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Publicado por Heidegger en 1927 como separata del Anuario de Filosofia e Investigación Fenomenológica, dirigido por E. Husserl, Ser y Tiempo fue inicialmente concebido como un estudio que debía de constar de seis partes; tan solo dos de carácter preparatorio vieron la luz. Sin embargo, ya entonces —como ahora— Ser y Tiempo fue considerado un todo acabado, lo que sin duda contribuyó y sigue contribuyendo a los desaciertos de interpretación de que ha sido objeto.

Heidegger escribió Ser y Tiempo urgido por la necesidad de reiterar la pregunta que interroga por el sentido del ser, que había sido olvidada, a su parecer, por toda la tradición metafísica occidental, que ha buscado y considerado al ser en cuanto «fundamento». La meta hacia la que encaminó su preguntar fue la de mostrar que el tiempo es el horizonte trascendental de la pregunta por el ser: mostrar que el tiempo pertenece al sentido del ser.

Heidegger quiso llevar hasta sus últimas consecuencias el principio fenomenológico que proclamaba la necesidad de «volver a las cosas mismas»

Lo novedoso en el planteamiento de Heidegger estriba en que para llevar a cabo su propósito consideró necesario realizar una «analítica existencial» de lo que llamó el Dasein (el «ser-ahí», según la traducción de José Gaos). Heidegger quiso llevar hasta sus últimas consecuencias el principio fenomenológico que proclamaba la necesidad de «volver a las cosas mismas», sin necesidad de construcciones metafísicas. Quiso romper el predominio de la teoría y de su tradicional esquema sujeto-objeto, y destacó la praxis como la forma primordial y privilegiada en la que el hombre accede al mundo y, consecuentemente, al ser; una forma que no precisa de conocimiento teórico porque es anterior a éste.

De ahí que Heidegger rechazara la noción de «objetividad» como algo —en el mejor de los casos— «derivado»: pensaba que la vida debía ser entendida desde sí misma y que el vivir había de ser experimentado como un acontecimiento que ni está fijado ni es objetivable. Desde esa postura, el concepto moderno de «yo» no podía ser, como —a su juicio- pretendía Husserl (y con él toda la modernidad), algo absoluto, sino esencialmente histórico. El «ser-ahí» heideggeriano no es pura conciencia ni algo dado en el presente; es, por el contrario, un acontecer que se va desplegando entre el nacimiento y la muerte. Ha de asumir su finitud y, puesto que se encuentra arrrojado en el ser, ha de ser comprendido como facticidad: su vida fáctica es la vida de un «ser en-el-mundo», temporal e histórica.

El punto de partida para Heidegger no podía ser otro que la vida fáctica porque, de entre los entes, solo el «ser-ahí» es ontológico: el «ser-ahí» no es un «qué», un «algo cósico», sino que es el único que está determinado, en su facticidad, por la existencia, guardando así relación al ser; por eso únicamente él puede formular la pregunta por el sentido del ser, pues solo él es. Así, la propia comprensión del ser es ella misma una determinación de ser del «ser-ahí».

Lo que Heidegger quiere hacer ver es que el «ser-ahí» es él mismo, esencialmente, comprensor, «hermenêutico», porque su propio ser y el ser le son notificados, ya que es él quien interroga por el sentido del ser. Y puesto que la vida solo se entiende históricamente, la historia se constituye como hilo conductor de la «fenomenología hermenéutica» propuesta por Heidegger, ya que «comprender» la vida fáctica no es otra cosa que acometer una «hermenéutica de la facticidad». Ésta es una hermenéutica que es el mismo «ser-ahí», el ser que ejecuta la comprensión del ser. En definitiva, el «ser-ahí» comparece en Ser y Tiempo como última condición de posibilidad, y la «analítica existencial» como aquella comprensión del «ser-ahí» que pone al descubierto el horizonte en el cual el ser en cuanto ser es entendido, «comprendido».

