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La importancia de la Revolución francesa como acontecimiento histórico está fuera de dudas. Significó, como indica el propio título de este libro, nada más y nada menos que el nacimiento de un mundo nuevo. Su complejidad, y consiguientemente la dificultad de juzgarla, también están fuera de dudas. Ambas cosas explican el océano bibliográfico a que ha dado lugar y los diferentes puntos de vista con que se ha contemplado.

La Revolución francesa ha quedado como el estallido de las ideas de libertad e igualdad (y del sueño de la fraternidad) es decir, nada menos que el nacimiento de la democracia moderna y del mundo en que vivimos 

La Revolución francesa ha quedado como el estallido de las ideas de libertad e igualdad (y del sueño de la fraternidad), es decir, nada menos que el nacimiento de la democracia moderna y del mundo en que vivimos (en Occidente); pues de algún modo ha eclipsado en el imaginario popular a la inmediatamente anterior Revolución americana –revolución más de la libertad que de la igualdad– con la que compartiría esos títulos. Pero anticipó también una de las caras oscuras del siglo XX: las dictaduras que pueden establecerse en nombre de esos principios. Como escribe Popkin, «la Revolución francesa fue el laboratorio en el que se probaron por primera vez todas las posibilidades de la política moderna, tanto las positivas como las negativas».

El nacimiento de un mundo nuevo. 2021. Galaxia Gutenberg. 720 págs. 30,40 € (papel) / 19,94 € (digital)

Este libro de Jeremy D. Popkin, catedrático de la Universidad de Kentucky, es el destilado de medio siglo dedicado al estudio y la enseñanza de la Revolución francesa. Es un plausible intento de dar una visión ajustada de lo que fue aquel acontecimiento, con sus luces y sus sombras, y –no menos importante– de hacer accesible al lector, con el útil método del relato cronológico, esa maraña de hechos, causas, efectos que desbordaron las previsiones, clases sociales y protagonistas.

La Revolución francesa fue un huracán que se llevó por delante un mundo (el feudalismo, el antiguo régimen, por usar los términos propagandísticos de los revolucionarios) y, a la vez, una puerta por la que entraron propuestas y reivindicaciones no previstas por quienes la pusieron en marcha; si es que la puesta en marcha de la revolución se puede atribuir a alguien y no a algo (en realidad, fueron las dos cosas, personas y hechos, ideas y causas socioeconómicas). Es decir, la Revolución francesa, hija de las ideas de la Ilustración, puso sobre la mesa el principio de la igualdad, pero este principio desbordó enseguida su contenido original de igualdad jurídica para convertirse en igualdad social. Por eso tuvo varias caras y no fue solo una revolución burguesa; o no lo fue durante su transcurso, aunque su desenlace sí permita verla como el prototipo de la revolución burguesa que tradicionalmente se ha dicho (Hobsbawm et al.). Por otro lado, ese desbordamiento es indisociable de la situación social de la época y de las crisis económicas que sacudieron a Francia en los años de la revolución e inmediatamente anteriores. Como escribe Popkin, la pobreza de la década del 90 hizo que fuera tan difícil realizar los ideales de la Revolución.

Los diez años de la Revolución francesa (1789-1799) son, pues, una excelente muestra de la complejidad e imprevisibilidad de la historia, una idea que, tras años de creencia en sistemas historiográficos y filosofías de la historia, se viene abriendo paso cada vez más entre los profesionales de la disciplina. Hace pocos años, Juan Pablo Fusi, en una Breve historia del mundo contemporáneo, definía la razón histórica como «inencontrable, perplejizante, fragmentada, situacional, a la que son consustanciales, como categorías de la historia, el azar, la imprevisibilidad…». Y añadía, citando a un ilustre colega: «Gente más inteligente que yo ha visto en la historia una pauta, una trama. A mí, tal racionalidad se me escapa. Yo solo veo un acontecimiento tras otro, como una ola tras otra en el océano».

