El francés Paul Hazard es autor de varios excelentes libros de historia —entre ellos La crisis de la conciencia europea (¡680-1715) y El pensamiento europeo en el siglo xvitt, traducidos al castellano por Julián Marías hace casi cincuenta años—, pero también de un estupendo ensayo sobre literatura infantil, Los libros, los niños y los hombres, cuya versión española, publicada en 1950, cuando yo estaba ocupadísimo naciendo, ha caído hace poco en mis manos. Hazard nos habla con desenvoltura y buen humor de los tres elementos de que consta el título de su libro, relacionándolos con ingenio y sabiduría. Gracias a él he recordado, entre otras cosas, que los seres humanos, al llegar a la edad madura, distan mucho de ser agradables a la vista; que, cuando acaban de despertarse, o después de una larga jornada de trabajo, ofrecen un aspecto deplorable, con la cara surcada de arrugas, la piel barrosa y los ojos febriles y cansados. Cada vez que un adulto se mira en el espejo, la cruel Naturaleza le dice: has dejado de interesarme, tu tiempo ya pasó, debes morirte cuanto antes.
Y el alma se conserva aún peor que el cuerpo. Las personas mayores carecen de libertad: son prisioneras de la grave razón. Si juegan, lo hacen para distraerse, para olvidar, para no pensar en el tiempo que les queda de vida o, mejor, de supervivencia, Nunca por el puro placer del juego, que es lo que hace libres y leves a los niños, ajenos a la angustia que inspira el paso del tiempo y el peso abrumador de la muerte.
Los niños, esa extraña especie que habita el reino de la infancia. Esas infatigables criaturas que de la mañana a ¡a noche corren, gritan, pelean, hacen las paces, saitan y brincan sin cesar, desempeñando siempre su papel de protagonistas del cuento, de héroes de la película. Al final, cuando el día muere, se caen de puro sueño, pero volverán a empezar en cuanto amanezca. Porque si la frescura y la lozanía reinan en su cuerpo, también lo hacen en su espíritu, atento siempre a imaginar, a forjar imágenes, que no es sólo su primordial ocupación, sino también el signo de su libertad, Y es que la mediocre razón no los somete aún a sus falaces restricciones. De modo que su juego, puro e inútil, consiste en proyectar continuamente ensueños no reprimidos por la razón.
Pero ninguna imaginación se nutre de sí misma, y el espíritu infantil reclama también su sustento. pues no es capaz de autoabastecerse. Los niños se dirigen entonces a aquellos poderes benévolos que, en el drama del Universo, los amparan contra los lobos que pueblan la terrible noche. E imploran de ellos nuevas imágenes, imágenes en abundancia, pues son insaciables, y apenas ha acabado uno de enseñarles o de contarles algo, ya piden más…
Los cuentos de hadas
Mucho antes de saber leer, esperan maravillas de esos inexplicables y menudos caracteres negros que se alinean ante sus ojos. Intuyen que con los libros van a ampliarse sus dominios, que sus juegos van a hacerse más grandes, sin límite de espacio ni de tiempo. Ya no tendrán que pedir a sus padres que buceen en el recuerdo y les cuenten los cuentos de su niñez. Sin ayuda de nadie, con sólo hojear los libros, harán surgir los cuentos más hermosos.
Fue en Francia y a finales del siglo XVII cuando ese tipo de libros, o sea, los cuentos de hadas, empezaron a publicarse. Los cuentos populares han existido siempre, desde que el hombre aprendiera a tallar ¡a piedra, y aun antes, cuando el lenguaje articulado instauró la revolución más profunda en la historia de la vida sobre la tierra; pero fue en el siglo de Luis XIV cuando esos cuentos de siempre empezaron a contarse por escrito de forma sistemática. La sociedad literaria francesa de la época, cansada acaso del acento heroico y hasta del mismo clasicismo que había constituido su razón de ser, se volvió hacia lo maravilloso. Lo Cunto de li Cunti («El cuento de los cuentos»), del italiano Basile, influyó acaso en esa moda. Es curioso advertir que el mismo siglo XVII, que perfecciona las nociones del rigor y de la etiqueta, se entregue, y encantado, a los caprichos de la fantasía, como si descubriese que, en un mundo en el que todo pasa y se desmorona, la razón es efímera y mortal y es preferible abandonarse al vértigo de la ilusión.