Se hace preciso entender suficientemente que con su «hermenéutica» («comprensión»), Heidegger se estaba oponiendo a aquella «intuición de objetos» de Husserl, que, a su juicio, «desmundanizaría» al ser-ahí. Para no perder la «mundaneidad» del ser, el conocer no puede ser entendido como un hacerse presentes los objetos, sino como un práctico «tener-que-ver-con», un quehacer que es propio de la antes aludida praxis, una actividad que no corre a cargo de la razón teórica y que es, por tanto, bien distinta de la intelección pura o de la abstracción.

Y ¿de dónde ese interés de Heidegger por no perder de vista la mundaneidad del «ser-ahí»? En la sección primera de Ser y Tiempo, el «ser-enel- mundo» es presentado por Heidegger como la estructura fundamental, unitaria e indisociable del «ser-ahí», aunque para facilitar el análisis se la descomponga en sus distintos «momentos».

En la analítica existencial, el «ser-ahí» comparece en su unidad como «cura». «Cura» es el término usado por Gaos para traducir el vocablo alemán «Sorge«, que indica «cuidado», «solicitud», «atención», «preocupación» —o mejor, «ocupación»— con el mundo en torno; es algo que manifiesta en el «ser-ahí» un estado de «relación-con»; en definitiva, algo que vuelve a poner de relieve la primacía de la praxis, de la acción, frente a la teoría.

Con la estructura «ser-en-el-mundo», Heidegger quiere significar que no hay un «yo» separado del mundo; que ya no vige la disociación cartesiana entre res cogitans y res extensa, la dualidad sujeto-objeto característica de la modernidad; que el hombre es promordialmente un «ser-con- otros», y que aquello con lo que el humano Dasein se encuentra y entre lo que se mueve no es algo «objetivo», abstracto, sino algo que está, significativamente, en función de algo; algo que es entendido e interpretado siempre como un «útil» en un contexto práctico de significatividad. Así, lo que se advierte es que una cosa remite a otra siempre, alcanzando de ese modo su significación cada una de ellas. Y entonces es cuando el mundo puede ser entendido como el ámbito de un acontecer de sentido.

Puesto que la analítica existencial es llevada a cabo por parte de Heidegger desde la facticidad del «ser-ahí» – y no desde presupuestos teóricos o desde asépticas hipótesis—, es preciso tener en cuenta las implicaciones de la facticidad y de la propia existenciariedad. Que el «ser-ahí» es siempre fáctico supone que está ya, desde siempre, arrojado en el mundo. Y que es existencia significa que es «poder-ser», que se proyecta en sus posibilidades, que es primariamente – e n cuanto que es ser que se comprende- «ser posible».

Pues bien: Heidegger entiende que solo si el «ser-ahí» asume este ser suyo de «arrojado en un proyecto existencial», logrará una articulación de significatividad. Y que, por otra parte, solo el ente que llega a la comprensión y es en la verdad tiene sentido. Sin embargo, el «ser-ahí» se encuentra, para Heidegger, en permanente peligro de sucumbir a «lo mundano» (un concepto que en la terminología de Heidegger carece de toda connotación religiosa o moral). Sucumbir a lo mundano es sucumbir a la existencia «inauténtica», que es fundamentalmente entenderse a sí mismo y al ser en general simplemente como un ente. Si esto sucede, el «ser-ahí» no «vive», sino que «es vivido»; queda subyugado por la tiranía del man, del «se» (los «se dice», «se habla», «se comenta», «se hace»), y se hunde en la inautenticidad. No obstante, la misma posibilidad de una existencia inautêntica pone de relieve la posibilidad de una auténtica.