La metáfora es especialmente adecuada para el caso que nos ocupa; y, dentro de ese océano, el trabajo de Popkin dedica la misma atención al contexto, los hechos, las causas y los protagonistas. Y se detiene en relatar, con detalle y buen pulso narrativo, algunos de los acontecimientos más característicos del proceso: el asalto a la Bastilla, la huida y detención de Luis XVI, así como su juicio y ejecución, el golpe de Estado de Napoleón el 18 de brumario[…] Tan plausible es el esfuerzo por resultar accesible como de dar una visión ponderada de la revolución.

Cualquiera que lea las palabras de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano[…] reconocerá inmediatamente los principios básicos de libertad individual, igualdad jurídica y gobierno representativo que definen las democracias modernas

«La historia de la Revolución francesa sigue siendo relevante para todos los que creen en la libertad y la democracia», sostiene. Y añade: «Cualquiera que lea las palabras de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano[…] reconocerá inmediatamente los principios básicos de libertad individual, igualdad jurídica y gobierno representativo que definen las democracias modernas… A pesar de sus defectos, la Revolución francesa sigue siendo una parte vital de la herencia de la democracia».

IDEAS Y FACTORES SOCIALES

El suelo sobre el que creció la Revolución fue por una parte el de las ideas ilustradas: había un arraigo previo de las ideas de libertad individual y de igualdad, incluso en las clases bajas; las ediciones baratas de la Enciclopedia –que recogía términos como ciudadano y Asamblea Nacional, que serían emblemas de la Revolución– la hacían accesible a casi cualquiera que supiera leer. Por otra parte, el de las crisis económicas, sin olvidar las innumerables formas de violencia colectiva que marcaron la vida francesa en el siglo XVIII. La crisis alimentaria de 1774 provocó los mayores disturbios sociales en decenios, protagonizados a menudo por mujeres; levantamientos que mostraron la fuerza que podía llegar a tener una protesta popular y la rapidez con que podía extenderse.

Todo eso confluye en 1789. Lo primero fue una crisis financiera insostenible, motivada o agravada por la participación francesa en la guerra que Gran Bretaña mantuvo con sus colonos americanos y de la que saldría una nueva nación, los Estados Unidos. La necesidad de recaudar dinero por parte del Estado francés puso en marcha una cascada de decisiones que desembocó en la Revolución. La Asamblea de Notables, un intento de resolver los problemas del país con reformas radicales consensuadas entre las élites, no funcionó; pero el debate sobre los problemas que las reformas propuestas habían desvelado dejó claro que muchos grupos ya no aceptarían carecer de voz ante las próximas reformas.

Un magistrado como Malesherbes pide pronto la convocatoria de los Estados Generales y reclama una redacción adecuada, un documento constitucional para los principios que protegían la libertad francesa. Él y otros adversarios del absolutismo se dieron cuenta de la necesidad de instituciones más poderosas que los viejos parlamentos y con una conexión más directa con la población. Por otro lado, hay una nueva generación que quiere seguir los pasos de los philosophes y tiene habilidad para escribir rápido y poner en circulación las ideas. Autores como Brissot o Mirabeau, la figura más destacada de los primeros años de la revolución, con talento para la oratoria y la polémica política, intrigante y de dudosa reputación. La capacidad de ambos para influir en la opinión pública hizo de ellos una verdadera fuerza. Una red informal de radicales se formó en torno a ambos. La Sociedad de Amigos de los Negros, fundada por Brissot, atrajo a un grupo que era el quién es quién de los futuros revolucionarios (Mirabeau, Lafayette, Condorcet, Sieyès). Abierta a nobles y plebeyos, fue el primer ejemplo de club político revolucionario. Adoptó la causa de la abolición, útil porque ponía sobre la mesa el tema de la libertad sin desafiar abiertamente al gobierno.