Ciertos Anales de la corte de París cuentan que el ministro Colbert hizo venir expresamente junto a él «gentes para que lo entretuvieran refiriéndose cuentos semejantes al de Piel de Asno». Y La Porte, ayuda de cámara de Luis XIV, anota en su diario cómo el rey se lamentaba de no tener a su lado ya ninguna mujer que le contara antes de dormirse relatos similares a los que sus nodrizas le contaban. Lo irreal y lo nebuloso se asocian de repente, como por arte de magia, con la hiperrealidad del absolutismo y con la rigidez del reglario cortesano.
Madame d’Aulnoy es la primera en publicar en Francia un cuento de hadas, al introducir en su abominable novela sentimental chac, Contes moins contes que Dougías (169(1; traducida al castellano en Madrid, Imprenta de Boix, 1838, dos volúmenes) un cuento titulado «La Isla de la Felicidad». A finales de 1695, Mademoiselle Lhéritier incluye cuatro cuentos en sus Oeuvres melées. Y es en enero de 1697 cuando aparece bajo la firma de su hijo, Pierre Perraull Darmancour, la célebre colección Histoires ou Contes du ternps passé, del académico Charles Perrault, ferviente partidario de los modernos en la querella entre antiguos y modernos que tanto dio que hablar en la Francia culta de la época. El libro conoció un éxito considerable. Los mundanos se entregaron entonces a los cuentos de hadas con el mismo calor con que habían aplaudido hasta hacía poco los retratos morales, los proverbios y las máximas de los literatos de moda.
«Estos nuevos cuentistas de las medias de seda» (¿a que el alejandrino suena a Rubén?) o. mejor dicho, estas cuentistas, pues eran mujeres en su mayoría, bebían de las fuentes del cuento popular, pero modificando sus estructuras, Elisabeth Lemirre ha explicado admirablemente el proceso: «Del mismo modo que los jardineros de la corte reparten en geométricos arriates la agreste naturaleza, las madamas cuentistas de finales del siglo XVII reordenan con primor cortesano el tupido verdor de la materia feérica». Puesto que el cuento se ha convertido en un juego al que se juega en los salones, se impone conferirle unas reglas.
Unos meses después de la edición de los Contes de Perrault, Madame d’Aulnoy publica sus Contes de fées, seguidos, en 1698, de Contes nouveaux ou les Fées á la mode (tres volúmenes, publicados «chez Barbin»), Entre 1697 y 1702 ven la luz los Contes des contes, de Madame de La Forcé, Les Comes de fées y Les nouveaux contes de fées, de Madame de Mural, y La Tyrannie des fées détruite. Nouveaux contes, de la Marquesa de Autneuii. Hubo también contribuciones masculinas: en 1698, el Caballero De Maiily publica Les illustres fées, Contes galants, dédiés aux dames, y Jean de Préchac, Contes moins contes que les nutres, Sans Parangón et La Reine des Fées. El Abate Villiers, por su parte, criticó la boga del género en su Entrétien sur les contes des fées (1699).
La bella y la bestia
Poco después, el éxito de la traducción de Las mil y una noches por Galland hizo girar la moda hacia una narrativa de corte orienlalizante durante unas décadas. A partir de 1735, a los nombres de Mademoiselle de Lubert y de Madames Lintot, Villeneuve, Fagnan y Leprince de Beaumont (la famosa autora del cuento de La bella y la bestia) se añaden los de narradores como Hamilton, Pajón, Crébillon. Duelos, Cazotte y Caylus. Surge entonces un tipo de cuento de hadas proteiforme que adquiere perfiles surrealistas en Lubert, paródicos en Hamilton, pedagógicos en Leprince de Beaumont, licenciosos en Crébillon. Muchos son, desde Perrault hasta Caylus, los autores recogidos por Charles-Joseph de Mayer en esa summa feérica de cuarenta y un volúmenes que se publica en Ginebra y en Amsterdam al mismo tiempo (1785- NUEVA REVISTA MAVO 1991 1789), y que lleva por título Le Cabinet des Fées, un auténtico festín para el aficionado a los cuentos de hadas y, desde luego, para el bibliófilo. En ese delicioso y delicado Gabinete se encuentran, cómo no, los cuentos de Madame d’Aulnoy, con el único propósito de enriquecer la imaginación del lector y devolverle un poco de su perdida infancia.
