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Conocí a Emilio del Río Sanz (Logroño, 1963) cuando los dinosaurios poblaban la tierra y don Antonio Fontán se acababa de sacar de su sapientísima manga esta Nueva Revista donde aparecen estas letras. Debió de ser en los primeros años noventa del siglo pasado, cuando él no había cumplido aún treinta años y andaba doctorándose en la Complutense con una tesis sobre Séneca.

Latin lovers (Espasa, Madrid, 2019, 247 págs)

Emilio era discípulo del maestro Fontán, había estudiado Filología Clásica, ya era un consumado latinista y ofreció a la colección bilingüe de autores grecolatinos «Alma Mater», dirigida en aquel entonces por don Francisco Rodríguez Adrados, una edición de las tragedias senecanas.

Yo era el secretario de «Alma Mater» y me enteré en seguida de la propuesta de Del Río, que fue aprobada con entusiasmo por el comité asesor de la colección. Pero el hombre propone y Dios dispone, porque Emilio del Río, después de obtener brillantemente una plaza de profesor titular de Universidad, se vio tentado por la política, sucumbió a la tentación y cursó desde ese momento una intachable carrera como diputado y senador del Reino, llegando a ostentar el cargo de vicepresidente de la Comunidad Autónoma de La Rioja, donde ha llevado una infatigable labor en pro de su tierra que lo acredita como uno de los riojanos más populares y queridos por sus conciudadanos. El que suscribe tiene gotas de sangre riojana entre los litros de sangre madrileña que acumula en el cuerpo, razón por la cual no es de extrañar que todo lo relacionado con esa región española le llame especialmente la atención, y desde luego, la persona y la obra de su buen amigo Emilio del Río Sanz.

El azar, que todo lo mueve y combina a su capricho, quiso que Emilio pasase a formar parte principalísima del staff del programa No es un día cualquierade Radio Nacional de España, dirigido y presentado desde 1999 por la imprescindible Pepa Fernández (prologuista por cierto del libro objeto de este comentario). Lo hizo en calidad de colaborador semanal de dicho programa con una sección rotulada «Verba volant» («las palabras vuelan»), primera parte del proverbio latino que se completa con una segun- da parte: scripta manent («lo escrito permanece»).

Es precisamente esta segunda parte, referente a fijar las palabras volanderas en el papel impreso, lo que acaba de hacer Emilio con sus intervenciones radiofónicas: construir este apasionante libro, Latín loverseditado por Espasa y que estoy seguro de que va a constituir —está constituyendo ya— un éxito editorial sin precedentes.

¿Por qué? Porque son muchísimos los oyentes del programa de Pepa que no se pierden la sección de Emilio los domingos por la mañana, porque el libro es una especie de idea platónica de la amenidad y porque está lleno de cosas interesantes y amables de saber, todas relacionadas con la lengua latina y sus derivaciones en las lenguas romances.

Junto a los aspectos puramente lingüísticos, Del Río incluye en cada uno de sus más de cincuenta capítulos de Latín lovers infinidad de referencias al mundo extra-lingüístico, tanto extraídas de su riquísimo acervo cultural como de la más rabiosa actualidad, preparando con todo ello un cóctel imparable en el que no faltan, además, las dosis necesarias de buen humor. La curiosidad de Emilio es, además, universal, no limitándose a los divertidos secretos y misterios que atesora la lengua latina en relación con la castellana.

El bigote español no procede del latín sino de la expresión alemana bei Gott (algo así como «voto a Dios»)

Pongo el ejemplo del artículo titulado «El bigote de José María Íñigo» (páginas 89-92), donde se rinde homenaje, por una parte, a la figura del gran periodista y locutor bilbaíno desaparecido el 5 de mayo de 2018, y, por otra, se nos informa cumplidamente de las palabras relacionadas con el «bigote» español, que procede no del latín, sino de la expresión alemana bei Gott (algo así como «voto a Dios»), pues los soldados alemanes del tardío Medievo y del primer Renacimiento solían exhibir unos grandes bigotes y, al mismo tiempo, no paraban de proferir juramentos del tipo bei Gott, por lo que acabó llamándose bei Gott al pelo que crece sobre el labio superior del rostro.

Parece que a nosotros el «bigote» nos llegó a través del francés bigot, voz francesa introducida en el norte de Francia mediado el siglo XV a partir de la expresión alemana citada, aunque no consiguiese sustituir en el país vecino a la palabra moustache (nuestro «mostacho»), que se deriva del griego mystax y que no se documenta en latín hasta el siglo IV, con san Jerónimo, lo cual quiere decir que los romanos no se dejaban bigote y, por lo tanto, no tenían una palabra para designarlo.

Así de interesante y de curioso es el capítulo dedicado al bigote del llorado José María Íñigo. Y así Emilio del Río va mezclando temas de actualidad con las sabrosísimas etimologías que le procura su idolatrada lengua latina, aireándolo todo con el amplio abanico de conocimientos de toda índole de que hace gala nuestro autor, capaz de entretener con sus sutilezas lingüísticas al público más agreste y menos curtido en temas humanísticos. Esa es la magia de la alta divulgación.

La percibimos cada semana en la radio, escuchando la voz de Emilio en el programa de Pepa. Y ahora la sentimos de nuevo, enriquecida con la permanencia de lo escrito, en este Latín lovers que amenaza con convertirse en uno de los libros más geniales que se hayan publicado o vayan a publicarse este año.

Filólogo. Profesor de investigación del ILC/CCHS/CSIC. Poeta. De la Real Academia de la Historia.