Los dos raíles de la revolución se van perfilando: los políticos y la gente de a pie. Los primeros van dando pasos decisivos. Un juez moderado como Jean-Joseph Mounier promueve en Grenoble, en el verano del 88, una asamblea que redacta un manifiesto con las ideas políticas que venían germinando. Los componentes de la asamblea, que, por sí misma, desafiaba al gobierno del rey, tildaron a sus oponentes de traidores y se llamaron a sí mismos patriotas (términos también emblemáticos del momento) y lanzaron la gran reivindicación del Tercer Estado: que se duplicara su asignación, pasando de trescientos a seiscientos miembros, y votaran juntos los tres Estados por cabeza, como una asamblea unida. Con todo, la propuesta de Mounier y los suyos era un intento de llegar a un compromiso con la nobleza. Sieyès, «el propagandista más eficaz del Tercer Estado», lo que pretende es derrotarla.

Fuera de estas iniciativas de políticos ilustrados, la gente común se moviliza por problemas inmediatos como el alto precio del pan, debido a la escasez de grano por el desastre que para gran parte del campo fue el año 88. Esta gente no carece de portavoces. Hubo panfletos que hablaban de un cuarto poder, el de los demasiado pobres para tener voz en las asambleas electorales; su representante más conspicuo fue la publicación Père Duchêne (o Père Duchêsne) y destacadamente Jacques-René Hébert. La sociedad estaba movilizada y siguió estándolo después de que las asambleas electorales terminaran su trabajo.

LA DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

La Revolución francesa plantea también una interesante cuestión historiográfica, la de las fechas y su importancia (asunto que plantea Mikel Herrán en La historia no es la que es, es la que te cuentan). Antes de la que ha quedado como fiesta nacional francesa y símbolo de la revolución, el 14 de julio, hay otra, el 17 de junio del mismo 1789, cuando los diputados se autoproclamaron como Asamblea Nacional. Ese día dio comienzo una revolución que continuó un mes después, pasando de las palabras a los hechos, de estar dirigida por una pequeña élite a estarlo por la gente común; una revolución sobre la que se cernía la doble amenaza del uso de la fuerza militar por parte del rey y de la agitación popular que podía derivar en violencia incontrolable.

«El logro más duradero de las tareas constitucionales de la Asamblea Nacional fue la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano… Una vez pronunciadas, las palabras de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano cambiaron el mundo», fue imposible erradicarlas de la mente de la gente en el mundo entero, sostiene Popkin. Tal sería la mejor cara de la revolución. Pero las amenazas contra ella llevaron al miedo, y éste, a la violencia y a la necesidad de tomar medidas extraordinarias que desembocaron en el Terror, otra faceta insoslayable y característica de la Revolución francesa.

El miedo, el llamado «Gran Miedo», apareció pronto como respuesta a los rumores de reacción aristocrática o la existencia de bandidos a sueldo de los aristócratas

El miedo, el llamado «Gran Miedo», apareció pronto como respuesta a los rumores de reacción aristocrática o la existencia de bandidos a sueldo de los aristócratas. La emigración de nobles, militares y miembros del alto clero, y la oposición de otras potencias, esencialmente Prusia y Austria, aumentó el miedo, llevó a la guerra y endureció la revolución. A su vez, el desarrollo de los acontecimientos divide a los diputados que forman facciones cada vez más enfrentadas entre sí, otro germen del Terror que se desataría en los últimos meses de 1793 y primeros del 94.

La Revolución crea una institución característica, que lo será todavía más en las revoluciones del siglo siguiente: los clubes políticos. El que más éxito alcanza es el de los jacobinos, que llegan a construir una red nacional. En 1790, todavía estaba reservado a hombres ricos y respetables. De hecho, jacobinos como Barnave, Duport y Lameth intentaron frenar el creciente radicalismo de la Revolución. Más radicales eran los cordeliers, alternativa populista a los jacobinos, con Danton, Marat y Desmoulins a la cabeza. Los girondinos, tradicionalmente vistos como la oposición a los jacobinos, fueron propiamente una escisión moderada de estos, como también lo fueron los feuillants, dirigidos por Barnave. Los girondinos lo estaban por Brissot y nunca llegaron a tener la estructura formal desarrollada por los jacobinos (tesis central del libro El primer naufragio de Pedro J. Ramírez). Sus diferencias de origen social no eran significativas. La mayoría de ambos grupos provenían de la burguesía urbana y del mundo de las leyes. Ambos estaban comprometidos con la protección de la propiedad y en contra de una redistribución de la riqueza. La diferencia más obvia entre ellos era la actitud tanto hacia la violencia popular como en el caso del juicio de Luis XVI a cuya ejecución se oponían los girondinos. Las matanzas de septiembre del 92, uno de los capítulos negros de la Revolución abrieron una brecha de desconfianza entre girondinos y jacobinos. Ninguno de los dos grupos las había organizado, pero ninguno las condenó. Fueron responsabilidad de militantes sans-culottes y tuvieron un claro propósito político, ya que se perdonó a los presos comunes.