Marie-Cathenne Le Jumel de Barneville, Baronesa d’Aulnoy (lo de «Condesa» con que aparece en las portadas de sus obras es nombre literario), nació en Barneville (Eure) hacia 1650, La madre, Judith-Angélique, desempeñaría un papel importante en su biografía; viuda muy pronto de su padre, casó en segundas nupcias con el Marqués de Gudannes, de quien enviudaría a su vez en seguida. El 8 de marzo de 1666, a la edad de dieciséis anos, Marie-Cathenne se casó con un hombre treinta años mayor que ella, François de La Motte, Barón d’Aulnoy y criado de cámara de! Duque de Vendóme. El matrimonio tuvo cinco hijos, cuatro hembras y un varón (que murió muy joven).
Decidida a desembarazarse de un marido a quien odia desde el día de la boda, aprovecha ciertas sospechas de malversación que penden sobre La Motte para acusarlo del crimen de lesa majestad. Lo hace con la complicidad de dos aristócratas, el Señor de Lamoiziére y el Marqués de Courboyer, su amante y probablemente también el de su madre. El Barón es detenido por Colbert, pero finalmente es puesto en libertad y sus calumniadores son condenados a muerte. La Baronesa logra escapar acogiéndose a sagrado en una iglesia vecina. Se refugia después en Inglaterra y de allí pasa a España, donde se reúne con su madre y rinde a Francia ciertos servicios diplomáticos que hacen que recupere el favor de la corte.
Instalada de nuevo en París, se ve en problemas por su amistad con Madame Ticquet, que es decapitada por el asesinato de su esposo. Se relaciona con Saint-Evremond y con varias cuentistas de la época (Madame de Mural, Mademoiselle Lhéritier). En 1690 publica, además de la citada Histoire d’Hypolite, sus Mémotres de la cour d’Espagne, seguidas, en 1691, de la famosa Relation du voyage d’Espagne (la primera traducción castellana es tardía: Madrid, Juan Jiménez, 1891; Luis Ruiz Contreras traduciría el libro en 1942, con el título Un viaje por España en 1679). También redactaría memorias sobre la corte de Francia (1692), sobre la de Inglaterra (1695), así como unas curiosísimas Mémoires secrets de plusieurs grands princes de la cour (1696). Luego vendrían sus libros de cuentos ya mencionados. Madame d’Aulnoy murió en 1705 (su esposo el Barón había muerto octogenario en 1700) en su casa de París, rué SaintBenoit. Nos quedan dos retratos de la Baronesa que nos transmiten la imagen de una vivaz y opulenta belleza.
Para finalizar, citaré tas traducciones castellanas que conozco de los cuentos de la Condesa d’Aulnoy: Bella Bella o el caballero afortunado (sic), trad. de José Llórente, Logroño, Viuda de Brieva, 1844; Cuentos, Madrid, Imprenta de la Biblioteca Universal, 1852; El pájaro azul, trad. de Pedro Umbert, Barcelona, Henrich y Cía., 1911; Cuentos, trad. de H. C. Granch, ilustraciones de Margenat, Barcelona, Maucci, 1942, y, sobre todo, un libro imprescindible por la excepcional calidad del traductor y de la prologuista: me refiero a Madame d’Aulnoy, Cuentos de hadas, selección y prólogo de Carmen Bravo-Villasante y traducción de José-Benito Alique, Barcelona, Bruguera, 1979.