rebelión. ¡Entrad, entrad en obediencia! Incluso la rebelión precisa de obediencia. Decidme solo esto: ¿Qué capitán rebelde, iniciado el motín, podría con su nombre retener a la chusma? ¿Quién obedecerá a ese traidor, cuya proclamación de «capitán» no os puede sonar bien llevando el adjetivo de «rebelde»?
Hay otro atrevimiento real. El joven poeta lord Surrey ruega a sir Tomás Moro que no le llame poeta, que es nombre desprestigiado. Moro replica con una hermosa defensa de la poesía, pero al encarar el problema de su actual decadencia, aprovecha para, bajo el manto del latín, que casi todo lo tapa, soltar una impresionante andanada:
Yo os mostraré por qué no es tiempo de poetas. Deberían
cantar según el fuerte canon heroica facta:
Qui faciunt reges heroica carmina laudant.
Pero decaen los grandes temas, y así las plumas
privadas de ejercicio, languidecen.
La cita latina de Juan Bautista Mantuano, carmelita de origen español, dice que la poesía trata de los hechos de los reyes, de modo que se está diciendo, lisa y llanamente, que los reyes decaen y arrastran en su decadencia a la poesía.
El autor juega por sistema con el latín para camuflar sus críticas. Erasmo se dirige a Moro y le dice, como una galantería que no viene demasiado a cuento: «Qui in celeberrima patria natus est et gloriosa plus habet negotii ut in lucem veniat quam qui…». En español: «El que ha nacido en una patria muy célebre y gloriosa tiene más trabajo para darse a conocer que el que…». «In lucem venire» se traduce como «destacar» o «descollar» o «darse a conocer»; aunque no conviene desdeñar la traducción más literal de «salir a la luz», o sea, de ser editado. En una Inglaterra donde las obras de Tomás Moro y sobre él tenían que circular clandestinamente, la cita latina llevaba, como se ve, una reivindicativa segunda intención.
Para rematar el retrato de la época, tanto Tomás Moro como Juan Fisher, obispo de Rochester, que serán ejecutados, se oponen reflexivamente a las órdenes reales, ahondando en su conciencia. En cambio, la obra deja entrever que el asentimiento de los otros personajes responde al miedo combinado con la frivolidad, la adulación y la ambición. El resultado roza el epigrama y la caricatura, y García May ha sabido verlo y subrayarlo.
Con todo, el más poderoso argumento del catolicismo de la obra es su veneración por Tomás Moro, sobre el que recae todo el protagonismo. Los contrastes de su personalidad parecen naturales: su buen humor y su grave vida interior, su seriedad de fondo y su levedad de forma, su capacidad de trabajo y su gusto por la diversión, su mundanidad y su santidad, su miedo y su valor, su amor por su familia y su amor superior por Dios, su patriotismo y su fidelidad a su conciencia, todo, todo queda recogido como si nada en unas líneas de la mayor poesía dramática. Un retrato de tal complejidad es un logro literario de primer orden.
Que la versión de García May haya logrado trasladar sin interferencia y con sencillez todas estas sutilezas y mensajes subliminales a las tablas contemporáneas y a un público actual, deja muy claro su talento y su respeto por The Booke of Thomas More. Ya era más que una obra, ahora es, también, una obra más nuestra. �
Poeta, crítico literario y traductor.