En la segunda sección de Ser y Tiempo (titulada «El ser-ahí y la temporalidad»), Heidegger continúa con el propósito de destacar el sentido del ser del Dasein, de entenderlo originariamente en su totalidad. Es entonces cuando surge la conocida cuestión del Sein zum Tode, del «ser para la muerte». Heidegger entiende que solo en el precursar la muerte es posible una comprensión íntegra del «ser-ahí» porque, en ella, éste sigue la voz de la conciencia. La cura (Sorge), como estructura fúndamental del ser-ahí, se muestra ahora como la de un ser que precursa la muerte: así es como el «ser-ahí» vuelve sobre sí, sobre lo que en cada caso ya era.

Comparece entonces el fenómeno de la temporalidad, del que Heidegger se ocupa más adelante, junto al de la cotidianeidad: solo si el «ser-ahí» entiende el sentido de su ser puede ser propia y auténticamente lo que es; la temporalidad se manifiesta, por tanto, como el sentido último de la cura.

En cursos y escritos anteriores a Ser y Tiempo, Heidegger ya se había ocupado de la cuestión de la muerte; había afirmado que del mismo modo que la vida no puede ser considerada como un simple proceso, tampoco la muerte puede ser entendida como su simple detención: para la vida fáctica la muerte aparece como algo inevitable; tanto si se la enfrenta como si se la evita, comparece como objeto de la cura; la huida de la muerte se materializa en la preocupación por otras muchas cuestiones que acallen su presencia; pero ésta no es forma alguna de aceptar ni vivir la vida, sino tan solo de huir de ella. Solo en la angustiada posesión de la muerte sabida se hace transparente la vida como una totalidad para sí misma, porque se hace posible la unificación temporal del vivir.

Desde aquí, Heidegger trató la posibilidad de la «existencia auténtica», y analizó los fundamentos ontológico-existenciarios de la conciencia. Retomó la temporalidad como sentido ontológico de la cura, para entender sus momentos singulares desde aquélla. Entonces pudo afirmar que temporalidad era historicidad, y que ser acontecido históricamente quiere decir «tener un destino», «ser para la muerte».

Heidegger pudo entender por qué la metafísica tradicional no había comprendido el tiempo en su auténtico sentido

En esa segunda sección, Heidegger se ocupó también, como hemos dicho, de la «temporalidad» y de la «cotidianeidad»: insistió en que, para ser auténtico, el «ser-ahí» ha de salir constantemente de la inautenticidad, ha de lograr salir de la «intratemporalidad» (la temporalidad característica del concepto vulgar de tiempo, y no del tiempo de la maduración, que da «tiempo al tiempo»).

Puesto que la tendencia a la caída en la inautenticidad es inevitable, Heidegger pudo ya entender por qué la metafísica tradicional no había comprendido el tiempo en su auténtico sentido, y se había limitado a concebirlo como una simple sucesión de momentos puntuales. Se hacía preciso intentar una comprensión del «ser-en-el-mundo» como historicidad, más allá de la insuficiencia errática de la interpretación tradicional.

A pesar de todos estos esfuerzos, Heidegger no consiguió en Ser y Tiempo alcanzar su meta, que era la elaboración de la cuestión del ser en general y la propuesta de la temporalidad de toda comprensión del ser. Solo llegó a realizar el análisis preparatorio, lo que quizá explique que hubiera de lamentar que no se hubiera entendido su único propósito: preguntar por el sentido de la pregunta que interroga por el sentido del ser. Muy pronto, ya en 1929, Heidegger se dio cuenta de que el proyecto iniciado en 1927 no se podía continuar y que era necesaria una «Kehre», una «vuelta» a la búsqueda de un nuevo comienzo. A ello responde lo que podría considerarse su segunda gran obra: los Beiträge zur Philosophie («Contribuciones a la filosofía»), escritos entre 1936 y 1938. Se trata de una obra de carácter fragmentario, enigmática -quizá por el empeño heideggeriano de abandonar el lenguaje de la metafísica—, que quedó también inconclusa y que solo vio la luz en 1989, en el marco de la Gesamtausgabe.

