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Qué llamativas las confluencias entre la conferencia God as a Gentleman, que dictó el profesor Rémi Brague en la Union League Club de Nueva York, el pasado octubre, y el artículo sobre «La olvidada idea de la nobleza de espíritu» publicado en Nueva Revista (número 166). Queda así demostrado que la nobleza de espíritu es una idea universal y concreta, y perentoria en este tiempo.

Vídeo de la conferencia de Brague en Nueva York (en inglés).

Brague (París, 1947) es consciente de la peligrosidad de su aventura: «alabar la aristocracia en un país profundamente democrático». Una peligrosidad redoblada porque no son sólo los Estados Unidos: los tiempos tampoco resultan partidarios de la excelencia. El mérito de Rob Rieman y su ensayo Nobleza de espíritu (2007) fue, sobre todo, denunciar que era una idea olvidada. Encima, el siglo y el lugar son lo de menos, como sabe de sobra Brague, porque su osadía trasciende las naciones y los siglos. Dicta una conferencia concienzudamente confesional: «Me atreveré a ver en el rostro del Señor crucificado, los rasgos de un caballero».

Steinhardt: «En los Evangelios Cristo se nos aparece dotado de los atributos maravillosos de un gentleman»

En realidad, no habla luego apenas de Jesucristo como caballero, sino de Dios Padre. No importa, porque de la aristocracia esencial de Jesús ya habló con persistencia y perspicacia Nicolae Steinhardt (Bucarest, 1912) en el Diario de la felicidad (1991). Allí apuntó, entre otras cosas: «Tal vez sea pura blasfemia, pero tengo una teoría propia según la cual Cristo no se nos muestra en los Evangelios únicamente como tierno, bueno, justo, sin pecado, misericordioso, poderoso, etc. En los relatos de los Evangelios —sin excepción— se nos aparece dotado de todos los atributos maravillosos de un gentleman y de un caballero.

En primer lugar, porque está ante la puerta y llama. Es discreto. En segundo lugar, porque tiene fe en los hombres: no es malpensado. Y la confianza es la primera cualidad del aristócrata y del caballero; la suspicacia es, por el contrario, el atributo fundamental del hipócrita. […]

Sigamos. Cristo perdona con facilidad; plenamente. […] Cristo siempre está dispuesto a ayudar; es lo que más desea. Es compasivo. […] Siempre es atento y cortés (y en este punto es extremadamente cuidadoso). A Judas lo llama “amigo”. […] Ninguna cortesía es meramente formal. […] Y siempre que da, da con abundancia, más de lo que es debido, aristocráticamente. […] El noble es capaz en cualquier momento de sacrificar su vida o de desparramar su fortuna».

Aristocracia para tiempos democráticos

Rémi Brague se centra en presentar a Dios Padre como un señor (tal y como las Escrituras le llaman con frecuencia: el Señor), o sea, como un lord y como un caballero, o sea, como un gentleman, dejando el sustantivo sin traducir para no perder las resonancias que la palabra tiene en inglés, y que el francés sabe exprimir con fino sentido del humor.

Brague aprovecha la oportunidad de reclamar la idea de la aristocracia para los tiempos democráticos. Tocqueville, tan barón, «no era un enemigo de la democracia, ni tampoco lo soy yo», declara. Para argumentarlo hace un razonamiento muy similar al que citamos de Chesterton en el artículo de Nueva Revista.

El inglés no podía aceptar que el quid de la democracia consista en que el duque de Norfolk sea como todo el mundo en vez de que todo el mundo sea como el duque de Norfolk. Brague explica paralelamente que «el cristianismo no trajo la desaparición de los principios aristocráticos, sino más bien su generalización. Empezó con la Biblia Hebrea, en la que los judíos eran considerados “un reino de sacerdotes”. [Y ahora] cuando una persona entra en el cuerpo de Cristo —la iglesia— por su bautismo, según las palabras del rito, se convierte en «sacerdote, profeta y rey». Estos tres oficios caracterizan cualquier élite humana: el que sacrifica, el intelectual y el que manda. Participar en ellos eleva a cada uno a la cúspide de la nobleza».

El Decálogo, código de honor

Es muy singular que Rémi Brague empiece una conferencia sobre la caballerosidad de Dios hablando de nuestros tiempos y de la nobleza de los hombres en general y de los cristianos en particular. Un poderoso enlace entre las dos realidades se halla en el Decálogo. Rémi Brague ya había reflexionado sobre los Diez Mandamientos en La ley de Dios (Ediciones Encuentro, 2007) y cuánto significan de salvaguarda de la libertad. Ahora invita a leer el Decálogo con los ojos de un personaje de P. G. Wodehouse, ya sea Bertie Wooster o Lord Emsworth. Así, resulta clarísimo que es el conjunto de cosas —no mentir, no robar, no envidiar, etc.— que un caballero no hace jamás, obviamente. Son un código de honor.

