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Ver productosBreve biografía del autor y reseña de sus poemas.
31 de marzo de 2008 - 4min.
Javier Vela es una de las voces más interesantes de entre las surgidas en España en la primera década de este siglo y una de las revelaciones más oportunas del premio Adonais desde que su jurado cambió de aires. Poeta y traductor, Vela nació en Madrid en 1981, aunque pasó la mayor parte de su infancia y juventud en Cádiz. Licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Complutense de Madrid, ha publicado los libros de poemas La hora del crepúsculo (Rialp, 2004), por el que obtuvo el Premio Adonais de Poesía, y Tiempo adentro (Acantilado, 2006). Los endecasílabos blancos de su primer poemario, repleto de imágenes deslumbrantes en una recreación personal del imaginario literario sobre la noche, han cedido más tarde el paso a la indagación en la memoria y a un mayor experimento: mundos íntimos, memoria y lenguaje se dan la mano en su aún joven trayectoria. Ha traducido a autores franceses como Jean Moréas y Théophile Gautier y su obra se encuentra recogida en diversas antologías y parcialmente traducida al francés y al árabe. En la actualidad reside en Madrid, donde trabaja como editor y colabora como crítico y articulista en diversos medios de comunicación.
Imágenes, imágenes
A mi juicio, el discurso poético cumple una única función social: la de ilustrar e interpretar míticamente la realidad en que vivimos; he aquí uno de sus vínculos –quizá el único– con la fe religiosa, y una de las premisas esenciales de la «poesía pura». El pensamiento poético, transmutado en lenguaje, agudiza la percepción sensible y rebasa, ampliándola, nuestra capacidad de entendimiento; por eso, el fenómeno creativo, en sentido amplio, constituye siempre un acto de rebeldía contra la lógica estricta de los automatismos cotidianos y contra la alienación estética del individuo.
Los poemas son imágenes del tiempo y el espacio, vívidas instantáneas de lo que acontece, fenomenologías, y qué otra cosa, sino un pintor de imágenes, de tiempos y de espacios, podría ser el poeta. Pero resulta claro que lo imaginario no sólo existe en la imaginación. La vida así llamada real se encuentra por entera jalonada de símbolos, de imágenes altamente connotadas que operan en nosotros por representación, como íntimas visiones puras, abriéndonos las márgenes de lo real posible.
Vivimos entre imágenes de un modelo sociohistórico que nos preexiste y que nos sobrevive (un modelo increado), en el que la representación idealizada de lo real vale por lo real mismo. Es lo que Debord ha llamado platónicamente «espectáculo», y a lo que Baudrillard alude como «simulacro». Pero la noción de verdad, de realidad, no nos viene dada por la asimilación de la más acertada teoría especulativa, sino por la práctica sensible del mundo; y los sentidos, con demasiada frecuencia, tienden a contradecirse entre sí. Por tanto, ¿qué sea lo real sino una selectiva proyección de imágenes en continuo movimiento, en continuo proceso de cambio?
Lo imaginario habrá de ser entendido entonces como una actividad creativa de naturaleza simbólica, cuya fuerza generadora –en el sentido que le otorgaba el primer Romanticismo– esté férreamente enraizada en las profundidades del yo; no como un mero conjunto de recuerdos o asociaciones memorísticas, sino como la reminiscencia durativa de una experiencia real trascordada. Y esta experiencia habrá de ser necesariamente propia, y no colectiva o sociohistórica, de manera que nuestro imaginario será un imaginario particular, considerado como dimensión constitutiva del ser. Un puñado de imágenes y elementos simbólicos que me conforman como individuo, distinguiéndome de unos hombres y aproximándome a otros. Para ello, una nueva edad del lenguaje una edad primitiva habrá de sobrevenirnos. Un neoimaginismo de expresión directa, simbólico o, mejor dicho, autorreferencial, que ilustre e interprete la realidad temida, soñada, deseada, fingida e imaginada: la realidad real.
JAVIER VELA
Jordán
imagen del mar muerto,
sin turistas
la sal nos purifica:
si sufrimos,
si con resignación disimulamos
la escocedura, el fuego genital,
es por temor a dios; el agua adensa
la fe de los hambrientos y los desposeídos,
la fe de quien se cansa
de esperar
como una nieve sucia, la sal nos purifica
por el dolor, llegamos a la vida:
por él, una vez más, la abandonamos
Ley de Kippel
ética androide
con lo demás,
perder en la mudanza
un trozo, mensurable, de sentido
llevamos tanto tiempo
sin hablarnos,
sujetos a una misma geometría
de ángulos y paredes
imperceptiblemente desiguales
si ahí hubo algo antes, apenas queda nada
más que esa nada intacta
que aún perdura
cercada por el polvo, en negativo,
y es sin embargo extrañamente mía
en la extensión vacía de la casa,
la desocupación es un todo un acto
de valentía doméstica: el espacio
se mueve con nosotros,
se desordena y cambia con nosotros
en su permanecer,
todo bascula
secretamente hacia un lugar futuro
Siglo XX
imágenes del siglo
en que nací
cuadro de la fingida
catástrofe del mundo
la broma posmoderna
del hidrógeno
transfigurado en hongo nuclear
¿hace el soldado gárgaras
de sangre?
hay
fuego en el agua
negra: la marea
arrastra peces muertos
y neumáticos
(pongámonos románticos
por una última vez):
se apaga un sol de fósforo
contra el televisor
y llega la esperada parusía
una explosión de luz
en el vacío
nocturno de los días sin mañana