Estos asesinatos que abrieron el camino a los excesos sistemáticos y controlados del Terror, escribe Popkin, «deben preocupar, sin lugar a dudas, a todos los que piensan que la contribución que hizo la Revolución francesa a las ideas modernas de libertad e igualdad sitúa al movimiento en una categoría diferente a la de los nazis, los comunistas o los instigadores de genocidios más recientes».

Fuera de los clubes y más a la izquierda, estaban los sans-culottes, más ricos y educados de lo que sugiere el término. Ser sans-culotte era una cuestión de comportamiento político, muchos de sus líderes eran pequeños empresarios, pero se oponían cada vez más al estrato más rico del Tercer Estado.

Si Marat se distinguió por su defensa de la violencia y su empeño en sacar a la luz a los opositores ocultos de la Revolución, a Robespierre, la cabeza más visible de los jacobinos, se le identifica pronto como el principal portavoz de los intereses de la gente, el defensor de los pobres, promotor de su participación en la elaboración de las leyes por el voto. Su postura «se ha convertido en algo básico en las definiciones modernas de lo que es la democracia», dice Popkin. Robespierre hizo una potente exposición de sus ideas en la elaboración de la constitución del 93, proponiendo una definición muy diferente del derecho a la propiedad, insistiendo en que la extrema desproporción de las fortunas es la causa de muchos males y muchos crímenes, y mostrando una idea opuesta a la de los hombres del 79 sobre el virtuosismo de los estratos más ricos de la población. Esos principios que anuncian los de los Estados de bienestar modernos, se habían planteado en los primeros momentos de la Revolución, pero ahora Robespierre recomienda darles un estatus constitucional.

Robespierre tenía una autoridad personal que ningún otro miembro del Comité de Seguridad Pública igualaba, pero no fue un dictador como Lenin o Mao, señala Popkin

Tenía una autoridad personal que ningún otro miembro del Comité de Seguridad Pública igualaba, pero no fue un dictador como Lenin o Mao, señala Popkin, siempre compartió el poder con los otros miembros del Comité, nadie dudó en discutir con él y en algunos temas cruciales quedó en minoría. Su principio rector fue que había que mantener la autoridad de la Convención y denunció a los agitadores que excitaban a las masas por los precios. Compartía con los sans-culottes la idea de que la Revolución estaba amenazada por conspiraciones de todo tipo. Fue responsable tanto de la defensa exitosa del movimiento como de los métodos extremos usados para derrotar a sus oponentes. «Ahorremos sangre», dijo en una ocasión, pero también que, sin terror, la virtud es impotente.

En los antípodas de Robespierre, más corruptible pero más vitalista o vividor, con asombrosa habilidad para combinar la audacia y la cautela, Danton es una figura descollante entre los grandes oradores revolucionarios, el incendiario de los cordeliers, el único capaz de dominar tanto a los insurrectos como a los miembros de la legislatura, a lo que sin duda le ayudaba su envergadura física; no por casualidad le encarnó Gerard Depardieu en la película de Wajda. Frente al control de sus emociones de Robespierre, Danton se dejaba llevar; y, pese a su imagen de impulsor revolucionario, estaba más abierto al compromiso que el Incorruptible. Llegar a acuerdos tampoco era el estilo de Marat.