La repercusión de Ser y Tiempo después de su publicación fue enorme, y lo sigue siendo. Como ha escrito Otto Pöggeler, en el ámbito de la filosofía se tuvo inmediatamente conciencia de que el pensamiento no podía -después de Ser y Tiempo– permanecer en la situación en la que se encontraba. Su influencia fue desbordante: los jóvenes la tomaron como guía de su camino, «aunque solo fuera porque, en medio de la oscuridad de las revoluciones y las guerras, gracias a esta obra aprendieron – en uno u otro bando- a morir su muerte». La obra de Heidegger ha impulsado el pensamiento de teólogos como Bultmann, Rahner o Pannenberg; inspiró la filosofía de las matemáticas de Oskar Becker y dejó su huella en la psiquiatría. Resulta llamativa la resonancia que alcanzó en el Oriente -más concretamente en Japón—, y es particularmente interesante la confrontación de los planteamientos de Heidegger con los de Max Scheler o Karl Jaspers, entre otros.

Fue precisamente cuando Heidegger había iniciado ya su «Kehre» cuando Ser y Tiempo alcanzó una relevancia más honda. A pesar de la sombra que su relación con el nazismo proyectaba, y de que a Heidegger se le prohibió enseñar en la universidad, su pensamiento marcó decisivamente a la filosofía europea, que lo entendió —contra las declaraciones expresas de Heidegger— como una filosofía existencialista: ya en los años treinta se leía Ser y Tiempo en clave antropológica.

Heidegger salió al paso de esa falsa interpretación con su Carta sobre el Humanismo, de 1947, en la que rechazó un humanismo en el que el hombre se limita a girar en torno a sí, en abierta polémica con el existencialismo francés y particularmente con Sartre; insistió en que su propósito consistía en una transformación de la metafísica en ontologia fundamental, encaminada a recuperar la pregunta, tiempo atrás olvidada, por el sentido del ser. Solo cuando —a mediados de la década de los cuarenta— comenzaron a aparecer nuevas publicaciones de Heidegger, se empezó a comprender que la verdadera temática del autor de Ser y Tiempo era la ontológica.

Y entonces tomó forma la cuestión acerca del lugar de Heidegger en la historia de la filosofía occidental. Walter Schulz, por ejemplo, consideró a Heidegger como un pensador moderno que habría llevado a su punto álgido el subjetivismo que precisamente había querido erradicar. A la vista de este fracaso, y de las «inconsistencias» de Heidegger, otros, como Ernst Tugendhat, proclamaron la necesidad de volver a Husserl. Durante los años sesenta, que representaron el apogeo intelectual de la filosofía analítica y del marxismo, parecía que el pensamiento heideggeriano quedaba definitivamente desbancado. Más aun cuando filósofos marxistas, como Lukács o Adorno, vieron en Heidegger a un pensador reaccionario cuya filosofía no constituía sino una reedición de la metafísica tradicional.

Pero a finales de la misma década -cuando se inicia la publicación de la Gesamtausgabe– se despertó de nuevo el interés por Heidegger, que todavía hoy no ha cedido. También algunos pensadores neotomistas se esforzaron por lograr un acercamiento a Heidegger o por apropiarse de algunos aspectos de su pensamiento. En él creyeron hallar una filosofía realista, y en su consideración de Dios y de la finitud pensaron haber encontrado puntos de acuerdo. Algo que, aunque errático y ya prácticamente superado, puede ser entendido, ante todo si se toma en cuenta la posibilidad -subrayada acertadamente por Põggeler— de realizar una lectura religiosa de Ser y Tiempo. Pero tal intento de «armonización» solo condujo a tergiversar ambas formas de comprender la realidad y la tarea de la filosofía. Más aún si se toma en cuenta la declaración heideggeriana de 1922, según la cual la filosofía ha de ser fundamentalmente atea si realmente pretende plantear la cuestión de la vida fáctica en sus auténticas posibilidades. No se trata, por decirlo parafraseando a Heidegger, de proponer una teoría materialista o algo similar; se trata más bien de que cualquier filosofía que se entienda auténticamente a sí misma (y precisamente en la medida en que tiene una cierta idea de Dios) sabe que, al arrebatar para sí misma la vida factica está —dicho religiosamente- «alzándose» contra Dios.