Se detiene en dos mandamientos paradigmáticos. Por un lado, el tercero, el de santificar las fiestas, que reserva para todos el placer de las clases ociosas, durante, como mínimo, un día a la semana. «Vale, tenemos que trabajar para ganarnos la vida, pero no debemos vivir para ganar “la carrera de ratas”», concluye Brague.

Lo que define a la hidalguía es, precisamente, tener padres honorables

El cuarto mandamiento es todavía más paradigmático de una ética aristocrática, porque exige honrar al padre y a la madre, y lo que define a la hidalguía es, precisamente, tener padres honorables. Si se atiende a la expresión de Éxodo 20, 12: «Honra a tu padre y a tu madre, para que tengas una larga vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te da», es el único mandamiento que lleva aparejada una promesa. Promesa, además, de clarísimas resonancias aristocráticas. Por un lado, la tierra; que, como afirmaba Gómez Dávila, es la fuente de riqueza digna. Por otro, esa larga vida evoca una vejez venerable, y una implícita descendencia. Vuelve a resonar Gómez Dávila: «Sólo es noble lo que dura».

Brague sugiere que Dios, para que el hombre tenga antepasados de sobra que venerar, le concede una antiquisíma ascendencia por partida doble, por rama de padre y de madre, diríamos. Por un lado, la Creación, por la que hasta el Big Bang es la estrella en la punta del gran árbol genealógico. Por otro, la Escritura y los patriarcas, con Abraham, padre de los creyentes, y Adán y Eva, padres de la humanidad.

Más allá de los dos mandamientos evidentes y sus desarrollos, Brague afirma que los Diez fueron promulgados para gente libre por un Dios libre, por un Dios hidalgo o, mejor dicho, «padralgo», si me permiten acuñar esta palabra en un esforzado intento de trasladar al español el juego de palabras que hace Brague con un «gentleman-God» que él convierte en «gentlegod».

Una vez revelados los Diez Mandamientos, lo más caballeroso por parte de Dios es respetar la libertad y confiar en la autonomía del ser humano sin una presencia invasiva que sólo demostraría desconfianza. Es el principio de subsidiareidad más allá de la política, aplicado a la total existencia. Rémi Brague sostiene que la subsidiareidad es la forma aristocrática de actuar por excelencia. Lo ilustra con el divertido ejemplo del desconocido que, sin decir su nombre ni dar razón de sí, indica la dirección por la que se le pregunta en la calle. Presentarse sería presuntuoso. Es totalmente distinto el caso del dentista que ve a alguien dolorido y preguntando por un profesional y entonces sí se presenta y hasta le ofrece sus servicios. Dios no es en ningún caso un entrometido ni un metomentodo. Incluso el problema del mal o su misterio no lo explica del todo ni lo quita de en medio, sino que deja que cada cual se ennoblezca combatiéndolo. «Poseemos las armas que necesitamos para combatir el mal moral», lanza Brague, como un desafío.

La nobleza como deber

La fórmula de Noblesse obligue, aunque queda ligeramente ridícula en nuestra época democrática, es la que Dios quiere que regule la ética humana. Él, más que normas, sugiere deberes. Como clava el profesor: «La nobleza no es un adorno, sino casi una responsabilidad y, en todo caso, un deber».

Ahora se entiende por qué Rémi Brague alterna en la conferencia su concepto de Dios como caballero con el de los humanos, los hijos de Dios, como caballeros también. Como la ejemplar Elizabeth Bennett de Orgullo y prejuicio, cuando Lady Catherine de Bourgh pretendía ponerla por debajo de su sobrino Darcy, cualquiera tiene el derecho y el deber de contestar: «He is a gentleman; I am a gentleman’s daughter; so far we are equal» [«Él es un caballero; yo, la hija de un caballero; por lo tanto somos iguales»]. Y todavía más: como la hidalguía de espíritu viene otorgada —sacerdotes, profetas, reyes— por Dios, hay que reconocer su caballerosidad en el hecho de fundar la humana, en un círculo virtuoso, que tiene consecuencias personales, sociales y políticas, además de religiosas.

Rémi Brague mantiene durante toda su exposición un difícil y maravilloso equilibrio entre la seriedad y la ironía, entre una superficialidad en la superficie y una profundidad en el fondo, pero no deja pasar la oportunidad de esta conferencia para incidir en una de sus ideas fuerza. La de que Dios es el garante de la dignidad del hombre. La defendió en su libro Lo propio del hombre (BAC, 2014). Aquí, con un guiño aristocrático y una sprezzatura que el mismo Baltasar de Castiglione admiraría, vuelve, casi como quien no quiere la cosa, a constatar que sin Dios no hay excelencia humana (nobleza de espíritu) que valga. «Quien Le rechaza tendrá o que revolcarse en la vulgaridad o que soñar con enseñorear a su prójimo».

 

Poeta, crítico literario y traductor.