NO SE PUEDE REINAR IMPUNEMENTE

El panteón revolucionario, sobre el que Popkin sostiene que es imposible definir en términos simples a ninguno de sus protagonistas, no estaría completo sin Desmoulins y Saint-Just. El primero jugó un papel destacado como orador en las primeras semanas de la Revolución y volvió a jugarlo en el Terror (del que sería víctima) al lado de los llamados Indulgentes. Dentro de ese grupo de nombre elocuente, denunció a los extremistas revolucionarios, condenó enérgicamente la ley promovida por Danton que permitía ignorar la inmunidad parlamentaria en casos de fuertes presunciones de simpatía con los contrarrevolucionarios y pidió que un «comité de clemencia» considerara la liberación de «estos doscientos mil ciudadanos a quienes llaman sospechosos». Por su parte, el joven Saint-Just de veinticinco años no se mostró precisamente indulgente. Dejó frases lapidarias como la que lanzó cuando se discutía el destino de Luis XVI: «no se puede reinar impunemente, todo rey es un usurpador». Y otra, terrible, en el apogeo del Terror, en la que resuenan ecos inquisitoriales y preludia los usos del estalinismo: «admiten sus crímenes al oponer resistencia a las leyes».

Recuerda Popkin que las críticas a la Revolución francesa antes de la caída del Muro de Berlín apuntaban al modo en que, sobre todo en la fase del Terror, anticipó la Revolución bolchevique. Después de 1989, añade, es más fácil ver las diferencias: los revolucionarios franceses nunca abandonaron su fe en la libertad individual y la economía de mercado, aunque las crisis los llevaran a suspender coyunturalmente esos principios; y consiguieron salir del Terror sin convertirlo en un método permanente de gobierno.

ATORMENTADO ESFUERZO POR BUSCAR LA FELICIDAD

«La Revolución francesa no merece ser manchada con la misma brocha que la Revolución rusa», afirma Popkin, aunque su legado siga siendo preocupante en varios sentidos. La Revolución francesa, en fin, ese «atormentado esfuerzo por buscar la felicidad política» (J. A. Marina, Los sueños de la razón), no es ya que tenga luces y sombras, es que, a través del Código Civil bonapartista, mostró cómo los conceptos clave de la Revolución podían interpretarse de manera que sirvieran para propósitos muy diferentes a los que los revolucionarios del 89 tenían en mente.

Creó comités de vigilancia que se entrometían en la vida de la gente común y antepuso una presunta voluntad popular a las elecciones libres. Los diputados «en misión» que supervisaban los gobiernos locales parecen un antecedente de los comisarios políticos

El contraste de luces y sombras de la Revolución es tan complejo como su propia historia: Francia fue el primer país que aceptó el sufragio universal masculino y que eliminó el delito de la homosexualidad. Pero estableció el trágico precedente de considerar a los adversarios políticos, no como tales sino como traidores a la patria que debían ser eliminados; o el de las acusaciones políticas disparatadas. Creó comités de vigilancia que se entrometían en la vida de la gente común y antepuso una presunta voluntad popular a las elecciones libres. Los diputados «en misión» que supervisaban los gobiernos locales parecen un antecedente de los comisarios políticos. La alianza de los revolucionarios con los propietarios de esclavos hizo que la abolición de la esclavitud fuera tortuosa, parcial y con alguna marcha atrás («el incumplimiento más devastador de las promesas de la Revolución por parte del Consulado»).

La Revolución preludia ideas marxistas, incluso leninistas, como la del Estado que se torna innecesario o la de la vanguardia revolucionaria profesional (Babeuf). Mostró la importancia de una prensa que dictaba ideas a sus lectores y tenía un lugar reservado en la Asamblea. Se adelantó, incluso, a la corrección política de nuestros días cuando quiso reformar el lenguaje para que el género masculino no se considerase el más noble o empleó la expresión personas no libres en vez de esclavos. La Revolución promovió ideales elevados, pero exigiendo mucho a sus ciudadanos y tratando con dureza a quienes se resistieran, afirma el autor.

Periodista cultural.