Por lo que toca al debate actual en torno al pensamiento heideggeriano y a su posible continuación: aunque desde sus orígenes la filosofía se entendió como la búsqueda del fundamento último, a finales del siglo XIX y principios del XX, particularmente con el auge de la «filosofía de la vida» surgieron pensadores que cuestionaron la posibilidad de una tal fúndamentación. Actualmente, son numerosos los sucesores de Heidegger que, compartiendo el rechazo de la filosofía de la conciencia y reivindicando la relevancia de la historia, advierten en su pensamiento residuos metafísicos. Tal es el caso de Jacques Derrida (aunque más tarde Vattimo encontrará tales residuos en Derrida, y aunque en la última década, también a Vattimo se le ha acusado de estar lastrado por idénticos residuos).

El principal continuador del pensamiento heideggeriano sigue siendo H.G. Gadamer. En Heidegger, como ha señalado Vattimo, Gadamer ha visto la posibilidad de resolver los problemas planteados a la filosofía por la filosofía del lenguaje, particularmente por Wittgenstein. Y, en efecto, los puntos coincidentes entre filosofías como las de Heidegger, Wittgenstein e incluso Popper hacen que, aunque en décadas anteriores se los considerase pensadores irreconciliables, actualmente haya un acercamiento entre las filosofías analítica y existencial: se trata del denominado «giro pragmático-hermenéutico», representado, por ejemplo, por el filósofo norteamericano Richard Rorty.

La agudeza de sus críticas y análisis le han proporcionado un lugar en la historia del pensamiento

En este contexto hay que mencionar también la relación de Paul Ricoeur con Heidegger. Ricoeur pretende explotar al máximo las posibilidades de la hermenéutica iniciada por Heidegger, aunque reconoce la existencia de una instancia metahistórica, no narrativa, como núcleo constituyente tanto de la subjetividad individual como de la historia; una dimensión crítica, que se articula en la «teoría del texto», es su específica aportación, con la que Ricoeur cree dar cabida a la «teoría crítica» con origen en la escuela de Frankfúrt. Precisamente frente a esta corriente hermenéutica se sitúa la tradición representada por la escuela de Frankfurt. El debate entre Karl Otto Apel, Hans Georg Gadamer y Jürgen Habermas respecto a la posibilidad de una fundamentación última de lo real es ampliamente conocido y, aunque los criterios siguen siendo contrapuestos, cabe destacar la postura de Apel, quien defiende una «pragmática trascendental» (una fundamentación última de carácter ético)—, y reconoce a Heidegger el mérito de haber intentado superar la dicotomía cartesiana sujeto-objeto y destacado la imposibilidad de un conocimiento puramente teórico u objetivo. Sin embargo, rechaza la negativa de Gadamer a otorgar a la hermenéutica un carácter normativo, por considerar que la cuestión de la «validez de sentido» pertenece todavía a la filosofía trascendental.

Admirado, discutido y controvertido, Martin Heidegger permanece muy presente desde la publicación de Ser y Tiempo en el panorama filosófico contemporáneo. La agudeza de sus críticas y análisis le han proporcionado un lugar en la historia del pensamiento. Aunque algunos lo han intentado, una ortodoxia escolástica en torno a su filosofía constituye un sinsentido. No es preciso insistir tampoco en la necesidad de llevar a cabo una crítica rigurosa que contribuya a definir cuál sea y qué dimensiones tenga el lugar que le corresponde, por derecho propio, entre los grandes pensadores. Y que también contribuya a esclarecer sus no pocas ni ligeras ambigüedades.